sábado, 28 de marzo de 2020

al César...

Como probablemente le pasa a la mayoría de los seres humanos en este momento, es casi inevitable que piense en el virus que se nos vino. Los pensamientos siguen las líneas obvias y trilladas: qué protocolos de desinfección y cuidados tener en cuenta, y qué hacer con el tiempo libre mientras estamos presos. De a poco, también, empezaron a surgir esas listas muy lindas de cosas que empezamos a extrañar y a las que no les dimos valor hasta ahora, que nos faltan.
Una reflexión: pelotudos. Todos. Lavarse las manos cuando llegás de la calle. ¿En serio? ¡No jodas! Estornudar en el pliegue del codo. Impactante. No respirarle en la nuca al que está adelante en la fila. Innovador. No digo que todo sea tan obvio, por supuesto, pero la mayoría de las cosas son simples medidas básicas de todos los días para una persona que sin ser paranoico o germofóbico, tenga un mínimo de sentido común y prefiera no ir por la vida compartiendo el menú de porquerías propios y de los demás. Entre lo que no es tan obvio, uno por suerte puede documentarse buscando en internet de fuentes confiables, sin tener que ir a una biblioteca o hablar con un profesional en epidemiología. Eso es gracias a la misma mierda que hizo que este virus se propagara con tanta rapidez por todo el planeta: la interconexión de que disfrutamos. Pero ese es tema para otro día.
Lo de qué hacer con el tiempo libre es un catálogo de buenas intenciones (con mayor y menor éxito) y a la vez una radiografía de la cabeza de la gente, que propone pelotudeces monumentales y que revelan en el estado comatoso en que viven. Por ejemplo: ordenar, limpiar, leer. Aaaaajá... O sea que el que manda semejantes pedazos de sabiduría vive en un caldo de quilombo, mugre e ignorancia, y recién cuando tiene que convivir con eso y no simplemente saltar de la cama al baño es que se da cuenta del inconveniente de no saber dónde están las cosas, si las puede tocar, o si la tierra es redonda. Cómo mierda algunos llegan a viejo es un misterio. O Darwin estaba equivocado.
Lo tercero y más interesante para mí es la lista de cosas que la gente ahora empieza a extrañar: un abrazo, la plaza, el teatro, el café con amigos, cosas así. O sea, vivías en tal nube de pedos que no valorabas las cosas más obvias y por supuesto eras ajeno al privilegio de poder disfrutarlas. Ni hablar del hecho de que más de la mitad de la población mundial no tiene agua potable. En Argentina eso baja al 15%, pero antes de tirar globitos de colores pensemos que el 15% de 44 millones son 13 millones de personas: si listamos en orden creciente cada país, territorio y colonia del mundo por su población, equivale a los primeros 79 de esa lista. Lo que en demografía se llama un montonazo. Y todos sin agua, imaginate.
A mí se me ocurren otras cosas para esa lista de cosas que extrañamos (o que yo extraño), y creo que el motivo para que yo las note es el mismo rasgo que le da su aporte a mi pequeño talento para la fotografía: curiosidad, ojo atento, pasión por lo que a la mayoría le pasa por al lado y ni se enteran. O quizás es al revés y lo desarrollé justamente porque practico la fotografía, pero también la depresión me pulió ese sentido, algo así como se le agudiza la audición a un ciego. Si quería mantenerme vivo y no veía las cosas buenas de la vida, tenía que salir a buscarlas. Y generalmente encontraba la belleza en las cosas más chiquitas, más desapercibidas y presumiblemente humildes de nuestra existencia: el sonido del viento en diferentes situaciones, la posición de las patitas de Perro cuando duerme, el pan rallado de las milanesas de mi mamá, el olor del agua... el olor de todo, ahora que lo pienso. Las cosas que damos por sentado, en cambio, siempre las aprecié: el tener un cierto mínimo de salud, mis dos piernas, brazos y ojos, disfrutar del hecho de tener todos los sentidos, cosas así. El hecho de que a veces me desborde la felicidad, como cuando atardecía en Sicilia y yo andaba en moto, son cosas extraordinarias que le alegrarían la existencia hasta al más amargado. Aprendí, y un amigo hace un par de semanas me lo recordó, a ser agradecido, a dar las gracias en vos baja a whatever god may be, o a algún benefactor, o hasta a mí mismo por mi temple, por mi honestidad, por haber sabido aprovechar las circunstancias sin jorobar a nadie. Ver esas perlitas, apreciarlas, valorarlas, disfrutarlas, en días buenos o malos, ya es un motivo de alegría en sí mismo. Como el que estoy vivo, sin fiebre, tos o dificultades respiratorias, y lo mismo puedo decir de los tres gatos locos que componen mi familia, y puedo escribir estas cosas.
Hablando de agradecimientos... Como comenté la última vez, en estos días la gente empezó a salir a las 9 de la noche al balcón y ventanas a aplaudir a médicos y demás persona sanitario. No estoy muy de acuerdo. Un médico, además de para ganar un montón de plata, se mete en medicina para tratar precisamente con cosas como esta. Quizás no una pandemia, pero sí para involucrarse con los pacientes víctimas de esa pandemia. En Italia o España, con decenas de miles de infectados y un sistema sanitario desbordado (en ambos casos superan los 1200 infectados cada millón de habitantes), a esos aplaudo; cada médico, enfermero, conductor de ambulancia y demás trabajan 20 horas por día, y cuando terminan y vuelven a la casa ponen en riesgo a sus familias. Es horroroso. Pero en Argentina, con apenas (todavía) 13,4 casos cada millón de habitantes, los médicos por ahora están en 2da línea, y ojalá siga así. Como no creo en duendes tabulados en un rejunte de leyendas esbozadas hace más de dos mil años por gente que no sabía siquiera que el planeta era redondo (o qué era un planeta), no rezo, pero cada uno es libre de sacar sus propias conclusiones en vista de la evidencia. Los que sí se merecen un aplauso hasta que nos salgan ampollas en las manos son los policías, que nos cuidan de nuestra propia estupidez y la ajena; los carteros, que siguen su trabajo, los conductores de camiones, que siguen entregando mercaderías, y si no fuera por ellos nos moriríamos de hambre o nos sacaríamos los ojos entre nosotros por ese último paquete de fideos; a los cajeros de supermercados, que están en más contacto con gente que un epidemiólogo; los que siguen llevándose la basura y así prevenir pestes todavía peores; los que trabajan en las centrales de energía las 24 hs para que nosotros podamos seguir disfrutando de películas con las que puentear esta medida distorsionada pero necesaria en una sociedad como la nuestra que es la cuarentena. En fin, todos esos que hacen que el país no quede paralizado, y nosotros culo pa'rriba esperando el final sin poder hacer absolutamente nada.

sábado, 21 de marzo de 2020

catorcena

Hace unos días me llegó una carta de un amigo de Alemania, pero recién hoy pude pasar a buscarla. Mientras la leía y me contaba de cómo piensa agrandar su casa porque nació el segundo hijo, mi cerebro se retrotrajo a cuando lo conocí en un departamentito de Osnabrück cuando estaba de novio con una argentina, una que además de no ser lo que se dice la velita más brillante de la torta, terminó siendo también una trola de mierda que le metió los cuernos hasta que se cansó, se lo contó, y lo largó a su suerte mientras estaban en Bariloche. Una joyita la pendeja, bah.
En aquel entonces yo era inocente, más incivilizado que ahora, con más alegría de vivir y mentalmente a pleno; me tomaba cada dificultad como un desafío que había que superar, como si superar desafíos fuera un fin en sí mismo, una chapa que sumar a mi colección de trofeos, títulos y anécdotas exclusivas. Overachiever le dicen los psicólogos.
Pero la vida, como podía, se me hacía linda. La depresión no se había presentado, aunque en las cavernas y resquicios de mis psique trastornada se cocinaba de todo. El pasto todavía olía a verde, los locales no habían mostrado (o yo no había visto) su lado más feo, la Suzuki era un Soyuz con ruedas, las mujeres no eran una motosierra en el esófago. Todo estaba sembrado, pero no había sido regado; Alemania se encargó de eso. Gracias totales.
Este amigo vive en un pueblo chiquito en el norte y es carpintero. No hay que imaginarse a Geppetto, el papá de Pinocho, sino que la empresa para la que trabaja se especializa en amoblamiento a medida para yates de lujo. No se trata para nada de algo artístico, aunque hay que tener oficio para saber dónde está la línea entre lo que es factible y lo que es un delirio del cliente, que puede estar muy dispuesto a pagar para que se realicen sus delirios; ahí es donde el oficio se aplica a empujar la línea. Los dos dueños de la empresa tienen las ideas, él hace los planos, y otros fabrican. Y él a veces también instala.
Después de que la estúpida ex-novia argentina lo descartara en Bariloche, decía, pasó un tiempo solo hasta que encontró una alemana que hoy es su esposa, y en los últimos años tuvieron dos hijos. ¿Yo? Bien, gracias, con Perro y mi séptima moto estacionada abajo en la cochera, y una familia chica, trastornada, pero que todavía me habla. No es poco.
Pero... no es suficiente. Quiero novia. Sí, sí... surprise!, nunca lo mencioné: quiero novia. Y como yo tengo tanta suerte que cuando me tomo un taxi viajo parado, teniendo una candidata preciosa a mi alcance, vino lo que vino de China y se dictó cuarentena. Catorcena, más bien, porque por ahora se prevé que dure catorce días, no cuarenta. Tiempo después del cual ella habrá encontrado a otro.
Pero antes de hundirme en algún lloriqueo (y peor todavía: repetido) voy a encarar hacia el tema del momento, que ni hace falta nombrarlo, con algunas observaciones.
Esta semana se copió la iniciativa que tuvieron los españoles y el 19 a las 21:00 la gente salió a los balcones o a las ventanas y dio un gran y emotivo aplauso dedicado a las personas de las distintas ramas de los servicios de salud, por el esfuerzo y el riesgo de estar en la primera línea en el combate contra lo que estamos pasando. En mi opinión, fue como el Premio Nobel de la Paz que le dieron a Obama en su momento: un voto de confianza y una forma de pedirles a médicos, enfermeros, conductores de ambulancias y demás que se pongan las pilas, no realmente algo que se hayan ganado. Los que horas después, una vez que se inició la cuarentena, realmente se hubieran merecido un aplauso son los de las fuerzas de seguridad, los simples policías de a pie que tienen que recorrer la calle y decirle a cada ñato que se encuentran que vuelvan a su casa, que todos tenemos que colaborar. Esos pobres policías se tienen que bancar idioteces del calibre de "a mí nadie me dice lo que tengo que hacer" o "no exageremos, es una gripe" o el infaltable "andá a LPQTP", y en el interín se exponen a contagiarse. Por lo menos los médicos, una vez que reciben a un enfermo, ya saben con lo que están tratando y están preparados con barbijos y demás. Los policías no tienen el entrenamiento necesario para cumplir esta tarea: si alguien se retoba, tienen que entrar en el contacto físico típico de una detención y corren el riesgo de que los escupan o los lastimen, y eso los expone. Mis aplausos por no quedarse en casa y salir a protegernos a todos de nuestra propia estupidez.
Feliz comienzo del otoño.