domingo, 29 de octubre de 2017

el más acá

Una cosa es ser local y la otra visitante. Incluso visitante permanente. Ámsterdam. Mar del Plata. Múnich. En Ámsterdam me siento que tengo infinidad de posibilidades para ir a caminar y ver cosas interesantes, descubrir rincones raros, fotogénicos, ya sea en invierno o en verano. Es uno de esos lugares donde se pueden hacer fotos alucinantes con la luz más pedorra. Al revés que Múnich, donde los días más soleados apenas inspiran a poner la cámara en la mochila antes de salir, para volver a sacarla solamente cuando vuelvo a casa. Mar del Plata, en cambio, no la juzgo en esos términos. Es, simplemente, casa. Con todo lo que eso representa: el lugar donde me extrañan, el lugar donde crecí, el lugar acostumbrado, donde casi no hay sorpresas, y sin embargo nunca es aburrido porque hay historias. A Mar del Plata la perdono, incluso la defiendo. Es totalmente subjetivo. Las convicciones toman prioridad frente a la evidencia.
Es común escuchar que hay que tomar distancia de lo cotidiano para poder apreciar lo que damos por sentado y que a veces hasta fastidio nos causa. Mirar es crecer, y la distancia nos permite ejercitar ese lujo y, con suerte, ver qué cosas no son tan comunes como pensamos y a otros incluso les falta enormemente. Y a nosotros, que nos sobra, nos irrita. Y esto va en ambos sentidos. Hay cosas que a uno le fascinan pero a otro le rompen la paciencia. Y esto es perfectamente legítimo.
También hay cosas que no tienen nada que ver con los demás, como mi estado actual. No es culpa de nadie, por empezar, y se centra en mi descontento con el trabajo que tenía, lo que hecho luz a otros aspectos de mi vida: apenas pasados los 40 años no formé familia propia, mi trabajo era irrelevante, y en definitiva esto se proyecta sobre muchas otras cosas. Algo que ahora recién veo es cómo la fotografía me ayuda a canalizar las olas de creatividad que tengo y me descarga la necesidad de plasmar y dejar para la posteridad todo los sentimientos que no logro poner al servicio de nada ni de nadie.
Hace poco leí a alguien que decía: "...tuve un profesor que me enseñó sobre la importancia de estar en una búsqueda permanente. No conformarse con un título colgado. Una persona que se asombra hasta con lo más sencillo. Capaz de aprender de una flor o una nube. Alguien que a cada segundo descubre un tesoro escondido en lo cotidiano. Creo que es el secreto de una vida emocionante y de huir de la monotonía de las certezas".
Todo esto tenía estos días en la cabeza mientras trataba de digerir una gran decepción. Una persona en vías de ser amigo mostró sus verdaderos colores, y en el proceso de entender lo que pasó terminé destapando la olla de uno de los defectos más dañinos que un ser humano puede tener: la incapacidad de recibir crítica. Esa olla parece ser la Argentina.
Cuando me preguntan cómo es la experiencia de vivir en Alemania, o qué pienso de los alemanes, encantado me pongo cómodo en la silla, me froto las manos y hablo horas y horas de la caca que son como personas. Y lo sostengo. No me retracto, porque cada vez que intenté darles un changüí la realidad me sopapeó hasta que se me aflojaron las amalgamas de las muelas. Pero estas criaturas tan eficientes de 9 a 5 y tan deficientes como seres humanos, tienen una ventaja espectacular: escuchar una crítica sin esconderse en que uno "hiere sus sentimientos". Mi teoría personal al respecto es que no hay tales sentimientos para herir, pero eso, en este asunto, es una ventaja. El punto es que escuchan. Estarán dispuestos a mejorar o no, serán unas bestias (porque ahí está la contracara: ellos emiten sus críticas sin mayores delicadezas), pero no se lo toman personal. Patalean, intentan justificarse, echarle la culpa a otro, lo niegan... pero no se ofenden. Y a la hora de criticar algo que hiciste, no te dicen que sos un inútil: critican lo que hiciste y nada más. Y eso es bueno.
Argentina, 2017: criticale a alguien su ortografía (nada al nivel de Borges, sino algo tan básico como escribir el propio nombre sin faltas) amerita respuestas del tipo "hablás como si fueras Bill Gates", "demostrás no ser apto ni para servir un café" o "te voy a cagar a trompadas". Estas no son elucubraciones mías, son transcripciones de respuestas reales. Eso sí, corregí las faltas de ortografía que tenía para incluirlas acá. Con teclado alemán me las arreglo para poner acentos, abrir signos de admiración e interrogación, etc. Aparentemente eso no es posible en un teclado argentino. Y si pregunto, incluso pidiendo disculpas por mi ignorancia a modo de introducción, soy un arrogante, inútil, y que merece ser apaleado. No critiqué sus decisiones en temas de trabajo, no emití opinión sobre su esposa o hijos, mucho menos de la madre. Su ortografía.
En el proceso de ver qué hago con esta persona hice lo que cualquiera hubiera hecho: le pregunté a otros. Les pasé copia de lo que escribí (por suerte todo fue por e-mail, así que está completamente documentado y no puedo hacer trampa) a gente de varias nacionalidades viviendo en Alemania, a alemanes viviendo en Argentina, y cualquier combinación de nacionalidad y residencia más o menos relevante. Conclusión unánime: tengo razón, no hice nada malo, y el tipo es un cavernícola. Dicho eso, dos de los "encuestados", casualmente argentinos viviendo en Argentina, me decían lo difícil que es criticar a alguien ahí, y que ellos en principio tampoco les hubiera gustado lo que escribí, por dos motivos: porque tenía razón (con lo cual puse en evidencia la incapacidad) y porque tienen la piel hecha de papel de arroz y copos de nieve. Lo admiten, lo lamentan, pero así son las cosas.

sábado, 21 de octubre de 2017

joderse

Cada vez que mire los créditos al final de una película voy a pensar en ella, o cuando vea a alguien encender un cigarrillo. Y cuando me ocupe de la ropa para lavar, que la dejo en la canasta amarilla de plástico que me regaló.
Extraño pasear a Piet (su pastor australiano) a la mañana mientras ella duerme. Extraño hasta juntar los regalitos del perro con la bolsita biodegradable, o escribir en el blog con él acostado a mis pies, calentito, a veces roncando o moviéndose porque está soñando. Y extraño el tiki-tiki de las pesuñas en el parqué caminando detrás mío observando todo lo que hago, sobre todo cuando salgo al balcón y él quiere (c)husmear el viento y los vecinos.
Por ella como más ensalada, y me lavo los dientes más seguido.
A veces huelo mi reloj porque lo usó muchas veces cuando me fui de viaje y guarda su perfume. O por lo menos eso es lo que me parece.
Pienso en ella cuando como el müsli que me regaló, o cuando veo House of Cards, con Kevin Spacey.
Uno pensaría que se hace más fácil terminar una relación cuando se tiene práctica, cuando ya pasó antes y uno aprendió lo que viene, ya entendió que el tiempo todo lo cura (mentira). Pero es como cualquier dolor: no hay forma de acostumbrarse. No hay forma de hacerlo más tenue, más llevadero, menos penetrante. No se puede evitar esa sensación de estar cayendo en el vacío sin nadie que te pueda tender una mano.
Me miro al espejo y veo un hombre bueno, potable a la luz del día (me han dicho), con buen corazón, respetuoso, modales, buena educación y un par de títulos, temple, inteligencia, principios. Pero nadie me quiere, al menos nadie que quiera pasar tiempo conmigo y sin lastimarme, alguien decente, estable mentalmente, inteligente. Y sí, linda.
Ya sé, ya pasé otras veces por toda esta diatriba de mi vida romántica, pero soy todo oídos si alguien tiene una solución más original que la acostumbrada.