jueves, 10 de agosto de 2017

muerte

En marzo, cuando el colectivo ese se pasó el semáforo en rojo y se me vino encima, la vi de cerca. El susto me hizo gritar, como cuando a uno le dan uno de esos sustos para sacarle el hipo.
Una vez, en el 2006, en la calle me apuntaron con un arma, y no en chiste. El tipo era un desequilibrado que se bajó del auto a matonearme porque cometí la insolencia de cruzar por la senda esquina y hacer uso de la prioridad que tiene el peatón. Por supuesto que tuve miedo.
Un par de veces, andando en moto, me pasé de frenada en una curva y terminé al borde de un precipicio, con las piernas temblando tanto que no podía bajarme y sostenerme.


Pero el domingo 30 de julio último Novia tuvo un ataque de estrés y después de muchas discusiones se acostó en la cama, conmigo al lado observándola. En un momento me miró a los ojos y vi la muerte. A 10 cm de distancia o menos. Esos ojos azules que pueden hacer perder la cabeza a un hombre, pueden también infundir terror. No de miedo a morir, sino de ver a la muerte misma a los ojos. De temer por la vida de alguien a quien queremos. Sabía lo que estaba pensando, pero mi... ¿cabeza?... me decía que estaba equivocado, que no podía ser, que eran delirios míos mezclados con dramatismo.
Cuando habló, lo hizo con voz fría y afilada. Me pidió que la mate. Que la estrangule. Y que cuidara de su perro. Me lo dijo con alivio, sin miedo, sin dudas, sin recriminaciones. Con súplica, para que termine con su agonía.
Y no puedo decir que no comparta su deseo. Yo estuve ahí. Sé como es. Sé cómo se siente. Sé que es negocio. Porque la muerte no es lo peor que nos puede pasar; morir por dentro y seguir respirando sí que lo es.
Todavía siento escalofríos.