miércoles, 27 de septiembre de 2017

Piet

Tormentas.
Chicos.
Bicicletas.
Chicos en bicicletas.
Bicicletas de lado en el piso.
Cantantes.
Hombres de pelo negro.
Almohadas.
Carteles.
Tela movida por el viento.
Cajas.
Cochecitos para bebé.
Tachos de basura.
Aplausos.
Patines.

Esta es una lista para nada exhaustiva de las cosas a las que Piet, el pastor australiano de Novia, les tiene miedo terror. Los primeros 10 meses de su vida pasaron en una casita del conurbano de Fulda, Alemania, con una pareja de adolescentes drogadictos, ella embarazada, él cajero de supermercado. "Relajado y tranquilo", decía el aviso en el diario... Quién sabe lo que vivió ese perrito en esos 10 meses pero hoy, con 8 años cumplidos (unos 55, en años humanos), todavía se aterra de todas esas cosas y muchas otras más. De dónde las sacó, no se sabe.


La diferencia con Novia es que conozco su historia. Incluso más de lo que me gustaría. Y más de lo que puedo digerir, también. Y no puedo quejarme de que me haya mentido: entre otras perlas, en su momento me advirtió que el perro era más importante que cualquier ser humano y que siempre lo iba a ser. Por si no me quedó claro. Un par de meses después se hizo evidente que lo de ella era levantar muros, atrincherarse, protegerse. Conociendo lo que conozco, no puedo culparla. Novia aprendió que Hombre es Enemigo. Hombre se atrae con lo que está a la vista. Hombre es, best case scenario, compañía de a ratos, fuente de recursos que la necesidad da derecho a explotar, sin un atisbo de dignidad. Y todos sabemos que una cosa es tener las partes y otra el todo. Una bolsa de piecitas de rompecabezas no es una foto de un atardecer.
A cinco meses de relación y apenas he logrado que se relaje un poco. Bajó la guardia, según dice, pero los beneficios se me escapan. Me ama como nunca amó, dice, y confía en mí como nunca confió. Mmm... ¿y? Yo no soy el padre que la golpeó ni la basureó. Tampoco soy el padre que tendría que hacerse cargo de ella; soy el novio. Tampoco me merezco cómo me trata. Ni soy invulnerable a su malicia penetrante cuando emergen la amargura y el enojo que la consumen. No las generé, provoqué, o empeoré. Muy al contrario.
Últimamente logré crear las condiciones adecuadas para que salgan a la superficie algunas cosas que, realmente me hicieron ver que a veces puede llegar a ser un ser humano bastante deplorable, más allá de la tolerancia que a cada uno le pueda surgir ejercitar en función de lo que sienta por el otro. Estoy hablando de cosas que no son simplemente defectos como fumar, ser impuntual o desordenado, tener depresión o un lunar en la nariz. Estoy hablando de esas cosas que sirven para separar la paja del trigo, lo bueno de lo malo. Criterios objetivos hasta donde creamos en la objetividad. Cosas como comentarios gratuitamente hirientes, falta de capacidad para pedir perdón cuando pedir perdón es lo único adecuado, o una necedad que bordea la neurosis. Paranoia, al lado de todo esto, es casi apenas un condimento.
Llegó la hora de separarnos, el tema es lograrlo sin drama o cosas de las que después uno se arrepiente. Veremos que grado de madurez y control agregué a mi personalidad, herencia de la depresión y la edad.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

dónde me meto

Desentrañar lo que mueve a una persona a hacer las cosas que hace es fascinante, pero requiere de mucho trabajo. Uno necesita motivación, y sobre todo necesita deshacerse de preconceptos. Obviamente esto es lo ideal, pero como seres humanos no solamente no podemos evitar tener un preconcepto aunque sea, sino que lo necesitamos a modo de punto de partida en el proceso de apendizaje. Lo que sí hay que evitar es agarrarnos a ese punto de partida sin la modestia para decir "esto es lo que pienso, ahora lo comparo con lo que la realidad me sugiere". O sea, un poco de empirismo, esa cualidad que hace tan útil al método científico. No importa las deducciones ni las presuposiciones, sino lo que la realidad es. No enamorarse de una idea, por más que coincida con nuestra visión de las cosas, sino aceptar que es una visión sesgada y parcial, evitando caer en la necedad.
Hasta ahí todo bien, suena bonito, bien intencionado, razonable. Pero ¿qué pasa cuando uno tiene esas presuposiciones tan metidas en la cabeza, de chiquito, sin opción a protestar, a preguntar, a cotejar? Las religiones son un buen ejemplo. A uno le meten que la virgen, que la montaña, que el crucifijo... hasta donde me concierne, el mismísimo Francisco tiene tanta prueba de todo eso como de Campanita, el hada de Peter Pan. No tiene ni el teléfono, ni la dirección, ni siquiera el correo electrónico de ese dios al que le han construido tantos templos. Empiezan diciéndonos que no toquemos la olla caliente, que no molestemos al perro enojado, y que hay un cielo y un infierno, y uno, con el cerebro esponja de un chico de 4 años, mete todo en el mismo canasto y, habiendo cotejado los dos primeros, infiere que el tercero también es verdad. Y acá estamos.
Un servidor tiene metido en la cabeza que una mujer que se acuesta con un hombre es una puta, no merece consideración, y si la oportunidad surge, echarle un buen escupitajo también. De chico no fui uno de esos chicos alegres que sonreían todo el tiempo. Como dice la canción, me dijeron que cerrara la boca apenas aprendí a hablar. No puedo argumentar que la vida me amargó y me robó la inocencia. Nunca la pude disfrutar. Colegio católico, elitista y de varones solamente, una abuela amargada y borderline cruel, un padre que se fue, un chico inteligente y sensible cuyo mundo se derrumbó apenas tuvo conciencia de lo que es el mundo. Ni siquiera me dejaron tocar las miguitas, ni hablar de tratar de volver a juntarlas y ver qué podía armar con lo que me quedó. Tuve que empezar de cero, con años de retraso respecto a mis coetáneos, y sin nadie a quién preguntarle. Mi mamá tardó un lustro en recuperarse del divorcio, mis abuelos estaban mucho más ocupados en que yo no saliera como mi padre que en que saliera bueno, y yo intentaba desarrollarme y ver de dónde puedo agarrarme que no se vaya a hacer añicos por pensar siquiera en depositar algo de confianza. No es extraño entonces que me haya volcado a las ciencias exactas, donde las cosas son difíciles de aprender pero claras, repetibles, inmutables. Seguras.
Como esas adolescentes que aprovechan cualquier superficie reflectante para mirarse y sentirse seguras de que se ven bien, cuando me veo reflejado en alguna vidriera pienso "¿qué hago con eso?" o "¿dónde lo meto?", porque realmente no sé qué hacer conmigo. Vender el departamento me liberó económicamente, por lo menos por algunos años. Renunciar a mi trabajo de 9 a 5 liberó mis días. Pero ahora que el polvo se asienta veo que no me liberé de mis fantasmas, mis miedos, mis creencias inculcadas. De hecho, me veo todavía más enfrentado a ellas, la situación es más nítida, y es tremendo. Ahora que no tengo que preocuparme por cosas esenciales pero mundanas, la cuestión se puso en foco y me siento totalmente indefenso para afrontarlas. Es muy frustrante.
Novia me desafía en tantos sentidos que es abrumador, y de hecho es también peligroso. Siento que no puedo con todo y la depresión se frota las manos. Perro, cuestiones psicológicas, familia, sociedad, vivienda, y en general su actitud hacia la vida, que no es que sea mala, sino que es tan diferente, tan poco convencional, y una cosa más a la que ajustarme, junto con que es vegetariana, y que come básicamente una vez al día.
Por ahora esta relación se siente como un poema que no rima. Busco y busco la forma de que funcione, pero en el fondo lo veo casi imposible. Ojalá no hubiera casi, así sería más fácil tomar una decisión. U ojalá rimara, así podría disfrutarlo.
Algo que testifica sutil pero irrefutablemente mi situación es el hecho de que no puedo tener un perro. En Europa no pienso quedarme, me siento agobiado, con gente por todos lados, todos ocupados con sus teléfonos en lugar de con su vida. En Argentina no me veo, por lo menos por ahora. Pero de uno a otro lugar viajo, y llevar un perro intercontinentalmente es una pesadilla. Ni siquiera podría irme a algún lado en moto por unos días. No tengo un solo amigo con el que pueda contar incondicionalmente para cuidar de mi perro si lo tuviera. Eso es el resultado de una persona que no tiene hogar. El hogar no es una casa, un lugar físico: es donde a uno lo extrañan, donde están los afectos, que si bien siguen con su vida y sus cosas y mirándose el ombligo, lo tienen a uno allá en algún lugar del pensamiento y de vez en cuando charlan con otro de "qué estará haciendo..." o "viste que fue a tal lado" o "se viene el cumpleaños de...". Esa gente existe en mi vida, están, pero desparramadas en dos universos tan diferentes que me agota pensar en compararlos.
No sé, esto así no está funcionando.
Leyendo la introducción al libro "Little Kids and their Big Dogs", de Andy Seliverstoff, no puedo evitar envidiarlo. Por más que nadie es realmente merecedor de envidia (uno no ve los sacrificios para llegar a donde están), el hecho es que el tipo por lo menos encontró su propósito, lo que disfruta y lo que lo mueve. Yo, mientras tanto, acá estoy, sentado escribiendo y maullando como un imbécil.

jueves, 7 de septiembre de 2017

querido Papá Noél

Quisiera un autito de carreras, una pelota de fútbol y una pelopincho.
Ya que estamos, también quisiera una novia linda, inteligente, decente y que me trate bien; que no crea que estar tensa le da piedra libre para contestar para el orto, basurearme o despreciarme. Que le sea posible confiar en otro ser humano y no solamente en perros y caballos. Que sea capaz de distinguir lo que es irrelevante de lo que no a la hora de juzgar y condenar a los demás. Que cuando se mande cagadas no se encierre en su metro cuadrado, lo fortifique hasta las pelotas y salga recién cuando se le acaba el oxígeno. Que construya puentes, no muros. Que no se preocupe tanto en asegurarse su supervivencia en caso de que nos separemos, sino que se preocupe más en cómo permanecer juntos.
No tiene que ser la más linda, tipo mamá de publicidad de pañales. Ni la más inteligente; con que pueda masticar chicle y caminar al mismo tiempo ya tenemos esperanzas.
También quisiera una dirección. No la de Kate Beckinsale, o de Batman. No esa clase de dirección. Quisiera una dirección para mi vida, un sentido. No tiene que ser algo que redefina nuestra visión cosmológica de las cosas, que nos permita manipular partículas elementales, o cosas así. Simplemente algo en lo que pueda aplicar y dedicar mi vida. Algo que me permita dejar un legado útil.
Estaba sentado en un bar atendido por una señora luminosa, tomando mi capuchino y un cornetto con chocolate. El mejor capuchino que recuerdo. Esta señora, después de un rato, se reveló como italiana. Su sonrisa vertía luz en el ambiente como uno de esos frasquitos con aceite con esencia de vainilla o lavanda, de esos que tienen los palitos que sobresalen. Miraba a los ojos cuando hablaba con alguien, escuchaba con atención, preguntaba con una sonrisa. En eso entró un alemán a decirle que estaba haciendo un documental de la inmigración en el país y quería saber por qué se sentía a gusto en Alemania. Como todos sabemos (excepto los alemanes), uno está acá por dinero. Cuando ese es el motivo, unos y otros lo mencionan a regañadientes. Al visitante, da vergüenza; al local, molesta. En el caso de los alemanes, por doble motivo: porque argumentan que les quitan puestos de trabajo a otros alemanes, pero más que nada porque no hay otra razón para un ser humano para venir a esta picadora de almas. Nadie está acá porque se siente a gusto con ellos, comprendido, aceptado o cómodo. La calidez no saben ni cómo se deletrea. La empatía viene de la culpa, aunque me pregunto si no viene en realidad de decir que se sienten culpables, más que del sentirse realmente.
En esta realidad, los alemanes salen a la calle a interceptar cualquier inmigrante establecido con éxito (el dueño de un bar, un padre de familia, un taxista) y le piden que exprima su cerebro y, salvo por la seguridad económica, diga qué mierda es lo que lo mantiene acá. Ahí es cuando uno menciona cosas como la seguridad, la infraestructura, la variedad de oportunidades. Y sí, no son irrelevantes, pero todos sabemos que si uno tiene para comer, se aguanta muchas cosas con tal de estar en su casa, con los suyos. Porque "los suyos" son lo más valioso que uno tiene en la vida, y lo único que en definitiva importa. Muy a pesar de los presupuestos publicitarios usados para asociar celulares, autos o cosméticos con satisfacción y felicidad. A Thatcher se la comieron los gusanos igual que a Aurora, mi vecina del 6to piso de 94 años, cuando nos dejó. Se fue y se llevó sus historias como maestra de primaria, sus tostadas, sus cuidados cuando mi mamá tenía que salir y no nos podía dejar solos. Cómo la extraño.
El tema, entonces, es que uno tiene que rasquetear el fondo de la cacerola para encontrar algo que decir cuando le preguntan qué mierda hace acá, si no es la seguridad económica.
Dirección, decía. Qué hago con mi vida. Tengo ahorros. Tengo salud. Tengo familia. Tengo títulos. Tengo idiomas. No tengo hogar Hogar. Mi novia, tengo que aceptarlo, es un tiro al aire; veo un futuro con ella, pero el presente es convulsionado y tormentoso. Ambos traemos una historia a la relación y tenemos mucho trabajo por delante para resolver esas incompatibilidades. Y ni siquiera sé cómo resolverlas. Mi trabajo como guía de tours en moto es exigente en formas que no había previsto, y con mi falta de energía se me hace muy cuesta arriba dedicarle ganas y esfuerzo al tema. Y tiempo. Familia propia, formada por mí, no tengo, y la que tengo está lejos.
Las circunstancias no son malas, lo admito, pero no significa que yo sepa qué hacer con ellas. Estoy rasqueteando el fondo de la cacerola para ver si encuentro qué es lo que me mueve.
Es hora de tomar una dirección, un camino, y seguirlo. Y qué pocas ganas que tengo de hacerlo. Así que Papá Noél, si no te molesta, ponete las pilas y ayudame.