viernes, 6 de agosto de 2010

¡cómo crece el pasto!

Hasta se lo puede escuchar. Es que en las últimas semanas nadie escribe. Parece que están todos de huelga o de vacaciones. Así que decidí escribir algo para romper la monotonía. No tengo la menor idea de qué escribir, para ser honesto, pero voy a esforzarme.
Una de las cosas en las que siempre pienso es la continua lucha y la inevitable reinvención de la espada y el escudo en lo que hace al tema de la inseguridad, en particular en Argentina, pero podría tratarse de cualquier lado. Día por medio leo el diario en internet, y veo cómo siguen los asesinatos, robos, asaltos y todas esas manifestaciones de un mismo problema: la distancia entre lo que es y lo que debería ser. Como loros idiotas, periodistas, políticos y Doña Rosa y su marido repiten que hay que endurecer las leyes, poner más policías, comprar alarmas, instalar rejas, etc. Mmm...
En una sociedad, aquellos que operan dentro de la ley y aquellos que no, son análogos a una masa inamovible y una fuerza irresistible. Per se, ninguno de los dos va a cambiar el status quo; unos u otros podrán endurecerse, pero no van a cambiar al otro. Nunca en la historia de ningún estado, establecer la pena de muerte disminuyó la tasa delictiva. (Quizás no esté de más aclarar que estoy a favor de la pena de muerte, pero por otros motivos que la de buscar disminuir una estadística.) Una ladrón roba como modo de vida y pasar un tiempo en la cárcel, perder un compañero, eventualmente herir o matar a alguien, son gajes del oficio. De la misma manera que ladrones de guante blanco afinan sus métodos para no ser atrapados, ninguno piensa en detenerse en vistas a la remota posibilidad de un castigo (analizar si la cárcel reeduca o castiga, o si sirve para algo en comparación a otras opciones, ya es otro asunto). El que pasa por esos trances es el que roba por hambre, el ladrón circunstancial, el que está en la base de la cadena alimenticia que va desde la desesperación a la alienación de un ser humano, hasta que se pasa del lado de la ley al lado de "hago lo que quiero, en mi beneficio".
Vivir en Suecia y ahora en Alemania, haber viajado algo (por Europa, por lo menos) y venir de un país como Argentina, hace un coctel interesante. Tarde o temprano uno se da cuenta de que lo que más tensiona a una sociedad, lo que más la corroe y la expone a exabruptos y problemas, son dos cosas: las desigualdades socioeconómicas y la riqueza natural. Empezando por lo segundo, mientras más rico es un país, más son las oportunidades de que aparezca la ambición, a la vez motor de emprendimientos y cegadora a las necesidades y derechos ajenos. Atendiendo a lo primero, si una sociedad responde al famoso esquema 80/20 (el 80% de la riqueza está en manos del 20% de la gente) o peor, no hay mucho que uno pueda hacer para luchar contra el crimen. Como humanos, simplemente nos sentimos olvidados, robados, pisados. Y eso no le gusta a nadie. Construir muros y rejas, poner alarmas, arrestar, juzgar y encarcelar, sería como intentar construir burbujas en las cuales movernos, con miedo, tensión y conflictos permanentes. A esto es a lo que tiende una economía de mercado pura, en la cual un ser humano vale lo que cuesta reemplazarlo, en la medida de su producto per cápita. El estado, que no es más que la suma de nuestros representantes, es el que timonea y a veces hasta impide este proceso que de otra forma sería darwiniano. Sí, el Discovery Channel muestra lo tiernos que son los pajaritos y las florcitas, pero en la realidad, cuando se apagan las cámaras, es comer o ser comido. Y eso es lo que, como seres humanos (ostensiblemente algunos escalones evolutivos por encima de los mamíferos) buscamos.
El truco, entonces, no es lograr un policía en cada esquina, sino que ese policía no sea necesario. Que el grueso de la población tenga sus necesidades básicas cubiertas y que las redes de contención social funcionen, de tal manera que la menor cantidad posible de individuos llegue a un punto en su vida en que se vea enfrentado a la tentación de delinquir. Como ejemplo siempre me viene a la cabeza un partido de fútbol en Gotemburgo entre la selección sueca y la portuguesa, en la que había, en un estadio de 28.000 espectadores, 3 policías. Tres. En total. Y sobraban.
Si mal no recuerdo, hay algo así escrito en el Preámbulo de la Constitución sobre el "bienestar general". El ex-presidente Alfonsín dijo en algún momento que creo tuvo que ver con el Pacto de Olivos, que la Constitución argentina es "de la época de las carretas". Peligrosa aseveración, y creo que quedó más que suficientemente demostrado que los que redactaron la Constitución no eran ningunos idiotas. Siempre me pregunto, cuando veo las bases por las cuales se toman ciertas decisiones en la esfera política, qué pasaría si una mosca se les posara en la nariz a esa gente. Si la verían. No creo. Y lo peor es que esa gente no son extraterrestres, extranjeros, dueños de corporaciones internacionales con obscuras intenciones o qué sé yo; son vecinos, compañeros de escuela o de universidad que crecieron prácticamente al lado nuestro. Y no la vimos venir. O lo ignoramos. O se parecen mucho a nosotros mismos pero les fue mejor (en el sentido de que consiguieron más poder). Cuántos de nosotros protestamos en voz bien alta sobre la corrupción y al mismo tiempo evadimos impuestos o tiramos papeles en la calle o nos llevamos una lapicera de la oficina (que el otro día leí que en inglés los contadores le llaman shrinkage, achicamiento/encogimiento, que hace referencia a las disminuciones de inventario, sin explicación aparente). Mi mamá me enseñó a siempre guardarme el derecho a protestar y nunca, nunca, nunca cederlo. No siempre lo logro (a veces la tentación de "resarcirme" es grande) pero trato, porque hasta donde sé, cada Carnaghi de este mundo en su idiota cabeza está convencido de que el universo le debe lo que está tomando, que sus estrellas no brillan como lo hacen para otros y tiene que tomar cartas en el asunto; equiparar. Hacer justicia. Como si supieran de qué se trata.