sábado, 29 de julio de 2017

el precio de la decencia

Algo en mí es diferente. Claro, eso "sabemos" todos de nosotros mismos. Todos creemos y queremos ser especiales, pero de lo que hablo es de lo siguiente: soy decente. De esa decencia de la que hablaba Morgan Freeman en "La Hoguera de las Vanidades" cuando decía: "Let me tell you what justice is. Justice is the law, and the law is man's feeble attempt to set down the principles of decency. Decency! And decency is not a deal. It isn't an angle, or a contract, or a hustle! Decency... decency is what your grandmother taught you. It's in your bones! Now you go home. Go home and be decent people. Be decent."
Creo que el tipo la pegó en el clavo. En mi caso, no soy perfectamente decente, pero lo intento. A veces me quedo corto y hago cosas ruines, deshonestas o malintencionadas, a veces también me paso. Lo primero es humano, y aunque lo segundo también, las diferencias de las consecuencias son fundamentales cuando uno se pasa de estricto y exagera: en la mayoría de los casos me dificultan la existencia, y en algunos hasta me arruinan la vida.
Ejemplo: en los 43 años que llevo en este planeta, más de una vez alguna chica me invitó a pasar a su casa después de apenas un café o una cena, y sistemáticamente me negué. Me enseñaron que si quiero masturbarme use la manito y no a otro ser humano. Una mujer (o un hombre, para el caso, pero me voy a concentrar en mi tema) es más que agujeritos y tetas; tiene historia, deseos, ilusiones, pasiones, necesidades, alma. Eso de "dos adultos consintiendo" nunca me convenció. Uno puede consentir y tener sexo con alguien por un millón de razones, y en mi experiencia el tener sexo es la menos común, sobre todo en el caso de las mujeres. Soledad, cercanía, soledad, consuelo, soledad, desesperación, soledad, embriaguez, soledad, desilusión, soledad.
Volviendo a lo que dijo Morgan Freeman, lo que mi abuela me enseñó fue absolutamente fuera de proporción y no se ajustaba a la realidad. El mundo era blanco o negro, y en general negro. Me enseñó que los errores son imperdonables, que si hacía algo tan raro como equivocarme mientras intentaba aprender, iba a perder los beneficios de su amor. No solamente de su amor: iba a ser inamable. "Vas a ser como tu padre", "te vamos a dar en adopción", "te vamos a mandar a un internado"... son algunas de las joyitas que forman el cimiento sobre el que se construyó mi autoestima.
Cuando uno se cría así, no solamente se trauma horriblemente, sino que forma filas con semejante pensamiento y lo aplica a los demás. Hete aquí el segundo problema: le tengo miedo a todo lo que esté afuera de esa zona de confort, una zona del tamaño de una estampilla. No miedo, terror. Mi definición de decencia, entonces, es la que puede alcanzar uno de esos mutantes de los X-Men que desde que nacieron lo tienen en una pecera y lo alimentan pasándole la comida por abajo de la puerta. Jamás han sido expuestos al mundo y, sí, no la han cagado, pero no han acertado. No han vivido en la realidad. En mi cabecita, la decencia y la pureza (en el sentido de intocado) se solapan, y cada día aprendo que en la vida real esto no es así. Como dice Fabio Volo tantas veces en Il giorno in più: la vida no es lo que nos sucede, sino lo que hacemos con lo que nos sucede. La diferencia no es sutil o de semántica: es fundamental y trascendente, porque distingue los cascotazos que nos tira la vida, de lo que hace nuestra naturaleza con ello. Nadie nace con un manual de instrucciones bajo el brazo, ni siquiera la barrita de pan. Ni un folleto explicativo, ni una etiqueta para lavar con agua fría y no planchar, ni mucho menos con un vale para la próxima vuelta. Todos nos la tenemos que ver con el mundo como está y con lo que nos armaron nuestros padres y nuestras experiencias, y uno va haciendo camino al andar. A veces nos va bien y tenemos suerte. A veces la vida es una lechuza y nosotros el ratoncito: nos traga enteros y después escupe los huesos. Pero en todo caso el planeta sigue girando, y con suerte alguno se para a darnos un abrazo. En definitiva, pocos grados de blanco o de negro existen, y casi todos somos grados de gris. El maniobrar con eso es el arte de vivir en paz con uno mismo y con los demás.
En mi caso, a pesar de exagerar con algunos temas, me gusta mucho ser decente. Veo cómo otras personas tratan a los demás y me alegro de ser de los que salen perdiendo, si por "perdiendo" se entiende ceder, dejar pasar "oportunidades" como las de tener sexo con chicas que en realidad piden amor a gritos, o aunque sea un hombro en el que apoyarse por 5 minutos. En esas contadas ocasiones en que cedí al instinto pensado que era obcecado y necio y debía probar porque todos lo hacían y me estaba perdiendo de algo, la realidad es que solamente obtuve unos minutos de satisfacción inmediata a fuerza de cerrar los ojos a mis verdaderas necesidades y a las de la otra persona. Y eso me cuesta perdonármelo, aunque ellas lo hayan hecho. La realidad es que el único motivo por el que cedí es porque estaba buscando la conexión que no podía lograr y creí que ese podía ser un camino. No lo es. Nunca lo es.
El precio de ser decente, hoy en día, es que uno se la pasa bastante solo y hay pocas oportunidades de encontrar un alma en resonancia con la que aunque sea putear un poco juntos. Los indecentes sencillamente cogen más y por ende se reproducen más. Evolutivamente, la decencia es una desventaja. Moriré más satisfecho, pero sin descendencia. Ese es el precio a pagar por ser decente. Y me da tristeza, no lo puedo evitar. Será arrogante de mi parte. Pues bien, soy decente y arrogante.