viernes, 19 de junio de 2020

"les metería un balazo en la nuca"

Me encantan los números.
Cuando era joven y vivía en Buenos Aires, allá por los '90, me compré mi primera moto: una Kawasaki 440 Ltd de 1981. Un día, mientras viajaba a casa por la ruta 2 (recién inaugurado el primer tramo tipo autopista que tiene ahora los 404 km), como no hay una puta curva en todo el trayecto me puse a calcular cuánto combustible gastaba por revolución. El bicho usaba unos 5,5 litros cada 100 km y a la velocidad que iba de 100 km/h, el motor giraba a unas 5500 rpm. Así, la moto gastaba 5500 cm³ cada 60 minutos, o 92 cm³ por minuto, que es lo que tarda en dar 5500 vueltas. Como iba manejando y no podía sacar mi CASIO fx-4200P del bolsillo, la verdad que esos números eran pedorros, así que decidí usar 100 cm² y 6000 vueltas, que mantiene muy bien la proporción (un error de menos del 0,4%). Esto me permitió calcular algunas cosas:
- el consumo por revolución: 1 cm³ (1000 mm³) cada 60 vueltas, o 16,7 mm³ por vuelta, y como era un motor de 4 tiempos y 2 cilindros, esos 16,7 mm³ eran también lo que estaba pasando por cada cilindro cada vez que explotaban, que es el equivalente a poco más que 3 gotas de lluvia.
- el consumo por segundo: 1,67 cm³.
- la distancia viajada por revolución: 100 km/h son 1667 metros por minuto, que es lo mismo que el motor tarda en dar 5500 vueltas, así que la moto se avanza 30 cm a cada vuelta del cigüeñal.
Eso, ya está. ¿Qué gané con semejante proeza? Nada de nada, excepto la satisfacción de saber la respuesta a una pregunta que nadie (mentalmente sano) hizo, y que el tiempo entre la planta de Villavicencio y Chascomús se fuera más rápido.
También calculé cuánto café molido gasto por pocillo comparado con Nespresso, y en dinero es 9 veces más barato. Oh, sorpresa. Para ser más exacto, los $355 que pago por 1/4 kilo de café me rinden unos 45 pocillos, o sea que cada uno sale $7,80, contra los $70 que sale una cápsula. Y sin entrar en el tema del aluminio.
Pero hay días, sobre todo en esta cuarentena sobrecargada de tarados con micrófono, en los que uno se convierte en una especie de Pablo Escobar de concentración homeopática y se va a la playa con el perro. Vivir en una ciudad con mar, a minutos de la costa, y no verlo por 50 días es como tener un pasaje en primera para volar a Europa y pedir sentarse en turista, comida incluida.
Mientras estaba ahí, en los 150 metros entre escollera y escollera y 50 metros entre bajada a la playa y la orilla, poniendo en peligro la salud pública junto con otras 10 personas, calculé que teníamos 750 m² por persona, o un círculo de 31 m de diámetro, justamente la distancia entre cada ser humano presente. Y eso suponiendo que estuviéramos todos solos, caminando individualmente y ocupando el mayor espacio. En realidad había varias parejas que estaban de la mano, así que la verdadera distancia promedio era de unos 50 metros; como poner dos personas en una cuadra. Riesgo de contagio: cero. Por fortuna vinieron tres integrantes de nuestra exquisitamente educada, meticulosamente seleccionada y altamente entrenada (durante un extenso proceso de... ¿20 minutos?) fuerza policíaca, equipados con un disfraz mágico, un arma de fuego y un conjunto de directivas muy complicadas. Esta punta de lanza de lo mejor que Argentina tiene para ofrecer en materia cerebral, nuestra primera línea de defensa para garantizar un Estado de Derecho, en este caso en particular se componía de un hombre y dos mujeres con sus respectivos uniformes, camperas, chalecos, gorros, barbijos y armas. Y silbatos. O por lo menos una de las dos mujeres, y venía soplando el puto pito del orto ese desde hacía varios minutos, rompiendo la paz y la tranquilidad de todos los que estábamos a menos de 500 metros de la retardada desubicada esa.


Cuando por fin pasaron por donde yo estaba, persiguiendo a una pareja de terroristas (que resultaron ser enfermeros de terapia intensiva de un hospital acá en Mar del Plata, no less), una de ellas se quejó diciendo "¡siguen caminando!" a lo que la pichona de Marie Curie que la acompañaba contestó "les metería un balazo en la nuca". Excelente. Sobre todo, y no porque le saque mérito propio, en estos tiempos en que entre las noticias del virus se cuela lo que pasó en EE.UU. con George Floyd.
Yo no puedo evitar preguntarme: ¿nos merecemos esto? ¿esta... "policía"? Porque para ser padre hace falta más que tener sexo con una mina y que por una de esas casualidades suceda en el momento justo del ciclo y un espermatozoide entre al óvulo. Con ese criterio, cualquier hombre que hay tenido sexo debe ser catalogado como padre, si total el resto depende de la casualidad. Sacrificar horas de sueño, invertir esfuerzo, tiempo y dinero, sacrificar viajes y salidas y dedicarse a amar a un bebé es lo que diferencian el echarse un polvo del ser padre. ¿No me creen? ¿Tener el dinero para comprarse un auto de 400 caballos nos convierte un Fangio?... Me parecía. Patéticamente análogo es el caso de un deficiente mental que se pone una camperita azul y sale a acosar y prepotear a sus conciudadanos, aportando tanto al orden social y a la defensa de la Ley como una paloma cagando en un auto estacionado. Y mientras tanto los ciudadanos pagan, se confían y se someten. Justamente los ciudadanos que intentan escuchar qué carajo quieren estos "policías", pero no pueden porque en ese momento, a 100 metros de distancia, pasa otro descerebrado con su motito con escape libre y sin casco y a la mierda la siesta, las conversaciones y el respeto en general. No, para eso no están estos "policías". Mi pregunta fue, es y seguirá siendo: ¿para qué están? Pero ahora también es: ¿por qué están?

miércoles, 3 de junio de 2020

ignorance is bliss

Cuando uno escribe, casi como cuando uno habla por teléfono, se nota el estado de ánimo con que lo hace. Cuando la persona del otro lado del teléfono está sonriendo nos llega, y cuando alguien escribe con alegría, o tristeza, o por obligación, también. Quisiera escribir sobre algo que no sea la cuarentena, el virus, mi vida sentimental (allá con la armada de Luxemburgo y el sentido del humor feminista), la corrupción, la estupidez humana o lo mucho que extraño andar en moto en Sicilia.

Señores y señoras: Perro.

Mi mamá dijo una vez que los italianos existen para que al resto de nosotros nos quede claro lo inútiles que somos en la cocina. Trasladado a Perro, su existencia deja bien claro que el mejor ser humano no puede ni aspirar a ser tan buena persona. Su combinación de humildad, gentileza y devoción hacia mí no hace más que contrastar con el poder que lleva a escondidas: a las 13 semanas de vida ya podía correr más rápido que yo y ahora puede correr círculos alrededor de Usain Bolt. Esto no es una de mis metáforas exageradas, es maravillosamente cierto: Bolt alcanza una velocidad máxima de 45 km/h; un pastor australiano llega a los 60. Otra maravilla de este bombonazo es que con la misma mandíbula con la que juega a mordisquear mis dedos puede triturar mi antebrazo. Le tiene miedo a un caniche de 6 kg que le ladre fuerte, pero es capaz de enfrentar un mastín inglés de 100 kg si cree que me puede hacer daño a mí, con total desdén por su propia vida. Y como si no fuera una de las criaturas más lindas que conozco, encima tiene un olor exquisito. Entierro la nariz en su pelaje y huele a miel, coco, vainilla, leche fresca, campo, árboles y amanecer. Es obediente, gentil, respetuoso, mimoso, empático, inteligente, leal, incansable, fuerte y resiliente. En conclusión, imaginarme los días sin él es peor que imaginarme los fines de semana sin moto.


Vivir con un ser así no es fácil, requiere compromiso y mucha paciencia. El compromiso es necesario porque no es una tortuga o un hámster: es una criatura inteligente y emocional, con una mentalidad que lo hace muy apegado a su dueño y muy protector. Cada segundo del día está pendiente de lo que yo hago, siento o digo, e intenta complacerme como si toda su existencia dependiera de eso. Si estoy sentado trabajando en la computadora, ahí está a mis pies. Si me levanto a buscar un vaso de agua, a los 5 segundos aparece mágicamente acostado en la cocina. Voy al baño y se recuesta contra la puerta. Voy a dormir y se ubica al lado de la cama. Eso sí, se la pasa del sofá a la pieza y al sillón toda la noche, cambiando de posición cada 20 minutos. Pero a la mañana, apenas escucha el más mínimo cambio en el ritmo de mi respiración, ahí asoma para darme los buenos días.
Si la AFIP, el COVID-19 o la moto no me invitan a tocar el arpa antes de lo que estima el INDEC, casi que le tomo rencor porque sé que se va a morir antes que yo, con suerte en unos quince años; o mejor todavía, en quinientos. La idea es intolerable pero la realidad es inescapable, así que no queda más que ignorarla, enterrándola en algún lugar de mi psique y encapsulándola, algo así como haría el pulmón con el asbesto.
Por supuesto, no soy el único que piensa así. Hay mucha gente que adora a su perro y se le ocurren mil maneras de ponerlo en palabras, pero hace unas semanas leí esta: "Quizás una de las razones por las que es tan lindo tener un perro es que cuando te sentís mal no va a tratar de averiguar por qué." Puede que sea cierto, no sé, pero definitivamente es una de las muchas cosas lindas que tiene: me acepta. Me acepta con mis rabietas y mis cambios de humor y los retos cuando mete el hocico donde no debería. Se aguanta que lo patee cuando camino del sillón a la cama a obscuras en el departamento y el tonto se pone adelante. A veces pienso que me gustaría saber qué piensa de mí, pero a veces creo que es mejor permanecer en la tibia y confortable ignorancia.