Cada vez que mire los créditos al final de una película voy a pensar en ella, o cuando vea a alguien encender un cigarrillo. Y cuando me ocupe de la ropa para lavar, que la dejo en la canasta amarilla de plástico que me regaló.
Extraño pasear a Piet (su pastor australiano) a la mañana mientras ella duerme. Extraño hasta juntar los regalitos del perro con la bolsita biodegradable, o escribir en el blog con él acostado a mis pies, calentito, a veces roncando o moviéndose porque está soñando. Y extraño el tiki-tiki de las pesuñas en el parqué caminando detrás mío observando todo lo que hago, sobre todo cuando salgo al balcón y él quiere (c)husmear el viento y los vecinos.
Por ella como más ensalada, y me lavo los dientes más seguido.
A veces huelo mi reloj porque lo usó muchas veces cuando me fui de viaje y guarda su perfume. O por lo menos eso es lo que me parece.
Pienso en ella cuando como el müsli que me regaló, o cuando veo House of Cards, con Kevin Spacey.
Uno pensaría que se hace más fácil terminar una relación cuando se tiene práctica, cuando ya pasó antes y uno aprendió lo que viene, ya entendió que el tiempo todo lo cura (mentira). Pero es como cualquier dolor: no hay forma de acostumbrarse. No hay forma de hacerlo más tenue, más llevadero, menos penetrante. No se puede evitar esa sensación de estar cayendo en el vacío sin nadie que te pueda tender una mano.
Me miro al espejo y veo un hombre bueno, potable a la luz del día (me han dicho), con buen corazón, respetuoso, modales, buena educación y un par de títulos, temple, inteligencia, principios. Pero nadie me quiere, al menos nadie que quiera pasar tiempo conmigo y sin lastimarme, alguien decente, estable mentalmente, inteligente. Y sí, linda.
Ya sé, ya pasé otras veces por toda esta diatriba de mi vida romántica, pero soy todo oídos si alguien tiene una solución más original que la acostumbrada.
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