martes, 29 de septiembre de 2009

una fina línea

Como ya mencioné, Mónica planteó la pregunta: ¿cuándo maduré? o ¿cuándo me volví adulto?
Hace semanas que pienso en el tema, y creo que ya lo tengo: no sé. Es que no sé. Me considero una persona medianamente madura, centrada y todo eso; medito mis decisiones, sopeso las consecuencias, trato de ser abierto a los más doloroso para un ser humano: no tener razón (no es que siempre lo logre, pero por lo menos intento estar abierto a esa posibilidad y escuchar). En fin, bastante más de lo que me consta que sucede a mi alrededor. Y sin embargo, cuando pienso en la respuesta a la pregunta inicial me surgen dos pensamientos:
- hoy por hoy no me siento maduro, la vida me duele y no me creo capaz de resolver mi situación, y para ser honesto no me siento capaz siquiera de lidiar con ella;
- sé que alguna vez tuve esa sensación de ser un adulto, pero a la luz de los acontecimientos se disipó.
Esos acontecimientos de los que hablo no son cosas que me hagan sentir un estúpido o un inmaduro, sino que me forjaron de una forma que ahora no soy capaz de sentirme maduro. No soy capaz de sentir nada, en realidad. Ni madurez, ni tristeza, ni amor, ni qué sé yo qué.
Ayer por la noche, por segunda vez en el último año, Sabine se puso a llorar de pura frustración por mi depresión. Siente que me tiene que proteger de todo lo malo, negativo o agresivo que ocurre a mi alrededor (y viviendo entre alemanes flor de tareíta se fue a elegir), y ve que no puede; aprende, de a poco y contra su voluntad, lo hostil que es este lugar a la vida humana. Entendiendo como humano todo lo que nos hace tales desde un punto de vista sentimental, por nuestros errores y emociones, imperfecciones, atenciones, sutilezas, irracionalidades. Llora de dolor y de rabia contra lo que sea que me haya puesto en esta condición. Llora con desconocimiento, porque si supiera la mitad de las cosas por las que pasé en los primeros años de mi estadía en este lugar explotaría de rabia, quizás hasta de peor manera que yo imploté cuando me pasaron. Y ese daño no quiero que sufra. Llora porque le alcanza con ver las pequeñeces que me afectan a mí y a cualquier ser humano que se le ocurre poner pie en esta tierra, y ve que no puede protegerme como sería necesario. Llora por miedo a que empeore, porque ve que 80 millones de criaturas no van a volverse prójimos de la noche a la mañana. Van a seguir siendo oponentes que se roban el lugar en el estacionamiento, la reserva en el cine, la oferta en el supermercado, el asiento en la Oktoberfest, la señal de internet inalámbrica. Van a seguir sin mirarse, sin reconocer mutuamente su existencia, sin admitirse a sí mismos ni mucho menos a los demás como personas y no como cosas que responden a un sistema.
Y llora porque yo lloro, aunque yo no pueda llorar por fuera. Pero ella lo siente.
Anoche me compré el pasaje a casa. Iba a comprarlo con Lufthansa o alguna otra aerolínea, pero lo compré con esa empresa de transporte de ganado (también conocida como Iberia), con lo cual ahorré el dinero suficiente para regalarle a Sabine un fin de semana en Ámsterdam. Espero que aunque sea conocer un poco más del mundo le compense por el daño que le implica tener una relación conmigo.

lunes, 21 de septiembre de 2009

París

Sí, la ciudad. La de la luz, de la torre, del arco. La del Louvre, del Sena y de Montmartre. Todas cosas que no me canso de apuntarles con la cámara y disparar como si fuera gratis. "Que lo es", me diría alguno que me ve con una cámara digital. Pues no, no lo es. Mi querida cámara tiene un disparador con una vida útil esperada de 50.000 ciclos, lo que se traduce a 2 centavos de euro por foto. Y cada vez que voy a París saco alrededor de 500 fotos, lo que me desgasta la cámara en el equivalente a unos 10 euros.
Pero volviendo a la ciudad en sí, es increíble las respuestas que genera. Muy poca gente es indiferente a París. Algunos le huyen, en su mayoría franceses que la ven como la capital, igual que en tantos países donde la capital también es un lugar de viajar al centro temprano y volver a viajar por la tarde, siempre rodeado de muchos, muchos, muchos malhumorados, apurados y dormidos. Buenos Aires no es diferente, ni Berlín, Estocolmo o Nueva York.
Pero París, por algún motivo que podríamos rastrear hasta mediados del siglo XIX, es una ciudad que lo pone a uno a disfrutar. Gracias a Francisco José (el marido de Sissi) pasa lo mismo con Viena, aunque en menor medida. De alguna manera, visitar París significa cambiar algo en la visión de uno, en la actitud, en el estado de ánimo, que le permite disfrutar más la vida. Es una mezcla entre lo que creemos saber de los franceses (como su arrogancia, que no es necesariamente mala), su espíritu latino, su idioma, su paisaje urbano, sus museos y monumentos, y tantos etc. Una cosa que le falta a París es variedad, pero es muy difícil que lo que tiene lo deje a uno descontento o buscando más. París, en lo que es, está muy por encima de todas las demás ciudades.
Después está la comida. Los franchutes, como los tanos, comen bien. Son rebuscados, finolis, pero el resultado es más que potable. Los tanos preparan simple y tienen buenos ingredientes. Los franchutes rompen con la preparación. Pero al final, en París hasta las papas en los locales de hamburguesas son más ricas. Nunca, pero nunca comí en un restaurante en París. Siempre me meto en alguna panadería o baguetería y me zambullo en lo que tengan a la vista, que me lo dan en una bolsa de papel (en Buenos Aires, en Remedios de Escalada, hay un almacén de techo alto, con mostrador y estantes de madera, que venden unas galletitas de vainilla y chocolate que no vi en ningún otro lado, y me las daban en una bolsa de papel; las compraba los sábados antes de ir a la facultad). Me voy a una plaza o me siento en algún lado, o camino más lento, y me concentro en lo que como y lo disfruto. Gasto 5 veces menos y soy 5 veces más feliz. Hasta el agua mineral es más rica: hay una marca que viene con un gusto muy suave a durazno y naranja y burbujas chiquitas, lo que en Argentina le llaman ligeramente gasificada.
Y el mito de que los franceses van a la mañana temprano en el subte comiendo una baguette de a cachitos es cierto. Y para los que no vamos a trabajar sino a visitar Notre Dame, el crujido del pan fresco y el olor (porque los franceses no me olieron particularmente feo) es una tortura. Hasta que por fin llego al centro y puedo tomar por asalto anfibio (por la baba) una panadería. Baguette, tarteleta de mousse de chocolate, pancitos saborizados, que patatín, que patatán... y quedo pipón hasta media tarde.
En fin, quería escribir de París. Muchos consideran que viajar es ver edificios famosos, museos y demás. A mí me gusta la gente, la comida, las calles, los olores y sonidos. Ver cómo, en contra de lo que uno pueda mitificar tal o cual lugar o monumento famoso, los locales transitan junto a la torre o a la Bastilla como si se tratara de un cruce de calle más. Y mientras tanto los demás nos ilusionamos con visitarlos.

Mi estimada París,
este año no me queda ni para comprar una mísera postal, pero el que viene te voy a visitar. Besos. Martín
PD: y si me puedo quedar, mejor.

martes, 1 de septiembre de 2009

la cena de Juan

Juan, el de Luisa, le hizo al mundo una pregunta buenísima que me dejó pensando un par de días, y cito: ¿cuáles fueron vuestra mejor y peor velada?
Antes, la semana pasada, otra pregunta, quizás todavía más profunda, la leí en lo de Mónica en su entrada una fina línea, pero esa voy a tratar de responderla en otro momento porque por ahora no tengo respuesta, y le quiero dedicar todo lo que se merezca a una entrada así de importante.
La cuestión que anoche cuando me fui a dormir me empezó a trabajar la cabeza, y ahí fue cuando me acordé de, no sé si la peor, pero seguro una de las peores noches de mi vida. Fue en la víspera de Año Nuevo, en el '99. Todos andaban con que si cambiaba el siglo/milenio o no, pero la cosa es que en aquel entonces yo estudiaba el último año de ingeniería en la Universidad Nacional de Mar del Plata, y en verano trabajaba para mantenerme el resto del año y no andar mendigando a mi mamá. Ese verano en particular conseguí, gracias a un compañero de estudios, y uno de mis mejores amigos, un puesto de botones en el hotel 5 estrellas que está enfrente a playa grande, ese que todos los que pasan con el auto le gritan al pobre portero de capa y galera cosas como Batman, David Copperfield, pingüino y muchas, muchas otras no tan repetibles. Normalmente se ocupaba de esos menesteres (la capa y la galera) un tal Andrés que tenía muy buena presencia.
Pero esa noche de celebración, donde lo importante es estar con la familia, uno de los más o menos 30 botones tenía que cubrir el turno de la noche de esa noche. Y como yo era el más nuevo, no hubo mucha discusión.
El hotel, por supuesto, había organizado una cena de gala a todo trapo, con un cubierto que costaba un sueldo mío por comensal. Unos minutos antes de la media noche, algunos borrachos, otros no tanto, ricos, famosos, gatos, todos los que se animaron a dejar su mesa por un momento salieron a la vereda a ver los fuegos artificiales. Como nota aparte, lo que la mayoría no sabe es que en ese hotel hay una terraza en el piso 15 que da también a la ciudad, no solamente al mar, y ahí es donde se ven los fuegos artificiales, que son mil veces más que las tres cañitas voladoras que dispararon los que estaban en la playa.
En fin, mi familia en casa cenando, todos en el hotel disfrutando, y yo sintiéndome la persona más desdichada del planeta. Ahí mismo me juré que nunca, pero nunca más iba a volver a poner el trabajo o sus derivados (léase dinero) por encima de la familia. Y eso incluye nunca salir a cenar en épocas donde el personal del hotel/restaurant/lo-que-sea, que también son seres humanos, tienen que estar con su familia. Sí, ya sé, hay gente que está sola, que necesitan ese pequeño extra de dinero, que lo que sea, pero son los menos.
¿Y la mejor? No sé si puedo señalar una en particular, pero cada Noche Buena, Navidad, Año Viejo y Nuevo que pasé con mi familia cuando mi abuelo todavía vivía fueron muy buenas veladas. De los últimos años quizás puedo mencionar una cena que tuve en 2006 con la amiga de un amigo a la que apenas conocía, pero por esas vueltas de la vida terminamos los dos solos en un restaurant a orillas del puerto de Hamburgo. Ella luego se convirtió en amiga (ahora vive en Berlín y hace poco la fui a visitar con Sabine), pero en aquel momento fue una situación de compromiso, casi por quedar bien con ese amigo mutuo que jugó a cupido, y terminamos teniendo un vínculo intelectual muy fuerte que nunca se extendió a otra cosa. Esa noche en particular descubrí que podía tratar a una mujer como a un amigo inteligente sin miedo a ofender, sin prejucios y sin trabas. Supongo que habrá ayudado la falta de atracción física de mi parte. En cualquier caso el lugar, la compañía, la comida y mi desesperada situación personal hicieron que esa velada la disfrutara a tal punto que la guardo como la última velada agradable de mi vida. Después de esa, creo que mi alma se dio por vencida y acepto que mi cuerpo está residiendo en este lugar, y se apagó. Después de esa, cualquier ingestión de cualquier cantidad y calidad de comida, en cualquier evento, situación o localidad que fueran fuera de este zoológico, fueron una ocasión de alegría y agradecimiento para con la vida.