sábado, 28 de diciembre de 2019

estamos fritos

"En teoría, la práctica es igual a la teoría; en la práctica, no."
Esta frase la leí hace mucho en algún lado y me quedó. Nadie está seguro de dónde viene, pero el registro más antiguo que se tiene parece ser de Benjamin Brewster en la edición de febrero de 1882 de "The Yale Literary Magazine". Como sea, es tan buena que poco importa el origen.
El tema es que a mí en particular me estimula a pensar en muchas situaciones sobre las diferencias entre teoría y práctica. Por ejemplo, se puede argumentar que la teoría es como cada uno de nosotros esperamos, pretendemos o hasta exigimos que nos traten; la práctica es cómo tratamos nosotros a los demás.
Otra situación donde esto viene a colación es en lo que se percibe como el nivel de desarrollo de los países. Escucho siempre a mis compatriotas despotricando por cómo en los "países en serio" la gente hace esto o aquello, o pasa tal cosa o se hace tal otra, como si los genes de las personas que viven en esos países les confirieran poderes especiales. No parecen entender que un alemán, un japonés o un sueco también tiene dos piernas, dos brazos, una cabeza... en principio son indistinguibles de un argentino. No tiran la basura en el tacho correspondiente porque ellos pueden y nosotros no, ni evitan parar el auto en una senda peatonal porque en Alemania, Japón o Suecia esté prohibido y en Argentina no. Sorprendentemente, las leyes en esos países y en Argentina son muy, muy similares.
Suponiendo (pero sé que no es el caso) que la mayoría de los que leen esto son argentinos, casi que me dan ganas de dejar el tema como tarea para el hogar y develar el misterio en una semana o algo así. La razón, entonces, por el que un país es desarrollado no es que la economía esté mejor, que haya menos desempleo o que un televisor de LCD de 85" cueste menos. La razón por la que los países desarrollados lo son es lamentablemente simple: siguen las reglas. Dicho en otras palabras: la teoría y la práctica se solapan mucho más que en Argentina. Hay una correlación entre ambas y se conocen las ventajas de respetar las reglas. En Argentina no solamente se desconocen (a veces, a niveles muy altos) sino que hasta se cultiva en el imaginario popular el famoso concepto de "las reglas están para romperse". Trágica idiotez que cualquier mente curiosa y con una mínima capacidad de observación y análisis puede superar simplemente mirando alrededor suyo y probando qué pasa poniendo en práctica uno u otro sistema. Ignorar, conscientemente o no, una regla no significa cagarse en la tinta y el papel en la que está escrita, o en el que la escribió; significa jorobar a alguien. Porque justamente para eso están las reglas: para posibilitar la convivencia.
¿Por qué se vive mejor en Suecia: porque es Suecia, o porque ahí hacen las cosas los suecos a su manera, o sea, siguiendo las reglas? Si agarramos hoy a los 9 millones de suecos y los ponemos en BsAs, y sacamos a todos los argentinos de BsAs y los ponemos en Suecia: ¿a dónde nos mudaríamos los marplatenses dentro de 3 meses?... o 3 semanas. Más tarea para el hogar.
Para no depender tanto de subjetivismos personales, la teoría requiere instituciones que determinen las reglas, instituciones fuertes que tengas sus propios mecanismos de funcionamiento y control interno para resistir ataques individuales, e incluso alguno coordinado, desde adentro mismo. Alguien lo entendió hace algún tiempo y se le ocurrió el sistema de división de poderes para implementar un gobierno, los famosos poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Así, cuando a alguno se le suben los humos, los otros dos pueden pegarle un chancletazo en la nuca.
Lamentablemente, en Argentina eso tampoco funciona porque no hay cultura. Un cambio como el que se necesita para siquiera soñar con la calidad de vida de los suecos (no sus Volvos ni sus rutas, sino su seguridad institucional y todo lo que eso trae) es en el tema de cultura, que se adquiere tanto con educación como con ejemplo. Los que están arriba timoneando las instituciones no quieren, no pueden o no saben qué hacer, y eso se derrama hasta abajo del todo, a los policías que están en la calle controlando que se respete la Ley. Que la práctica se asemeje a la teoría. Dos ejemplos:
- en la Plaza Mitre de Mar del Plata hay un destacamento de la Policía Local, que tiene un cambio de turno a las 7 de la mañana. Todos los días a esa hora empiezan a venir autos y motos adentro de la plaza. Como muchísimas plazas en Argentina, esta tiene cuatro manzanas y las calles originales todavía están asfaltadas pero con barreras para que el tránsito no entre. En el caso de la Plaza Mitre, esas barreras se pueden abrir, y la que queda más cerca del destacamento está permanentemente abierta y es la que usan estos señores para entrar y salir. Hasta ahí ya es irritante, porque no solamente entran patrulleros (es difícil decirle a un policía que no transite con su patrullero por algún lugar) sino también los vehículos particulares de estos policías, que no pueden hacer el esfuerzo de caminar los 50 m desde la avenida, donde hay 70 lugares libres para estacionar a esa hora, y estacionan en la plaza; he visto 11 autos estacionados al mismo tiempo. Pero el gran premio se lo llevan un par que llegan en motito todos los días sin casco, espejos, patente, escape o perfil en las ruedas, y con el arma reglamentaria colgando de la cintura, cruzando la diagonal de la plaza a 40 km/h por donde pasea la gente con perros y juegan los chicos.
- caminando de vuelta a mi casa, llego a la esquina y no puedo cruzar. Motivo: un semáforo calle abajo está en rojo y los autos hacen cola, tan pegados que no se puede pasar entre ellos, y con uno en especial cruzado completamente sobre la senda peatonal. Cuando me acerco veo que es un policía, en su auto particular. Cuando le pregunto qué hace ahí me trata como basura y me amenaza. Cuando saco el teléfono para sacarle una foto a su patente, empieza a filmarme con su celular haciendo comentarios que avergonzarían a una criatura de 4 años. Me acerqué para que pudiera tener un buen primer plano, y vi que no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Casi que pasa a ser anecdótico que se tapó con la mano la insignia con el nombre.
Esa gente se supone que son policías, la última línea de defensa para que la práctica no se lleve puesta a la teoría.

viernes, 20 de diciembre de 2019

así de mucho

Mi cerebro es muy bueno para crear y para ver analogías o relaciones entre cosas aparentemente sin relación entre sí. Pero a veces se me pasan cosas que, en retrospectiva, una vez que las veo no puedo evitar preguntarme cómo es que no me di cuenta antes.
Una de estas situaciones me pasó la semana pasada cuando le expliqué a la novia de un amigo el porqué de un cierto comportamiento de él. Esto fue hace diez días, y sin embargo recién esta mañana creo que le encontré respuesta a una pregunta que venía cascoteándome la existencia desde hace 2 décadas: ¿por qué me separo de mis novias?
El asunto empezó cuando esta chica se quejaba de que el novio está muy obsesionado con el dinero. Y tiene razón. Lo conozco desde hace mucho y ese siempre fue un tema central en su personalidad. Todo lo mide en función de su precio, sin poder distinguirlo de su valor. Nos pasa a todos en mayor o menor medida, pero lo de él es extremo. La explicación es fácil: al no tener un buen criterio sobre lo que determina el valor de las cosas, lo que nos queda es mirar las métricas, lo que podemos comparar objetivamente. El problema surge de que no tenemos un criterio subjetivo (correcto o no, no interesa) en el que confiamos y al que podemos remitirnos para preguntarnos qué es lo que nos gusta, más allá de lo que opinen otros, lo práctico que sea o lo que cueste. Esta falta de conexión con nuestros propios gustos surge muchas veces por haber pasado tiempos de un sufrimiento tal que la única forma de superarlos fue desconectarnos de nuestros sentimientos. El problema es que uno no puede apagar los sentimientos en forma selectiva; no hay un panel de control sectorizado que nos permita no sentir lo malo y seguir disfrutando lo bueno. O apagamos el sistema (o aunque sea lo anestesiamos), o sentimos todo: las alegrías y los bajones. Al usar ese interruptor uno deja de sentirse mal, pero también deja de sentirse bien. Y es muy fácil y normal olvidarse de que existe ese mecanismo. Sin siquiera darnos cuenta la vida se torna gris, sin blancos ni negros, y la única forma en la que podemos sopesar las opciones es recurriendo a esas métricas que mencioné antes: metros cuadrados, kilos, precio. Pero de si nos gusta o no, ni hablar. Y no sabemos cómo preguntarle a nuestro interior si algo nos llama intuitiva, subjetiva y emocionalmente, aunque sea más caro, menos útil, que ocupe más lugar o lo que sea.
Novia, entonces. Sobrevivida la etapa inicial de la novedad, la sorpresa, el cuchi cuchi, la dopamina y todo eso, el enamoramiento da lugar a sentimientos verdaderos como el amor y su oxitocina, la fidelidad, la generosidad y alguna otra cosa. Y es ahí donde mi cerebro entra en acción con todos los pedos posibles y, como ya pasó la etapa de las sensaciones, me enfrento al abismo vacío de sentimientos. No sé si es que no siento, o si siento pero no logro escuchar a mi corazón, pero el tema es que no logro discernir lo que quiero. Mi corazón es como un miembro totalmente silencioso o hasta ausente en esas reuniones de directorio que tengo internamente para tomar decisiones. Los sentimientos no son parte de lo que me empuja en una u otra dirección, así que termino decidiendo con la cabeza. No digo que esto no tenga ventajas, pero hay no pocas ocasiones en que hacen falta otros puntos de vista, y simplemente no los tengo. Ergo, dejé de sentirme (en el sentido de tener sensaciones) bien con alguien y simplemente no le vi más caso a seguir con ella.
Sí soy lo suficientemente inteligente como para saber que las pocas métricas que hay para "evaluar" a una mujer no son lo importante: belleza física, dinero, posición social, you name it. Pero no es lo mismo saber qué no es importante, que saber qué sí lo es, o cómo me siento al respecto. Mi corazón, en esas instancias, no contesta los mensajes, se le quedó sin batería el teléfono, salió a almorzar, se fue de vacaciones, se mudó a otro país.
Perro, curiosamente, me produce amor. Siento amor por él, no hay dudas, y se lo agradezco enormemente. Se lo agradezco tanto que me duele físicamente no poder hacérselo saber, así que hago todo lo que puedo por él, incluyendo salir a pasear con él en lugar de dejarlo en casa e irme a andar en moto. Así de mucho lo quiero.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Sofía

A los 19, cuando uno elige meterse a estudiar ingeniería, además de elegir la carrera profesional está haciendo un voto de castidad comparable a enclaustrarse en los monasterios de Meteora, en el norte de Grecia. No solamente hay pocas mujeres, sino que también son, en su mayoría, feas. Y sabemos lo que pasa cuando hay mucha demanda y poca oferta... Aquellos que no nacimos dispuestos a ceder nuestra dignidad a nuestras hormonas no tenemos gran éxito reproductivo. Como dijo un amigo: estamos condenados a la extinción. El aislamiento en que nos sumergimos mina además nuestra autoestima, hasta el punto en que creemos tener la respuesta a la pregunta de si hay algo defectuoso con uno.
El otro lado de la moneda, por suerte, es espectacular: cuando una fémina nos obsequia dos miserables segundos de su atención, el día se transforma en navidad, año nuevo y cumpleaños, todo junto. Y ni hablar si te dedica una sonrisa.
Te hace querer ser mejor. Tu mejor versión, si es posible.
Dan ganas de lavarte los dientes más seguido, comer más fruta y menos chocolate.
Te inspira a usar la escalera en lugar del ascensor, a ver lo bueno en la gente y a querer levantarte a la mañana.
Te abre los poros del alma.

Les presento a Sofía.

El efecto es más potente cuando uno, además de haber conocido a una tonta, una inerte y una desquiciada, ya hace rato (2 años, si preguntan) que no siente que le gusta a alguien, aunque sea un poquito.
El sábado a la noche saqué a pasear a Perro a la plaza y había varias personas con sus perros, y a medida que se hacía más de noche finalmente me quedé hablando con ella. De perros, mind you, pero en realidad tengo que reconocer que yo hablaba de cualquier cosa que me permitiera seguir viendo su sonrisa. No me acuerdo que haya pasado nada más en los 15 minutos que hablamos. Ni siquiera me acuerdo de que Perro haya estado ahí, o su bulldog francés negro de 4 meses, o si nevaba o si se estrelló un A380 al lado nuestro. Sé que nuestros perros ahí estaban... pero no tengo ningún recuerdo de eso.
Y ya está, eso es todo. No pasó nada más, no intercambiamos teléfono, nada. No hizo falta y tampoco sobró nada, pero desde ahora voy a ir todas las veces que pueda a la plaza a la misma hora para ver si la veo otra vez.
Hay un aspecto ineludible que no puedo dejar de mencionar: es joven. Y eso me obliga a decir algo, en un patético pero honesto intento de buscar la empatía del que lea esto. Cuando uno sale de una relación necesita un tiempo solo, un período de duelo, si se quiere. Después viene el período de crecimiento personal, donde uno retoma sus hábitos en soledad y busca reposicionarse en la vida. Cuando uno logra llegar al punto donde puede disfrutar de esto, ahí empieza lo difícil: volver al mercado, salir a buscar a la siguiente persona. Volver a abrirse y arriesgarse a darse contra la pared. Así que uno se pone selectivo; no quiere repetir malas experiencias. Pero el tiempo pasa y el amor nos elude, y empezamos a bajar las exigencias: menos linda, menos inteligente, más joven, más vieja, que viva más lejos, que tenga hijos, que vea demasiada televisión, y un millón de etcéteras que cada uno sabrá.
Sofía, decía, es joven. Recién terminó abogacía, así que no creo que pase de los 30. ¿Me da vergüenza? Un poco. Pero 2 años de soledad, y en la situación en la que me encuentro, me hacen muy dispuesto a aguantármela. Mejor eso a que fume, que tenga hijos o que viva en El Calafate.
Mientras escribía esto pensaba: ¿y si conozco a alguien más y lee esto? O el solo hecho de escribirlo y dejarlo acá, que es un poco una falta de respeto... No interesa, porque no es tanto esta Sofía lo que importa sino el sentimiento que me provoca (Sofía, Pepita o Fulanita) que se me haya acercado para decirme algo de un poco más de calibre que "hola, ¿quiere papas fritas con su hamburguesa?". Aunque esta no sea nada, me recuerda que todavía estoy vivo y que hay alguien ahí afuera que podría quererme y aceptar pasar tiempo conmigo. Ya es mucho.

jueves, 5 de diciembre de 2019

F menos 5 días

No puedo evitar sentir una pequeña molestia por haber caído en ese círculo de quejas de las últimas veces que escribí, en los últimos... 40 años. No es que vaya a ponerme a describir el color de los globos de cumpleaños en un intento de compensar, pero sí voy a hacer el esfuerzo por despejar la cabeza de algunas cosas negativas, y supongo que eso se va a reflejar acá. Sin forzar las cosas, pero con un poco de dirección, timoneo. El maldito libro escrito con crayones podría... tener... razón. Auchi.
La explicación para esto es bastante evidente: a riesgo de sonar arrogante, el hecho es que además de observador soy inteligente, y peor todavía, nostálgico. Revolvé bien y... depresión. Oh, well. Criticar es inevitable; es como un grito en voz baja para hacer catarsis de todo lo que acumulo de tanto observar. Las cosas están mal por dentro y supongo que para no hablar de eso hablo de las que están mal por fuera. No sé, estoy divagando, pero así al tuntún me resulta razonable.
En fin, lo que voy a tratar de hacer es algo que intenté en Alemania y me dio resultado limitado y solamente por un tiempo, pero ayudó a pasar el rato, aunque en retrospectiva sospecho que fue lo que terminó dictando mi salida barra escape barra huida de ese agujero. Consiste en tratar de ignorar lo que pasa alrededor de mí, hacer la vista gorda, dejar pasar las cosas. Concentrarme más en el momento y no tanto en lo que se deriva a largo plazo. Sin embargo...
Hace un par de días alguien me tiró el auto encima. Yo iba a pie cruzando la calle, y el animal que venía de mi izquierda miró si venían autos de su izquierda (mi frente) para doblar a su derecha, sin fijarse en peatones. Casi me lleva puesto a mí y, por supuesto, a Perro. Coincidente y lamentablemente para el animal, llovía, o sea que yo tenía mi paraguas en la mano. Un paraguas precioso, con el tubo principal hecho de fibra de carbono, que me quedó de mi feliz paso por la Fórmula 1 junto con otros souvenirs. Resultado: paraguas 3, auto 0. Catarsis.
Pero no me quejo, no, no. Sigo caminando y llego a otra esquina, esta vez una avenida. Semáforo en rojo para mí. Espero. Viene una moto de reparto por la avenida y otra por la calle por donde yo iba. La de mi calle pasa el semáforo en rojo, la de la avenida dobla a la izquierda. Casi chocan. Lamentablemente Darwin estaba distraído. Sin caer en Schadenfreude, hubiera sido más catarsis.
Extraño la fotografía, lo que me lleva a reconocer que Perro a veces me coarta. Tengo a quién dejárselo, o podría llevarlo conmigo, pero hacer fotos es una disciplina parecida a escribir, donde uno tiene que tener los jugos creativos ya corriendo, y para eso se necesita cierto preámbulo que un pastor australiano... me río solo. Incluso cuando quiero salir con la moto me doy cuenta de que disfruto más el tiempo con Perro en el auto o caminando por ahí, y desisto y salgo a pasear con él. Es una droga. A veces me frustra, creo que más por mis propias expectativas que porque él haga algo "mal", pero las satisfacciones son 1000 veces las frustraciones. Y cuando sí junto suficientes ganas de salir solo y lo dejo con alguien, a la hora de haberlo dejado empiezo a extrañarlo y a planear la vuelta y a reírme pensando en el escándalo que va a hacer cuando nos veamos de nuevo, y en acariciarlo y sacarlo a la plaza. Es mi cocaína, mi oxitocina, mi serotonina... y a baldazos.
Pero hay algo profundamente necesario en andar en moto o en hacer fotografía. Mi mente es una tormenta constante y esas dos actividades requieren concentración, o el resultado es una cagada, en sus diferentes acepciones. Conseguir una imagen que cosquillee el alma a quien la observe requiere perfección técnica pero más que nada intimidad, apreciación, composición, luz, y un equipo que permita plasmar lo que uno ve, no tanto con el ojo, sino con el alma. Para lo demás están los celulares. Andar en moto es una actividad de riesgo donde la mejor estrategia es poner toda la atención en lo que uno está haciendo. Ese nivel de compenetración con lo que uno hace solamente se consigue si uno se saca todo lo otro de la cabeza, aunque sea momentáneamente. Hay un libro/película que se llama "La mujer del viajero en el tiempo", donde el protagonista tiene un defecto genético que hace que viaje en el tiempo incontrolablemente, y le cuenta a su esposa que durante el sexo todo se alinea en su cabeza y los saltos temporales no suceden. Esa tormenta en mi cabeza que mencionaba antes se tranquiliza, y el efecto es duradero. Me bajo de la moto y me siento feliz, relajado, realizado. Como cuando logro producir una buena imagen. Por el contrario, la vida diaria, el lidiar con la estupidez de la gente, las agresiones, las injusticias, las frustraciones... solamente avivan la tormenta, y aunque no existe el paraíso, sí es real que esas dos actividades que tanto me sirven necesitan de cierto contexto donde practicarse, y los riesgos de salir a la calle con una cámara o una moto cara, y los motivos para fotografiar o las rutas donde andar juegan un papel primario. Argentina, así como está, no me convence. Y lo que se viene es mucho peor.

jueves, 21 de noviembre de 2019

una veta de optimismo

Un astrónomo en coma alcohólico seguramente podría corregirme, pero la tierra se desplaza por el espacio a un promedio de 29,8 km/s, lo que significa que, al momento de escribir esto (faltan 3 horas para el momento exacto de mi cumpleaños), estoy a unos 322 000 km de llegar al punto donde nací hace mucho, mucho tiempo.
Estoy leyendo un libro que es muy parecido a uno que leí cuando estaba deprimido. Aquel libro era denso, escrito por y para una mente científica que se apoya exclusivamente en las pruebas empíricas y razonamientos lógicos para sacar conclusiones, y buscaba echar luz sobre un tema como mínimo escabroso. Estaba escrito con un lenguaje no siempre accesible para el público general, y mucho menos para el que no sufrió de depresión, en carne propia o en la de alguien cercano. El libro que estoy leyendo ahora viene a ser la versión hecha con crayones de colores para nenes de cuatro años, pero la mayoría de las enseñanzas están contenidas en el anterior. Este libro quizás es más onda wishful thinking, apoyado en la experiencia limitada pero bien intencionada de las autoras. Como tal, en algunas partes hace generalizaciones o proclamas que no tienen sustento ni aplicación práctica, pero como un reloj descompuesto, la pegan. Bastante, incluso. Entre las cosas que dice es que si uno quiere tener quién lo escuche (o lea, en este caso) hay que tratar de no quejarse. Y les creo. Aunque sea intuitivamente, pero también por experiencia.
Sin embargo, y en contra del consejo aceptado, no puedo evitar quejarme de lo que está pasando. Agarrate Catalina.

Como nunca es tarde para tomar decisiones con un criterio pobre, acá estoy, deseando que la nena de 18 años de la mesa de al lado en el café donde estoy sentado levante la mirada y caiga perdidamente enamorada de mí. ¿Por qué? Porque me siento solo. Siento ganas de ir a Bayrischzell y sacarle chispas a los testigos de los pedalines de mi moto, y que no quede un mm de banda de rodadura sin usar en la cubierta de atrás. Quiero ver tele sintiendo el perfume del shampoo de la mujer que aprecie y capture mi corazón y no terminar de ver la película porque terminamos en la cama. Y quiero que se extinga el peronismo.
Mucha gente está aliviada de que la oposición no haya perdido por tanto margen. Eso es lamentable. Es como aliviarse de romperse una sola pierna. Un minuto antes tenías ambas piernas sanas... ¿por qué te vas a alegrar ahora, que te rompiste una: porque no te rompiste dos? No seas imbécil.
Incluso si Macri o cualquier otra opción no peronista hubiera ganado, digamos, con el 50% contra un 40% para el peronismo, todavía significa que el 40% de la población confía en una ladrona y un payaso que hacen caridad con plata ajena, que se creen por encima de la Ley y que se chupan la sangre de su mentado (y alimentado) pueblo. Y cuando digo "alimentado" no me refiero a que le dan de comer, si no que hacen lo posible para que se reproduzcan, ya sea empobreciendo a más gente o haciendo que los que ya son pobres tengan cada vez más hijos, y así asegurarse un stock inacabable de votos que le de un aire de legitimidad a su perpetuo enquistamiento en el poder. Si una cosa se me hizo clara en los últimos 14 meses, es la capacidad semi-nula ("semi" en el mejor de los casos) de análisis de las personas a las que no se les enseñó a pensar y prefieren delegar esa pesada tarea a los chantapufis de turno en el partido empeñado en cuidar a los pobres. En cuidar que los haya... muchos... cada vez más.
Extrapolemos todavía más allá. En Alemania el partido Nazi está proscripto, y su reencarnación actual se llama AfD, Alternative für Deutschland, Alternativa para Alemania. Lindo eufemismo. En el 2013 este partido tenía un porcentaje de votos del 4,7% a nivel nacional. Demasiado. ¿Y en el 2017? El 12,6%, y las últimas encuestas, de noviembre de este año, lo estiman en el 14% como mínimo. O sea que 1 de cada 7 alemanes es nazi. Eso es para preocuparse. El 14%. Y acá en Argentina hay una banda, los peronistas, que tienen el 50%. Aunque hubiera ganado Mafalda las elecciones con el 90% de los votos, y los peronistas tuvieran solamente el 10% restante, eso todavía sería para preocuparse, porque indica que 1 de cada 10 argentinos no puede analizar las cuestiones más básicas de la vida civilizada y establecer relaciones de causa-efecto. O responsabilidad.
Pero no sacaron el 10%, sacaron el 50%, y la gente suspira de alivio porque la oposición sacó algo más de votos de lo esperado. ¿Están drogados?

Me quiero ir.
Todavía no abrí todo mi equipaje y me quiero ir.

Porque tampoco hay que vilificar a los que están en la otra vereda de lo que uno piensa y creer que los del mismo lado están ahí como resultado de un análisis profundo y objetivo de todos los factores. Como un reloj descompuesto que da la hora correcta dos veces al día, en esta vereda hay gente que no vota a los peronistas no porque entienda lo que son y lo que hacen, sino porque creen que el gobierno actual (t menos 19, y contando) sabe lo que hace. Pues si lo saben, por qué siguen, pregunto yo. Y si no lo saben, por lo menos tienen la excusa de ser incompetentes, pero es tiempo de dar un paso al costado y pasarle las riendas a alguien con más potencial. Un canario, por ejemplo. O un toldo.

¿Qué puedo escribir que sea positivo? ¿Cómo puedo participar del juego de no ahuyentar lectores a base de escribir algo más apetecible y digerible? Se vienen tiempos oscuros, donde las instituciones, en lugar de fortalecerse, a los efectos prácticos van a disolverse. Como la policía hoy en día, el Poder Judicial probablemente quede a la altura de un inspector de tránsito municipal. Y no de los que van a trabajar todos los días. Y el Poder Legislativo va a tener como Presidenta (porque de Presidente no tiene nada, ni la etiqueta) a una desquiciada, una enferma de poder y riqueza, sin una sombra de valores compatibles con la función pública.
Todavía puedo darme el lujo de escribir estas cosas. A ver cuánto dura.

jueves, 14 de noviembre de 2019

Te quiero

Mario Benedetti

Tus manos son mi caricia, mis acordes cotidianos.
Te quiero porque tus manos trabajan por la justicia.

Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo,
y en la calle codo a codo somos mucho más que dos,
somos mucho más que dos.

Tus ojos son mi conjuro contra la mala jornada.
Te quiero por tu mirada que mira y siembra futuro.

Tu boca, que es tuya y mía, tu boca no se equivoca.
Te quiero porque tu boca sabe gritar rebeldía.

Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo,
y en la calle codo a codo somos mucho más que dos,
somos mucho más que dos.

Y por tu rostro sincero, y tu paso vagabundo,
y tu llanto por el mundo, porque sos pueblo te quiero.

Y porque amor no es aureola ni cándida moraleja.
Y porque somos pareja que sabe que no está sola.

Te quiero en mi paraíso, es decir, que en mi país
la gente viva feliz aunque no tenga permiso.

Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo somos mucho más que dos,
somos mucho más que dos.



Qué suerte los que no sientan ganas de llorar cuando escuchan esta canción.

miércoles, 23 de octubre de 2019

bajar la mirada

Perro, depende cómo lo mire, me hace sonreír, me provoca ternura, amor o frustración y rabia. Y vergüenza.
Es como me habían dicho que iba a ser: un ser fiel hasta donde no lo merezco. Sabe un montón de comandos y palabras y reacciona a cada molécula de mi cuerpo que muevo. Lee lo que voy a hacer y se acomoda para tratar de no molestarme. Me sigue a todas partes sin poder perderme de vista y me mira con adoración. Me cuida cuando estoy enfermo, me mima cuando estoy mal. Me sonría siempre. Es lo mejor que me ha pasado. Soy lo peor que podía pasarle.
Sé que eso último no es tan así, pero dentro de cierto "segmento" de posibles candidatos a amos sí es verdad. Soy severo, impaciente, explosivo, rencoroso y con menos pulgas que él, que no tiene ninguna. Me avergüenza lo que soy, y él, con su bondad incondicional, me lo hace más evidente. Porque cuando uno tiene una cierta naturaleza solamente puede, con suerte, aspirar a aprender a comportarse en público domarla, refinarla. Y ese proceso lo acepto totalmente y estoy 25 horas al día esforzándome por mejorar, pero lo cierto es que el enojo que llevo dentro no es algo fácil de canalizar. Así que cuando perro hace cualquier cosa que no se ajusta a mis expectativas, la válvula se abre y exploto como una criatura de 3 años que los padres no le compraron exactamente el juguete que quería, del color que lo quería. Él, con toda su paciencia y amor, baja las orejas, intenta todo lo que le viene a la mente para conformarme, se siente, se hecha en el piso, se queda quieto (duro, congelado) y baja la mirada, que es la forma de los perros de someterse. Todavía más, si cupiera. Los pastores australianos tienen un instinto mucho más fuerte que otras razas para querer complacer a su amo, y cuando yo empiezo con mis berrinches estoy apretando ahí donde más le duele. No lo hago de malo ni con saña, y tampoco lo hago con él en particular: es mi forma de explotar. Y mientras más complaciente es la persona que me frustra (o en este caso, Perro), más lugar me da a explayar mi idiotez.
Retrocediendo un poco y tratando de tomar perspectiva, en realidad no soy tan terrible, y hay algo que Perro y yo tenemos a nuestro favor y es el amor verdadero que siento por él y que, junto con mi no tan chota forma de ser, hace que lo trate muy bien a pesar de lo estricto que soy. Incluso más: viendo a otros dueños, a veces me doy cuenta de que se podría decir que hasta soy "blandito". Veo gente gritarle a sus perros, o pegarles (con diferentes grados de violencia, desde un toque hasta un palazo), encerrarlos, no sé... varias cosas en las que no me gusta pensar así que no voy a extenderme. Pero el asunto es que cuando lo contrasto con lo que yo hago, puedo decir que llevo bastante bien a mis demonios internos, y logro que Perro reciba apenas un extracto de todo lo que corre bajo la superficie.
Y sin embargo...
A veces se manda macanas. Es un perro, no un robot, y un perro joven, energético, alegre y curioso. A veces, entonces, un correctivo en forma de reto o incluso "golpearlo" con el dedo es lo que hay que hacer. Los perros, por mucho que los humanicemos, requieren su alfa y no pedagogía. O mejor dicho: a veces un alfa es exactamente la pedagogía que necesitan. Siempre repito que hay dos y sólo dos situaciones donde no me la juego: cuando come algo del piso (afuera) y cuando baja a la calle. Cero tolerancia, porque en las dos se juega la vida, y en el mejor de las casos puede ser una muerte rápida. Pero a pesar de todas las razones que puedan surgir, todos los atenuantes que pueda argumentar, el hecho es que después de cada ocasión que le pego un reto siempre me quedo muy pero muy mal. Me siento una basura. Siento que aflora lo peor de mí y que no merezco tenerlo, ni su cariño, ni su paciencia, ni su compañía. Y después de unos minutos, cuando supera el miedo a mis reacciones y vuelve a acercarse, lo hace como pidiendo disculpas, haciéndose cargo del 100% de mi berrinche, sin entender que una gran parte de lo que ve no es por algo que hizo él, sino por algo que ya estaba ahí dentro de mí y él solamente tuvo la mala suerte de pisar la baldosa equivocada, a lo Indiana Jones en el Templo de la Perdición. Me mira con timidez y yo siento que no lo merezco, que tengo que bajar la mirada. Y él recibe mi caricia como si hubiera llegado de la calle durante una tormenta helada y mi mano fuera la ducha de agua calentita. Se frota y se regodea y se le nota cómo se recarga de mí, como si se le evaporara el miedo a que yo no lo acepte por lo terriblemente malo que fue y la decepción que me provocó.
No tiene idea de cuánto lo quiero ni de cuánto lo admiro. Hay días en que hasta rabia me da verlo tan dulce y resiliente, con esa alegría imbuida, siempre dispuesto a seguirme a donde sea, a la hora que sea. No sabe el buen ejemplo que es y la influencia que tiene en mí. Sé que nota (porque se ve en su comportamiento y en la confianza que me tiene) que voy aprendiendo a domar mi agresividad y mi furia y sabe que no le haría daño, incluso cuando le pego un grito para que venga. Pienso en cómo era cuando recién llegó a mi vida y era un desastre, una bomba siempre a punto de explotar. Ahora, 18 meses y medio después, soy un bombonazo, un ejemplo de madurez y serenidad; pero en mi interior me veo como un Balrog que se acaba de dar cuenta de que le chocaron el auto que había dejado estacionado. Es difícil vivir así con uno mismo si esa es la imagen que se percibe. El viejo adagio de que uno es su peor enemigo adopta una nueva dimensión.
Ayer terminé de ver una película que desconocía completamente: Anon. La empecé a mirar porque estaba Clive Owen, que me parece espectacular, pero me quedé con una frase que dicen en algún momento: uno cierra los ojos para rezar, llorar, besar, soñar... y quebrar la ley. Yo agregaría: y para acariciar al perro.

jueves, 17 de octubre de 2019

un poder

Como tantas cosas, después de casi 12 años y más de 300 entradas en este blog seguro que ya mencioné esto, pero no me puedo aguantar darle otra vuelta de rosca o mirarlo desde un ángulo diferente. En cualquier caso, al ser una etapa (muy) distinta de mi vida, seguro que no voy a repetir contenido.
El tema es elegir un superpoder, tipo superhéroe o extraterrestre recontra avanzado. No valen cosas que ya sean posibles como ser rico, o tener un avión propio o matar a alguien sin consecuencias, sino cosas imposibles: fuerza sobre-humana, visión de rayos X, supervelocidad, cosas así. Uno puede divagar un rato, hacer una lista, comparar ventajas, etc., pero cualquiera que pueda masticar chicle y caminar al mismo tiempo se da cuenta de que el asunto se reduce a dos posibilidades: hacerse invisible o poder volar. Y yo hace años que llegué a esta bifurcación pero todavía no pude decantarme por uno u otro, como no pude jamás contestar la pregunta de un amigo: tetas o culo. Las dos opciones me gustan, las dos son muy aprovechables.
Generalmente tiendo a la invisibilidad, y la explicación es simple: el poder de volar tiene dos ventajas fundamentales, que son disfrutar del vuelo en sí y llegar a lugares (puntas de edificios, puentes y esas cosas, como hace el Hombre Araña o el John de Alex Pettyfer en I Am Number Four). Lo de volar lo reemplazo hasta cierto punto andando en moto, y lo de llegar a lugares lo reemplazo con Lufthansa y compañía, por más patética y cara que sea esa opción comparada con tener el poder en sí. En cambio, si pudiera volverme invisible a voluntad podría lograr acceso a lugares donde de otra forma no entraría, incluidos aviones que van a donde yo quiero.
Últimamente me di cuenta de algo: si pudiera hacerme invisible no seguiría a una chica que me atrae hasta la ducha o esos lugares con los que típicamente se fantasearía. Más bien me gustaría mirarla cuando escucha música, o cuando lee un libro, o cuando llora. Cuando escribe una carta (no un e-mail o un mensaje en el teléfono) o cuando recibe una; cómo la abre, se toma su tiempo para desplegarla y se acomoda para leerla, cómo la recorre con los ojos, la relee, cómo respira o suspira. La observaría cuando escucha música y se pone a cocinar. La escucharía cuando habla sola, prestando atención a las inflexiones de la voz y el ritmo y no tanto a las palabras... como si hablara en algún idioma desconocido.
Hace unos días escuché que las cosas se hacen para llenar vacíos, y mientras más inútiles (coleccionar estampillas) y dolorosas (correr maratones), más grande el vacío. Sé que es un poco enfermizo andar elucubrando si uno preferiría poder hacerse invisible o volar, como es masoquista hacer una lista de cosas que uno haría si se ganara la lotería. Pero creo que todos alguna vez lo hicimos y, aunque no lo haga menos patético, sí lo hace más aceptable. Creo.
Mi vacío hoy es muy grande, más de lo que esperaba. Mi país es un chiste malo, un Estado con sus instituciones degradadas a tal punto que a los efectos formales compite con Sierra Leona. Estoy sin pareja, lo cual duele más de lo que puedo y quiero soportar saludablemente a largo plazo. La práctica de mis aficiones (fotografía, motociclismo) se ve coartada por cuestiones de falencias en la infraestructura vial y la educación sobre su uso, el atractivo geográfico y la seguridad. Tres de estas cuatro cosas son muy fáciles de solucionar, pero hace falta la iniciativa de arriba. En algún punto, algunos días, simplemente no tengo ganas de ir contra la corriente. Uno termina poniéndose esas anteojeras a lo caballo de lechero, se ocupa de sus cosas, contemporiza con lo que lo rodea y navega entre la desidia (otra vez la palabrita) para que lo afecte lo menos posible y poder seguir con su vida. Eso es rendirse, resignándose y abandonando la construcción de un futuro más digno y valioso; cambiando el vivir por el durar y transcurrir. Mi problema fundamental es que ya vi ese futuro y sé de sus ventajas y de los sacrificios que implica, y la relación costo/beneficio es ridículamente buena como para ignorarla. El tema es: ¿cómo convencer al resto? La invisibilidad no ayuda, y volar, menos.

domingo, 29 de septiembre de 2019

te amo el 87,2% de totalmente

Hoy salía de casa para pasear a Perro y en la puerta del edificio había un viejito, chiquitito él, con cara de perdido. Estaba mirando fijo la puerta de entrada y no sabía muy bien qué hacer. Cuando abrí para salir me preguntó si estaba el doctor atendiendo, pensando que ahí había un consultorio, supongo. Le expliqué que era un edificio de viviendas y nada más, así que me agradeció, se disculpó y me preguntó si no sabía dónde podía ser que había un doctor. Para frustración de ambos tuve que decirle que no, que no sé. Le sugerí preguntar en la oficina de un sindicato en la esquina, pero más no pude hacer por él.
Empecé a caminar y me sentí muy triste, y en pocos metros entendí por qué: estaba solo el viejito. Estaba bastante cachuzo y, sobre todo, a pesar de estar bien conservado, era bastante viejo. Y se tuvo que ir solo al médico. Quién sabe si su esposa estaba en casa o si era viudo, o si nunca se casó. Si no tiene familia, o a nadie que se haga cargo de él ahora que aparentemente empieza ese declinamiento que nos vuelve dependientes de alguien, como cuando éramos chicos.
Como en la escena en el tren con el James Bond de Daniel Craig y la Vesper Lynd de Eva Green, mi primer pensamiento a modo de explicación, y lo que me puso triste, fue el pensar que este hombre estaba solo con su miseria, sin alguien con quien compartir su vida, y el ir al médico en esa circunstancia es simplemente otro de los síntomas de algo más triste y perenne. Ese miedo me acompaña constantemente desde que llegué a Mar del Plata. Ver la dimensión del vacío cultural, mental y ético que tienen las mujeres en particular (pensando en pareja) y las personas en general (pensando en sociedad) acá es dantesco.
Me voy a morir solo, y lo que es peor, voy a pasar los últimos años de mi vida solo. Ya está sucediendo. Mi tolerancia a la estupidez es monumentalmente inexistente y eso demanda mucha introspección de la gente que quiere relacionarme conmigo. Repelo a los que me rodean, o los fascino; casi no hay término medio. No es que las prefiera, pero sin dudas tolero más a las personas malas que a las estúpidas. A las personas malas uno puede tomarles una bronca legítima y no pedir disculpas; con los estúpidos, ineptos, vagos mentales y demás yerbas la sociedad de las últimas décadas empezó a cultivar el todo vale, viva la diversidad, lo importante es competir y dar lo mejor de vos. Porque así es como llegamos a la luna, inventamos el corazón artificial y la vacuna contra la polio. No.
Voy, entonces, no solamente a morir solo sino a vivir solo. Perro amortigua la caída pero la sensación de vacío sigue estando, ahora muy bien acompañada por la sensación de frustración y desenamoramiento hacia mi tierra, la que me vio nacer y crecer. Una de cada dos personas que pasan caminando frente al bar donde desayuno a veces cree que es mejor poner su destino en manos de un ladrón (circunstancialmente, y muy parcialmente, ladrona, porque ella no es ni siquiera la punta del témpano) que de un incapaz, revelando un desconocimiento total de las leyes de la probabilidad: con incapaces tenemos el 90% de probabilidades de irnos a la mierda, con ladrones el 100%, como ha sido demostrado más allá de cualquier necesidad de explicación. Y sin embargo, al hablar con la gran mayoría de ese 47,78% que forman el cóctel de ignorantes y ladrones, ya a los pocos segundos de iniciada la conversación uno siente la necesidad de ir a comprar una hojita de papel y una caja de crayones de colores. Y un martillo, pero eso lo digo en vos bajita y admitiendo que son prácticamente inimputables.
Me doy pena, y eso me da tristeza. Es la peor clase de pena. Y aunque pudiera sacudirme la nostalgia y mirar hacia adelante, por lo que sea que pueda esgrimir como explicación, la cosa es que estoy desesperanzado y sin un objetivo claro. Y cuando uno no sabe a dónde va no hay viento que sople en la dirección correcta. Dicen que un verdadero guerrero no lucha por odio a los que tiene enfrente, sino por amor a los que tiene detrás. Pero yo casi no tengo familia, obviamente no tengo hogar, y tampoco tengo trabajo. Faltando esos tres pilares, tengo a veces y en forma muy coartada la posibilidad de andar en moto, hablar con mi perro y sacar alguna foto. Pulgar para arriba.
Siempre, incluso en lo peor de la depresión, dije que amaba la vida totalmente, y eso me salvó muchas veces de un suicidio bastante serio. Ahora no estoy tan convencido.

domingo, 8 de septiembre de 2019

364 días

El 5 de septiembre del año pasado, a esta hora (eran las 9 de la noche en Fráncfort) estaba posando mi agotado culo en alguno de los 7268 asientos de clase turista que lleva un 747 de Lufthansa. Una hora antes despaché a Perro. Unas horas antes de eso me retiré del hotel, no diciéndole "adiós" a Alemania. Dos días antes alquilaba un auto en Múnich, donde cargué 3 valijas enormes y mi equipaje de mano con todas las cosas que no podía o no quería arriesgarme a que fueran a parar al fondo del mar. Un par de días antes cerré la puerta del contenedor y firmé la planilla con el detalle de 202 bultos (auto, moto, muebles, cajas, escoba...).
No despegamos. Un inversor de empuje en un motor de nuestro 747 no daba la señal de bloqueo, y la reparación duraría unas horas. Como por regulaciones de polución acústica FRA deja de funcionar a las 10 de la noche, nos bajaron a todos, me devolvieron a Perro, nos metieron en taxis y nos alojaron en un hotel hasta el día siguiente. Alemania se resistía.
No matter, me fui. Con un día de retraso pero me fui. Me hubiera ido a pie hasta Bélgica y tomado un avión de ahí.
Desde entonces estoy con la construcción de las cabañas, llevando la depresión lo mejor que puedo, buscando amor, re-humanizándome, y tratando de sobrellevar y revertir la estafa en la que caí al comprar el departamento en el centro de Mar del Plata para vivir. Aburrido no estoy.
Pero soy un año más viejo. Me miro al espejo y estoy relativamente Tageslichttauglich: potable a la luz del día. Considerando que no hago otro ejercicio físico fuera de hacerme cargo de un pastor australiano, lo cual no es poco, no tengo sobrepeso ni rollos ni nada. No tomo alcohol, mucho menos cerveza, y tampoco fumo o como frituras todo el tiempo. Las (muchas) veces que estoy con el hígado a la miseria es más por estrés que por comer porquerías.
Pero el tiempo avanza, los colectivos pasan luces rojas, los metatarsianos se rompen, la frustración golpea paredes contra mis nudillos. Haciendo un pequeño recuento, top to bottom: veo menos, mucho menos, de cerca, y un poco menos de lejos; los dos hombros, pero sobre todo el derecho, fueron vapuleados tremendamente cuando me pegó el colectivo y me cuesta a veces siquiera levantar un brazo; el codo derecho tiene su operación (cortesía de un caballo que fue en una dirección y yo, por esa obstinación de las leyes de la física, en otra), con tornillos de titanio incluidos, y hace ruido y duele cuando extiendo el antebrazo o lo torsiono; la muñeca izquierda está resentida por la caída a paso de hombre que tuve con la moto el año pasado en La Spezia; tuve una operación enorme en la columna cuando era chico y, además de limitarme mecánicamente, a veces me provoca dolores increíbles; el pie derecho apenas admite peso, torsión y flexión. Ese es el estado de mi cuerpo después de 45 años de no poco uso y aventuras. Practicar natación, como cualquier otra cosa que me demande meter la mano en mis reservas de fuerza de voluntad, está condenada a quedarse en buenas intenciones, promesas incumplidas, cosas que "debería hacer".
Pero lo físico es apenas una indicación de cómo estoy mentalmente. Ayer miraba una película irrelevante a primera vista, The Lucky One, y a mitad de la cosa me puse a llorar. No es que ET se estaba muriendo o le encajaron una 7,62 a la mamá de Bambi; simplemente el conflicto interno de uno y otro personaje en la película me hizo demasiada resonancia con lo que vengo acumulando, con la combinación de soledad, depresión y frustración que se me enquistaron en la vida a tal punto que me duele vivirla. Es como nadar en dulce de leche. Económicamente estoy bien si uno solamente ve lo que tengo y lo que gasto, pero no si uno saca una cuenta muy somera de lo que quisiera hacer con mi vida. No me refiero a comprar cosas lujosas, ni siquiera medianamente caras, pero sí a ir a Italia a tratar de aplacar un poco este síndrome de abstinencia que me está matando y que solamente un par de semanas en moto me van a calmar. En el contexto socio-económico argentino parecerá una expectativa muy alta, pero no olvidemos que hace un par de años estaba ganando 4 veces más de lo que acá siquiera estarían dispuestos a pagar. Es por eso y por la poca energía que tengo para encarar nuevos proyectos que me cuesta ser optimista, sumado a la nada despreciable cuestión de la mentalidad estúpida y lisa y llanamente equivocada de los argentinos de hacer las cosas como a cada uno de ellos les parece, en lugar de prestar atención a las reglas, que no son más que un compendio destilado de sabiduría acumulada donde cada letra tiene un porqué. Una pena dar la espalda a conocimientos que a otros les costó enormemente adquirir y registrar para beneficio de los que venimos atrás.
Lo de la soledad, creo, tiñe todo de un gris triste, y como es un tema tan presente me está afectando mucho. No tengo ninguna actividad en mi día a día en la que entre en contacto con un grupo de mujeres de mi edad, con cierto cerebro y un poco de cultura, y ni hablar de que me atraigan físicamente. Se ve que es mucho pedir. Pero no quiero seguir así. No quiero. No me gusta. Y no me interesa. Si me vine hasta acá y renuncié a lo que renuncié fue para empezar a construirme un futuro que incluya amor. Realmente esa es la puta esencia de la decisión más grande que tomé en mi vida, y probablemente también de otras decisiones de las que ni me acuerdo. Y si antes de dar semejante paso estudié lo que estudié y trabajé lo que trabajé, fue para ahora disfrutar de cierta estabilidad y comodidad, no de la perspectiva de ser testigo de cómo vuelve la cleptocracia y el populismo dictatorial.
Empecé a escribir esto hace 3 días, cuando habían pasado 364 días del frustrado intento de despegue de FRA. Hoy hace 366 días que aterricé en Argentina y Perro cumple 19 meses: velita y siete doceavos. Pobre bicho, me parece que se va a tener que comer otras 16 horas en la panza de un 747.

sábado, 17 de agosto de 2019

blanco sobre negro

Hoy cumplí 549 meses, y hace exactamente 169 años murió el General San Martín en Bulogne-sur-Mer, en el noroeste de Francia. Estuve ahí hace un par de años; hay una estatua hermosa sobre la avenida que recorre la franja costera y una de las dos únicas estatuas en toda Francia dedicadas a la libertad, donde el prócer está por encima. También existe todavía la casa donde nuestro prócer vivió por dos años hasta su muerte en 1850, que fue comprada por nuestro gobierno en 1926 y desde 1928 conservada por un empleado de la Embajada Argentina en Francia a modo de cuidador de faro, aunque con un poco más de comodidades.
San Martín también tiene una estatua en mi ciudad, Mar del Plata, en el medio de la Plaza... ¿cómo no?... San Martín. Es una estatua enorme y se lo ve al hombre con capa al viento, oteando al noreste, como si extrañara la Europa donde se fogueó como soldado, pero también vigilando, por si a algún otro imperialista se le ocurriera siquiera pensar en intentarlo de nuevo.
San Martín se fue del país en 1824 para nunca más volver, salvo por el intento truncado de 1826 para asistir a Rivadavia en la guerra con Brasil. En aquel entonces, en Argentina no existía el edificio del Congreso que hoy conocemos, que recién se comenzó a construir en 1896. Apenas hubo un edificio previo a ese, encargado por Mitre en 1862 e inaugurado en 1864, mucho más modesto que el que vemos hoy en día. Tampoco existían los semáforos, Tinder o el peronismo. Los caballos no se taraban con feisbuc mientras esperaban que volviera a bajar un puente levadizo, y cuando un chico tenía un berrinche se solucionaba sin traumas. Los perros comían sobras y un resfrío mataba millones.
Uno puede leer libros sobre la época, retroceder en el tiempo con la mente y comparar el ahora y el antes, lo cual lleva inevitablemente a una pregunta que ya mencioné hace unos días: ¿cómo le explico? Si San Martín, que hizo lo que hizo y logró lo que logró, se levantara de la su lugar de descanso y en todo su derecho nos demandara explicaciones, cómo mierda le justificamos que nosotros hicimos los hicimos, logramos lo que logramos, y votamos a los que votamos.
El presidente actual no es santo de mi devoción ni mucho menos; aunque estuviera en coma alcohólico me sobrarían facultades para darme cuenta de que la está errando con la política económica. En un mundo ideal, con opciones válidas, él ni siquiera aparecería en el radar de mi intención de voto; pero en el contexto político argentino 2019 es lo que queda en el cedazo. Votar a cualquier otro es allanarle el camino a un futuro muy, muy triste, donde la mitad de los argentinos se ven tocando el bombo con una mano y tendiendo la otra, cual pichones esperando que mamá vuelva al nido con la comida en el pico. El tema es que la comida no es infinita, ni sale de la nada, ni se hace sola. Yo traje comida: tengo un capital y lo quiero invertir, quiero hacer algo, quiero ponerlo a trabajar, y eso deriva directamente en trabajo para los que ponen el músculo. Pero ellos apagaron (les apagaron) el cerebro, votaron a quien votaron, y ahora yo vendo lo que hice y me voy. O por lo menos es la idea.
Los que vienen odian a la gente que lee, odian a los que tienen capital porque no los pueden arrear. Libros no. Y si hay libros, que hablen de cómo una frustrada actriz resentida podía completar un partido de golf en 16 tiros y otras maravillas, cuyo único punto de comparación hoy en día es un impresentable enquistado en Corea del Norte. Para arrear se necesita a alguien que arree, perros que hagan el trabajo sucio, y seres de inteligencia bovina que opten por seguirlos, de cuyas filas se destilan los mejores perros y que a su vez cuidan que su buen pastor siga en su puesto. El peronismo engendra pobreza, y la pobreza engendra peronismo.
En la construcción que estoy haciendo tengo un primer oficial que no terminó la primaria y obviamente trabaja desde muy joven. Se cuenta, muy lamentablemente, entre las hordas de chicos que crecieron en plena cleptocracia y como recibió algunos beneficios la vota, pero con la suerte de haber tenido a alguien que le enseñó a hacer buen uso de sus no pocas habilidades. Ama lo que hace y tiene una ética de trabajo impresionante, y se nota en los resultados. Hemos estado hablando varias semanas sobre los candidatos y la situación argentina y nuestras diferencias, desde el respeto y la apertura mutua. Creo que los dos aprendemos mucho del otro; es una experiencia excelente y, por lo menos de mi parte, muy necesitada.
En nuestras charlas hemos cruzado información que va desde el me-cago-en-cuándo-cumple-años-la-compañera-Santa-Evita hasta Macri-es-un-gato, cosa que hasta ahora no encontré quién me explique el porqué de la analogía En algunos tramos de nuestras charlas nos trabamos en detalles que, en mi experiencia, son inútiles, como la cantidad de planes de un gobierno u otro, y la famosa causa de los cuadernos. Cuando todo está dicho y hecho, mi propuesta (si tuviera los fondos, por supuesto) es la siguiente: llevarlo a 10 países de los tantos que estuve, algunos con partidos populistas (ni hablar personalistas) en el poder, y el resto con otra clase de gobiernos, sin decirle cuál es cuál. Al final del viaje, preguntarle en cuáles le gustaría vivir, y comparar con los gobiernos a cargo. Todos sabemos el resultado. Sin embargo, uno no es de una u otra religión, del calibre o naturaleza que sea, por ponerse a razonar honestamente sobre las cosas, por seguir la evidencia, nos lleve a donde nos lleve. De hecho, en el caso de las religiones es simplemente fe, que es creer en algo sin evidencia; en el caso de los gobiernos es mucho peor: es necedad, que es creer en algo en contra de la evidencia.
Analicemos el populismo. Hay pocas cosas demostradas en el campo de la macroeconomía y la política: en casos de crisis la mitad de los "expertos" recomiendan austeridad, la otra mitad aumentar el gasto. Y ese es solamente un ejemplo, y nada irrelevante. Pero entre las pocas cosas que sí se saben es que el populismo es nocivo. Ignorar esto es lisa y llanamente necedad. Es negar la realidad a la vista de prueba en contrario. Nadie a aparecido con una prueba de que no existe tal o cual dios, pero la prueba de que el peronismo es la versión argentina de algo muy malo le salta a la cara a cualquiera que sin prejuicios mire de cerca el tema. Ergo, los argumentos, la lógica o el sentido común son tan útiles para cambiar las opiniones de sus adeptos como un martillo hidráulico lo es para pintar La Gioconda.
En inglés, cuando uno quiere dejar algo en claro dice black on white, negro sobre blanco, igual que en alemán schwarz auf weiß. En castellano es blanco sobre negro. Como sea, cuando alguien no quiere encontrar la verdad sino encontrarse en la verdad, no importa en qué color se presenten los argumentos. Cualquier discusión constructiva se hace inviable.
Hay un dicho que dice que el esclavo no sueña con ser libre, sueña con ser amo. En otra época habrá sido literalmente válido; hoy en día es un anacronismo que debería dejarse en los anales de la infamia junto con el patriarcado y demás estupideces que hemos tenido en la adolescencia de nuestra civilización. Dejémonos de joder y empecemos a progresar.

viernes, 2 de agosto de 2019

opción

Esta mañana, a las 5:02 en punto, estaba mirando el techo de mi pieza. Sin verlo, por supuesto; demasiado obscuro. Primer pensamiento del día: $15 400.
Ayer salí a dar una vuelta con Perro con la idea de sentarme en un café y leer un libro, pero cuando estaba a una cuadra pasó uno en bicicleta que resultó ser un conocido, así que nos fuimos juntos a tomar algo y charlar, y el libro quedó en el bolsillo. Mientras este chico me explicaba que gana unos decentes 15 000 pesos por un trabajo de 30 horas a la semana (de lunes a viernes, 6 horas por día) cocinando en un centro de día para ancianos, pasó una amiga suya que salió de trabajar, y nos contó que está trabajando en negro en una pizzería que abrió hace poco, 12 horas por día, horario partido, 6 días a la semana (72 horas por semana), y gana 15 430 pesos al mes. Son 600 pesos por día, que equivalen a 50 pesos la hora. Un euro.
Un euro.
¿Por qué?
Ahora mismo, mientras escribo, estoy tan asombrado que me cuesta seguir con las oraciones. Hay que ser un hijo de puta mayúsculo para pagar eso. Sacando las 8 horas que está durmiendo, compran las tres cuartas partes de la vida de una persona por migajas, evaden impuestos y condenan a ese empleado explotado a estar sin seguro de salud ni jubilación, pero te venden una pizza unipersonal por 370 pesos. Y me quita el sueño a mí, porque seguro que el degenerado que tomó esa decisión duerme fenómeno.
Profundizando un poco más, equivale a que si esa posición requiriera la carga horaria usual de 8 horas, 5 días a la semana, el sueldo sería de 8570 pesos. En economía eso se denomina "miseria". 400 pesos al día: una pizza.
Hijos de puta.
Si tiene que ir en colectivo al trabajo, horario partido, y suponiendo que con un colectivo por tramo se arregla, ahí se le van 100 pesos. Si quiere comer algo decente y nutritivo de almuerzo y cena, aunque sea hecho en casa, no necesita menos de 100 pesos por comida. O sea, con 100 pesos al día que le quedan, 5 días a la semana (2200 pesos por mes, o unos 45 euros) el dueño de esta pizzería espera que su empleada pueda vestirse, ir a la peluquería, pagar el alquiler, el gas, la luz, un seguro de salud y ahorrar para su jubilación. ¿Comprar un libro? ¿Ir al cine cada tanto? ¿Salir con una amiga a tomar un café un par de veces al mes?
Y por supuesto surge la pregunta: ¿por qué hay alguien trabajando en negro, a la vista de todo el mundo, a 200 metros de la municipalidad? ¿Los inspectores? Bien gracias, tomando mate, probablemente junto con los hijos de puta que tendrían que haber inspeccionado el edificio donde compré el departamento, que me lo cobraron como si estuviera hecho de californio (tarea para el hogar: ¿cuánto cuesta un gramo de californio?) y lo hicieron (mal) con cubiertas recicladas y sin respetar prácticamente ninguna normativa. Y ahí están los planos, en la municipalidad, sin que nadie haga algo.
Hijos de puta.
Los de la constructora, los inspectores, los jefes de los inspectores. Y los imbéciles de mis vecinos, que viven ahí hace 4 años y esperan que los problemas se evaporen, y nadie quiere ir a un abogado y pagar para accionar contra estos delincuentes de la constructora. En los pocos meses que llevo en el edificio ya puse en marcha una máquina con la que espero revertir la operación y hasta algún resarcimiento. No digan que no avisé. Me costó estrés, plata, tiempo y esfuerzo buscar a la gente apropiada, establecer relaciones, hacer averiguaciones y coordinar todo. Pero la "opción" de no hacer nada me iba a representar una pérdida económica 100 veces mayor y quedarme el resto de mi vida preguntándome si no debería haber hecho algo. O sea, "opción" las pelotas.
¿Qué más?...
Muchas, muchas veces me quedo pensando no solamente en lo hermoso que es Perro, sino también en el misterio de por qué me gusta, por qué me sigue gustando como me gusta a pesar de tenerlo hace ya 16 meses, por qué nunca logré que me guste una chica tanto salvo, quizás, Nadine; pero eso es trampa, porque al lado de ella Kate Beckinsale se ve como La Cosa de los 4 Fantásticos.
Así es que, después del tiempo que llevo disfrutando de la compañía y la locura de un pastor australiano, se me ocurrió algo. Yo tengo la teoría, muy arraigada en el rincón más profundo de mi cableado mental, de que a mí me tocaron un par de cartas bastante chotas para jugarle a la vida. No todas, tampoco es cuestión de prenderse a la moda de hacerse la víctima, pero algunas. 'Ta bien, tengo mi cerebro; pero esa carta juega para los dos lados. Como dijo Rabindranth Tagore: "una mente pura lógica es como una espada todo filo: lastima a quien la usa". Cuando me meto en este tema, el asunto que más fuerte me hace tic tic con el dedito en el hombro es el tema de no haber tenido padre, y lo que mis abuelos maternos hicieron con el material a su disposición cuando todavía no se había secado la tinta de la sentencia de divorcio. Uno trató de educarme como lo educaron a él, nacido cuando se hundió el Titanic. La otra concentró toda su miseria humana, y sin destilar ni diluir nos la metió por la garganta como si fuéramos ganso para foie gras. Sostuve y sostengo que fue más grande el daño que me provocó lo que me contaron que me hizo el ex-esposo de mi madre, que lo que él me hizo.
Escucho Time after time de Cindy Lauper y no logro pensar en nadie, no la asocio con ninguna persona. Amanece, y más que admirar los colores y sacar una linda foto, no puedo hacer otra cosa. Pero Perro me trae una dosis de belleza, interna y externa, que me es irreemplazable y no he logrado encontrar en otro lado, y a la que no puedo renunciar. Es esa botella fría que uno se apoya en el cuello antes de abrirla y tomársela en una tarde infernal de verano. Hoy por hoy es todo lo que tengo fuera de lo que se supone que tenga: techo, comida, y los pocos integrantes de mi familia, que me sobran los dedos de una mano para contarlos. Ni la moto puede darme alegrías en estas calles destruidas al punto de que estoy pensando en venderla por falta de oportunidades de usarla. La fotografía está en un camino intermedio, porque sacar semejante equipo y arriesgarme a que me lo roben me aterra, sin contar con que no estoy en Italia, donde hay, con varios órdenes de magnitud, más oportunidades fotográficas.
Me despierto cada día extrañando horriblemente el andar en moto por los Alpes. En el sopor del despertar, cuando el cerebro todavía no terminó de ponerse las pantuflas para salir de la cama, tengo esa oportunidad única en una cabeza como la mía, una rendija por donde puedo espiar y ver un destello de lo que llevo dentro, saber cómo me siento respecto a cosas de la vida: un lujo que a pesar de tanta terapia todavía se me escapa. Y extraño andar en moto en los Alpes. Extraño el orden, la limpieza, la puntualidad y un montón de cosas más cuyas ausencias se pueden sintetizar perfectamente en una palabra: desidia. Y es una enfermedad no solamente política sino absolutamente generalizada en todos los niveles. A nadie le importa nada, y no tienen idea de cómo hacerlo ni de lo que se pierden por no averiguarlo. Después de todo, nuestros políticos no crecen de un árbol especial, apartado del resto del jardín.
Podría seguir por días, y de hecho es lo que hice en esta entrada: escribir por días, buscando un par de momentos de paz para sentarme frente a la computadora y poner mis ideas en orden. Queda claro que si lo conseguí fue apenas. Pido las disculpas del caso.

jueves, 25 de julio de 2019

Fang Ji

Las argentinas siempre me resultaron frustrantes. A los hombres, las mujeres en general nos resultan frustrantes; pero las argentinas se llevan el premio. Para no entrar en una espiral de sermonear y despotricar, me voy a limitar a las diferencias que hacen a las argentinas especialmente estúpidas: son pasivas. Peor que pasivas, incluso: sabotean activamente su propia felicidad, sentándose a esperar que pase lo que desean, y cuando les cae encima servida en bandeja de plata le pegan un manotazo y miran para el otro lado. Y en los pocos casos en los que uno puede calificarlas de proactivas, esa palabra se convierte en un eufemismo para trolas baratas.
Tengo una vecina que me parece atractiva. El cuerpo permanece como una pequeña incógnita, pero la cara me resulta preciosa. Por algún motivo que no recuerdo, terminé en el departamento de ella compartiendo un par de mates y charlando lo más bien, aunque nada para alquilar balcones. De alguna manera logré repetir la experiencia, o algo similar. Y nada. Niente. Ni un puto mensaje contándome del sillón que quería comprarse o si logré hacer andar la calefacción; algo. Cero.
La veterinaria de mi perro es una chica de mi edad, con dos hijos, todo parece indicar que no tiene pareja. Fui varias veces, como cualquiera que tenga su primer perro, y charlamos algo. La semana pasada le comenté que me siento solo porque en mi situación se me complica conocer gente (mujeres en particular, pero eso quedó tan tácito como implícito). Para cuando volví a casa, tenía un mensaje de ella invitándome a una fiesta el sábado con amigos de ella. Bien, pensé, parece que encontré una. Pues resulta que o yo no sé aprovechar oportunidades, o no sé provocarlas. No me molesta que lo de la fiesta no haya resultado en nada con ella en particular, pero también hubo muy poca charla que valiera la pena. No solamente mi charla con alguien más, también la charla entre ellos; no tenía ni asomo de inteligencia. Chit-chat y poco más. Lo único positivo, si se quiere leer así, es que la veterinaria pasó de incógnita a yummy. A ver: no es un bombonazo, y tener mi edad o incluso más (no lo sé exactamente) obviamente no ayuda. Pero tiene lindos ojos, y me consta que es inteligente y dulce. Pero no logro despegar con la conversación. Seré yo, no sé.
Hay una chica de Tinder que me escribe, le escribo, nos escribimos. Nos pasamos el teléfono y nos escribimos más. Me pasó la cuenta de Instagram y se ve enseguida que es una mina profunda, sin boludeces superficiales. O sea, combinando esas dos cosas nos da que las boludeces que tenga son de naturaleza profunda. El asunto es que no pasamos de ahí. Me diste tu teléfono, me diste tu cuenta de Instagram, te paso una foto con mi perro: no te cuesta nada decir algo más que "qué lindo perro". ¿O pensás salir a tomar un café con el perro?
Como sea, parece que las minas de hoy en día te pueden mandar una foto en pelotas, creerse el centro del universo, argumentar "¡patriarcado!" cuando no les da la capacidad para estar a la altura de las circunstancias, pero no pueden decirle a un flaco "me gustás, ¿querés ir a tomar algo?" y tener una conversación relevante y fluida. Mostrar el culo, tilde verde. Mostrar el (o tener) cerebro, crucecita roja. Andá a cagar.


En definitiva, de la veterinaria lo único que saqué en limpio fue la bolsita en la que me devolvió el plato que usé para poner los brownies que llevé a la casa el sábado.
Es evidente que estoy haciendo algo mal, y la cagada radica en adivinar qué. ¿Estoy esperando algo que yo no estoy dispuesto a hacer? ¿Le pido peras al olmo? ¿Pretendo cosas que no debería? ¿O simplemente no soy potable para nadie? A mí me parecería que sí a todo eso, pero mi opinión no cuenta; no quiero tener una relación romántica conmigo sino con alguna veterinaria, vecina, whatever. Que sea linda, que tenga algo entre los oídos, que no abra las piernas por cualquier excusa. Tan simple, tan difícil.

viernes, 12 de julio de 2019

escupir o tragar

Sí, sí... estoy hablando de eso.
Cuando me fui a Suecia en 2002, además de varias sorpresas culturales que me sentaron de traste (transporte público eficiente, calles sin baches, respeto, puntualidad...) me encontré con gente de todo el mundo y tuve la oportunidad invaluable de intercambiar lo que en inglés le dicen world view, cosmovisión, creo. En particular, en mi clase éramos algo de 25 personas, de las cuales 2 eran mujeres (era una maestría en ingeniería) y había 22 nacionalidades: desde Bangladés hasta Islandia. Rusos, brasileros franceses, un par de suecos... un crisol de colores de piel y formas de sentarse a la mesa o estornudar. En algún momento aprendí a contar hasta 20 en unos doce idiomas, y también a decir gracias, perdón y por favor. Mi cerebro era una esponja, y yo estaba con los ojos bien abiertos, con un cincel en una mano y un martillo en la otra, haciendo moco las capas calcáreas de ignorancia (y los prejuicios asociados) de mi crianza en el culo del mundo donde queda Argentina.
Pero también me encontré con cosas que preferiría que no existieran. Sentado en Lejontrappan (la Escalera de los Leones) con un grupo de 6 o 7 que recién nos habíamos conocido y salimos a explorar la ciudad, un francés con una facha que ya le gustaría a George Clooney, nos explicaba que cuando él conocía una chica tenía una sola pregunta: ¿escupís o tragás?
Podría explayarme párrafos y párrafos sobre mi rechazo a semejante forma de vivir, pero a esta altura creo que está clara mi posición al respecto. Para los que les cuesta entender de lo que hablo, imagínense ser mujer, o tener una hija, hermana o el parentesco que sea, de 12 años y en camino a buscar pareja en el mediano plazo.
Hace unos días venía caminando con Perro y llegué a una esquina un poco particular de Mar del Plata porque coinciden tres calles: Rivadavia, Hipólito Yrigoyen y Diagonal Pueyrredón. El semáforo, de forma muy idiota, está después del cruce de la calle, en lugar de antes, como en Alemania; o sea que todos ven el color de la luz del otro. Eso hace, por ejemplo, que la gente estúpida (valga la redundancia) arranque cuando al otro le cambia la luz de verde a amarillo. Las motitos tienen esa puta costumbre. Por Yrigoyen estaban parados en primera línea un patrullero de la policía y un auto particular. La luz cambió a verde para los que venían por Diag. Pueyrredón, y el auto particular que estaba por Yrigoyen arrancó y cruzó. En rojo. Al lado de un patrullero, que increíblemente el que manejaba y su compañero no estaban ocupados con feisbuc o lo que sea. Yo, igual que otros peatones que empezábamos a cruzar Yrigoyen, nos quedamos duros. ¿Y los policías? Los miré. Me miraron. Se quedaron.
WTF?!
Sí, se quedaron donde estaban, con apenas un muy, muy ligero encogimiento de hombros. No sé, habré visto muchas películas, pero un servidor esperaba que encendieran la sirena y salieran a parar al infractor. Seguí soñando.
Pues seguiré soñando.
Será la fiebre de anoche, será el alcohol que no me tomé, pero de alguna manera no puedo dejar de ver la analogía entre lo que el franchute ese veía en las mujeres y lo que el Estado argentino ve en los ciudadanos: objetos de explotación. Nuestro Estado, desde hace décadas (por lo menos las que yo tengo de vida) planifica y ejecuta un esquema impositivo destinado a exfoliar a los ciudadanos honestos y trabajadores y les da la opción de tragar o escupir, pero que nos la mete, nos la mete, sin interesarle nuestros sueños, necesidades, talentos, potenciales o méritos. Esto incluye dejar pasar cosas en las que el estado tiene la obligación de fijarse e implementar los medios para evitar que pasen. Y en algunos casos no solamente no las evita, sino que las promueve, especialmente entre amigos, que en la política son, por su naturaleza, inherentemente de turno. Clientelismo, prebendarismo, acólitos o como se quiera llamar. "Hijos de puta" me viene a la mente, aunque no sé si no es demasiado elegante.
Triste, lenta y inexorablemente, mi cabecita juega con la idea de irme otra vez. No para ver el mundo, como en 2002, ni para abrirme la cabeza, o para ver otras bellezas. No. Para huir de esta locura autodestructiva en la que estamos están tan empecinados demasiados argentinos. El solo hecho de que la lista de candidatos para las próximas elecciones es tan difícil de distinguir de un diccionario médico es prueba de que estamos enfermos más allá de casi toda esperanza.
¿Qué me mantiene acá hoy? El amor. A mi Patria. A mi familia. A mis raíces. A mi hogar. Pero no es amor ciego, porque no estoy enamorado, no hay sexo, y hay muchas escenas dramáticas que no cuesta nada evitarlas, y sin embargo ahí están. Pinta para demasiado. Quisiera que más gente viera lo que yo vi: que no existen solamente las dos opciones de escupir o tragar. Uno puede también negarse a que se la metan. ¿Querés el privilegio de administrar mis impuestos y las riquezas del suelo que heredé? Ganátelo, HDMP.

sábado, 6 de julio de 2019

el día de la bandera

Hace un par de semanas fui a uno de esos eventos de los que habitualmente rehuyo: la jura de lealtad a la bandera. Me da asco, dolor y emoción ver cómo la gente susurra el himno, le falta el respecto al prójimo y todo, al final, me da lo mismo: tengo patria de nuevo.
El Himno Nacional Argentino es un compendio de las gansadas delirantes y grandilocuentes que se escribían en aquel entonces, no más ajustadas a la realidad que las que diría un hincha de fútbol exacerbado que clama que los hinchas de otro equipo son todos putos o algo así. Ejemplos:
- "Y los libres del mundo responden al gran pueblo argentino ¡salud!". ¿Seguro? ¿Cuáles libres? ¿Alguien le preguntó al resto del mundo qué pomo les importaba si nosotros seguíamos siendo colonia española o no? Porque más allá de las ramificaciones en el comercio, nadie perdió o ganó un minuto de sueño con el tema.
- "Sea eternos los laureles que supimos conseguir". Hubo, es cierto, una gesta, una cepa de argentinos y extranjeros que se arrogaron la independencia de Argentina como su responsabilidad e hicieron los esfuerzos y sacrificios que consideraron necesario. Ellos se merecen los laureles, aunque lo que menos tenían en mente en aquel momento era conseguirlos. Porque la sarta de tarados que vinimos atrás no, no los merecemos. Somos un ato de estúpidos que si no fuera por la combinación de paciencia e incompetencia del resto de las naciones, y una buena dosis de suerte, ya tendríamos que haber pasado a formar parte de otros países. Intentos hubo.
- "O juremos con gloria morir". Te propongo algo: vivir con gloria. Dejá que los demás mueran como quieran, nosotros tratemos de tener un poco más de decencia, respeto por los demás (las reglas, que para eso se hacen), cultura del trabajo y sentido de la responsabilidad.
No faltaron las gordas teñidas (de rubias, siempre de rubias) con uñas postizas parándose y tapándole la visual y todos los que estábamos detrás, con tal de filmar a su retoño, que gracias a sus esfuerzos parecía un híbrido entre el Ñoño y Corky. Y por las dudas de que algún fanático ridículo me acuse de algo, me refiero a lo gordo y malcriado del Ñoño y lo retrasado mental de Corky, pero sin trisomía 21. Un perfecto copito de nieve.
Tampoco faltó el retraso de 10 minutos en empezar el acto, ni los celulares sonando en el medio de la ceremonia. O las fallas organizativas.
Pero al final, como suele sucederle a las personas con mi pesimismo y amargura, a la defensiva y porque ven una vaca y lloran, el acto fue precioso y se me hizo un nudo en la garganta de la emoción. Lamentablemente, el balance fue negativo. O sería más justo decir: el balance es negativo, porque no se trata solamente del acto en sí, sino del paquete de cosas que estoy experimentando. Me está pasando lo que me dijo un chico en una situación parecida a la mía, que se vino después de 12 años afuera y puso una rotisería, y me decía que se "desenamoró" de Argentina. Lo entiendo. Y eso que a él le va absolutamente fantástico financieramente, y estimo que en lo personal también.
Basándose en cosas como las que ve en el acto en el colegio de mi sobrino, una cosa es ver cómo nos rapiña el bolsillo el gobierno (impuesto al cheque, a la transferencia, al débito, a la riqueza...), pero otra muy distinta y descorazonadora es también ver que si nos alzáramos, si dijéramos "basta", tendríamos como compañeros de batalla a esta manga de inútiles, inorganizables e irresponsables, en los cuales es casi imposible confiar en su capacidad y voluntad de hacer lo que se necesite, cuando se necesite.
Si le creo a mi profesora de italiano en Sicilia cuando hablaba de la imposibilidad de ejercer en Italia una actividad económica y vivir de ella atendiendo todas las obligaciones fiscales, Argentina tiene en la AFIP (Agencia Fagocitaria de Ingresos Privados) a su peor enemigo, por lo menos institucionalmente hablando. Peor que los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial con todas sus deficiencias e imperfecciones. A diferencia de lo que experimenté en Alemania, el Estado argentino ve al contribuyente como un sujeto de rapiñaje que debe financiar los caprichos de los políticos, los cuales están totalmente desarticulados del hecho que son simples administradores de esos fondos, no beneficiarios. Los beneficiarios son los que aportan a esos fondos, no los que los administran. Estos simplemente cobran un sueldo por su trabajo, al cual accedieron postulándose y compitiendo con otros por ese puesto. Nada ni nadie los obligó a tomar esa responsabilidad.
Pero ahí no termina el fenómeno. Son tan estúpidos que no solamente nos roban los frutos de nuestro trabajo, sino que canibalizan al contribuyente mismo privándolo de la capacidad de disponer de medios para reinvertir, expandir, generar más, lo cual agrandaría la torta de la cual robar. O sea, se llevaron los huevos de oro y van por la gallina. Y... no... lo... ven...

sábado, 22 de junio de 2019

tiempo al tiempo

Creo que cualquiera que haya oído hablar de ese aparato llamado "televisor", alguna vez vio (y recuerda, seguro) la película Groundhog Day, o su traducción "El día de la marmota". Cada vez que la veo, sin excepción, me agarra dolor de panza de tanto reírme cuando Phil (Bill Murray) descubre lo que está pasando y le importa todo un carajo, al extremo de ir con Rita (Andie MacDowell) a un café y de un bocado se zampa una porción entera de torta.
Pero Phil hace algo mucho mejor: decide aprovechar el tiempo para convertirse en su mejor versión. Después del período inicial en que se manda algunas macanas sabiendo que no tiene que lidiar con las consecuencias, aprende a tocar el piano, a bailar, a contar chistes, idiomas, lee libros... todo lo que significa cultivar el espíritu como ser humano. En la última etapa de su transformación, aprende a escuchar, a interesarse por los demás genuinamente, sin propósito ulterior, por el simple hecho de que los demás existen y están ahí, en su círculo de influencia. Sabe que él puede afectarlos para bien o para mal, y descansa en él la decisión. Ahí es cuando el periodista cínico y oportunista que llevaba a cuestas muere, y da paso a su verdadera esencia. The End. Luces. Ah... no... estábamos mirándola en la tele, no en el cine. Perdón, me exalté.
Es una de esas historias/películas/libros que, si uno prestó atención, no puede más que llevarlas siempre en algún pliegue del neocórtex y dejar que influyan en las decisiones, sean cotidianas, sean una-vez-en-la-vida. Mi día de la marmota fue, sin dudas, el fin del verano y principio de otoño de 2015 en Sicilia, cuando renuncié a mi trabajo en BMW.
Pero por más eternamente tentador que sea dejarme invadir por la nostalgia de esa página de mi historia, sobre lo que quería escribir hoy era el tema del tiempo.
Hay dos situaciones muy claramente definidas en las que me encuentro a veces y donde me gustaría tener la posibilidad de manipularlo: cuando veo una chica linda, y cuando entro a un lugar lleno de libros, sea librería, biblioteca o sótano, por decir algo.
De atrás para adelante, los libros son algo que me fascina. Me abducen de mi existencia y me sumergen en otra realidad, con otras reglas, recursos, personajes, geografía y qué sé yo cuántas cosas más. Me educan, me retrotraen, a veces, y me muestran posibilidades que no aprendí en su momento, o incluso las que en algún momento futuro me van a venir útiles. Enseñanzas de gente a la que ya le tocó vivir cosas que nos van a tocar a los que les seguimos, y que con gentileza y talento se tomaron el tiempo de plasmarlas en una historia. Pocas cosas son más humanas que eso. Y si uno vivió en Alemania lo suficiente (5 segundos) a base de abstinencia aprende a apreciar esos gestos.
El tiempo, entonces, es lo que más deseo cuando entro a uno de esos lugares llenos de libros y quisiera leerlos todos. Cuando cierro la página del último lo devuelvo a su estante, salgo a caminar con el amor de mi vida, cenamos, y me duermo para siempre.
La segunda situación en la que quisiera manipular el tiempo es, decía, cuando veo una chica linda. Se me pasó el cuarto de hora. Excedo en más de un par de años lo que las estadísticas indican que es la mitad de lo que voy a vivir. Tengo panza, tengo caídas (árboles, escaleras, caballos, motos) y tengo entradas en el cuero cabelludo, muy acorde a mis 45 años. Al contrario de lo que piensan las mujeres, que prefieren victimizarse antes que asumir su cuota de responsabilidad, los hombres no queremos salir con pendejas de 20 solamente por lo buenas que están. Los habrá, pero no es mi caso. Muchos hombres querrán voltearse alguna por esa razón, pero cuando hablo de salir con una me estoy refiriendo a cultivar una relación, a charlar, tomarse de las manos, hacerse cosquillas, besarse bajo la lluvia, dormir acurrucados, olerse el pelo, conversar por teléfono por horas cuando uno tuvo que viajar solo por trabajo, y tantos detalles que prefiero no esforzarme en evocar porque me duele, físicamente, no poder disfrutarlos. Porque una mujer de mi edad está resentida por no haber podido conseguir el príncipe que la mantenga y le diga que sí a todas sus ocurrencias y le cultive la bendita costumbre de no pensar.
Esa chica linda que mencionaba al principio del párrafo anterior es, estadísticamente, 20 años más joven y tiene cero interés en un fósil como yo. Y lo bien que hace si no quiere convertirse en enfermera geriátrica si algún camión no me estampa en la moto a tiempo. Amor, respeto y lealtad me sobran, pero cuando las veo siento que están del otro lado del alambrado, que no tengo derecho a mirarlas y mucho menos a codiciarlas. Finger weg! (¡sacá los dedos!), que eso no es para vos, no está en tus cartas, no te tocó. Mejor seguí caminando y mirando para abajo. Estoy parado afuera del salón, escucho la música, las risas y los brindis, pero tengo que seguir en mi puesto estacionando autos. Verano del '98, Mar del Plata, Hotel Costa Galana, víspera de año nuevo.
Cuando pienso en manipular el tiempo, pienso en volver al momento en que tenía menos años, no para tener más energía o menos arrugas o cosas así, sino para tener derecho a esperar encontrar una chica de esa edad con la que pueda enamorarme y que me inspire y hasta me guíe para convertirme en la mejor versión posible de mí mismo, y que a ella le pase todo eso mismo.
Me cago en las coincidencias. Estoy en una Fonte y pasan una versión acústica de For Ever Young.

domingo, 19 de mayo de 2019

11 182 km

No creo servir para vivir en sociedad. Por lo menos no en esta sociedad. Cosas con las que los demás aprenden a convivir de chiquitos, a mí me fastidian. Como cuando uno está en una primera cita con alguien que le gusta mucho, que la conocía de vista y por intercambiar alguna cortesía, y cuando estás cenando empezás a escuchar el ruido que hace cuando sorbe el agua o cuando chasquea la lengua para sacarse comida de entre los dientes. Todo lo demás está bien, por lo menos hasta donde podés ver en la media hora que por fin comparten sentados a la misma mesa después de orbitarla y seguirla hasta provocar ese encuentro "casual" que derivó en la tan ansiada salida. Y sin embargo...
Y mí eso me pasa con prácticamente todos. Parece un programa de esos comediantes observadores de lo cotidiano y que lo pueden llevar al extremo y al ridículo y con eso tejer humor. Rara vez logro hacer la vista gorda. And therein lies the rub.
Creo que ese enojo que tengo, esa amargura, hacen que me fije compulsivamente en las fallas de los demás y exacerbe el efecto que tienen en la imagen que construyo de ellas en mi cabeza. Soy implacable y lapidario. Pero también es miedo. Sin comparar, me surgió la idea el otro día mirando Good Will Hunting, donde Sean (Robin Williams), el terapeuta de Will (Matt Damon) le explicaba al profe de matemática (Stellan Skarsgård) que Will prefería abandonar a los demás antes de que los demás tuvieran oportunidad de abandonarlo a él. "Ataque preventivo", en la jerga militar estadounidense. Una enfermedad. Miedo a ser abandonado y miedo a ser rechazado. Uno no merece el amor de los demás, ni su respeto ni su admiración. Es horrible vivir así porque como el problema es interno, los demás no pueden ayudarnos. No existe caja en el mundo que sea lo suficientemente grande para guardar todos los halagos que necesitaríamos para combatir esa vocecita cómodamente instalada en un cuarto secreto y subterráneo de nuestra psique, con sus efectos metastatizados en cada área de nuestra vida. Buscamos aprobación externa para combatir la desaprobación interna. Como efecto colateral, pero casi tan importante como lo anterior, tendemos a juzgar a los demás con la misma falta de piedad, tolerancia y empatía.
Cuando conozco una persona que aguanta a otra a pesar de que tiene cosas que superan claramente la subjetividad de mi intolerancia, inmediatamente se me ocurren dos cosas: admiración y desconcierto. ¿Cómo hacen? No lo entiendo, pero me encantaría dominar ese arte. Sé de sobra que yo mismo sería el primer beneficiado. El principio ese de que rico no es el que más tiene sino el que menos le falta, se aplica también a lo que buscamos en las personas que nos rodean. Sin entrar en detalles, ni mi hermana ni mi cuñado son perfectos, pero ellos tienen uno de los matrimonios más felices que conozco. ¿Yo? Solo, apenas mi perro deja de lamerse los genitales para escucharme por 10 segundos y después vuelve a lo suyo.
Ahora que menciono a Perro, me doy cuenta que en realidad ya encaré ese camino, o por lo menos uno parecido. Resulta que cuando uno quiere que el perro haga algo y el cornudo se resiste, o cualquier otra situación en la que uno se enoja, el perro se da cuenta y no se acerca. Si uno pone una vocecita suave, el perro ve a través de la trampa y... no se acerca. Si uno está encabronado pero no piensa agarrársela con el perro porque sabe que no es su culpa y lo llama con la mejor onda... no se acerca. Recién cuando uno entiende que no hay por qué enojarse, y de hecho no se enoja... el HDMP, ahí sí, viene. Es un perro, pero no come vidrio. Lo que no he logrado es no encabronarme con la gente. De hecho, creo que hasta me puse peor. Es que estar en un país como Argentina y ver cómo lo tienen los argentinos... es difícil no encabronarse. Es difícil no ver el denominador común en cada estupidez que hacen. La desidia, la queja recreativa, la falta de sentido común... me sacan, y las veo prácticamente en todos lados y no puedo abstraerme de eso. Es como cuando uno por fin descula el llanto de un bebé y sabe cuándo quiere decir hambre, sueño o dolor. Nunca más es un llanto; es un mensaje y uno ya no puede ignorarlo.

Deseos de fin de año:
una novia/compañera/hembra
aprender los nombres de los árboles
un Estado que cumpla mínimamente su función
manejar la moto en Sicilia
vender el departamento

sábado, 11 de mayo de 2019

160 mil

No sé por qué el título. Sé que hace unos días tenía un significado muy relevante pero lo que sea que se me cruzó por la cabeza, se fue.
Tuve una semana pesadita, por decirlo delicadamente. Me encanta lo que estoy haciendo, pero me agota. Es extenuante saber que si uno busca precios puede ahorrar una montaña de plata, pero aunque el riesgo de quedar agotado es grande, el incentivo también. O por lo menos si uno acepta que como seres humanos somos más o menos tacaños o alguna variación de eso, por el motivo que sea, justificado o miserable. Y efectivamente ahorro un montón, pero no me exime de quedar hecho pomada. Perro absorbe todo lo que me pasa y su estómago paga el pato, aunque sus buenas rascadas de pancita se liga en indemnización. La psicología perruna es casi tan simple como la de los hombres.
Esta semana pagué el impuesto al automotor del auto y de la moto. Por ambos pago más o menos lo mismo, unos ARS 15.000, que al cambio de hoy son €300. Y me puse a pensar.

Argentina Alemania
Superficie [km²] 2 780 400 357 168
Habitantes 44 271 000 82 790 000
Vehículos 13 901 000 47 356 000
Red vial [km] 231 374 644 480
Pavimentada [km] 115 000 644 480
Autopistas [km] 734 13.009

Esos son los datos. No voy a caer en obviedades que son nada más que excusas, como el hecho de que somos la mitad de gente en un lugar 8 veces más grande. Eso no importa en lo más mínimo. Lo que sí cuenta es cuánta gente contribuye, con el impuesto al automotor, a mantener los caminos pavimentados. Así que haciendo cuentitas, resulta que en Argentina hay 120,9 vehículos por km de camino pavimentado, mientras que en Alemania hay 73,5. Mi auto, un miserable VW Polo, en Alemania pagaba €80 por año de impuestos, pero en Argentina paga 4,5 veces más. Algo menos por la moto. Y no estoy hablando de vehículos similares o comparables, o del auto del amigo del primo de un conocido. No, no: el mío, el mismo. Ídem la moto.
¿Por qué?
o sé. Así que busqué pistas. Algo que podría explicar parte, aunque sea ínfima, de la diferencia es el hecho de que al ser un lugar tan grande, no es fácil hacer llegar los equipos hasta donde hacen falta. Pero eso es, repito, ínfimo. Y si tenemos en cuenta que en Alemania hay un parque automotor de 3,4 veces más grande que en Argentina, pero acá se cobra 4,5 veces más, resulta que tenemos un 30% más de presupuesto, no por km, ni por vehículo: un 30% más de dinero. ¡Para 5,6 veces menos km de pavimento!
El presupuesto de mantenimiento de la infraestructura vial de Argentina para el 2019 es de unos 20 mil millones de pesos, que al cambio equivalen a unos 500 millones de dólares. Eso debería servir para mantener 230 000 km de caminos, pavimentados o no, es decir, unos 2.000 u$d/km. Alemania planeó para este año 3500 millones de euros (casi 4000 millones de dólares) para sus 645 000 km, que equivalen a 6200 u$d/km. Resumiendo: en dinero, recaudamos un 30% más pero asignamos 8 veces menos, lo que resulta en 3 veces menos u$d/km.
Si las calles de Argentina estuvieran en el estado en que están en Alemania, nadie dudaría en iniciar una investigación a todo trapo y con todos los medios disponibles para determinar qué es lo que estamos haciendo "diferente" para semejante despilfarro de recursos. En los 15 años que estuve viviendo en ese agujero humano nunca vi un bache. Los baches, en Alemania, son como la polio: están en otro lado, son de otra cultura, otra geografía, otro sistema de vida, otra economía. Son de lugares donde vive gente que todavía practica agricultura con bueyes.
Pero las calles en Argentina no están como en Alemania, ni se construyen al mismo nivel. De hecho, creo no estar muy errado al decir que hay más baches en la cuadra donde yo vivo en Mar del Plata, que en mi adorada Bundesrepublik Deutschland.
El impuesto al automotor, la patente, como se lo llama a veces, es un impuesto que tiene como finalidad primaria el financiar los costos de infraestructura vial, por un lado, y en menor medida el de penalizar los efectos nocivos sobre el medio ambiente (emisiones), por otro. El desgaste y las necesidades de mantenimiento de una cinta asfáltica son proporcionales al cuadrado de la masa de un vehículo, y poco más. Con similar peso y potencia, un Mercedes Benz nuevo contamina algo de 50 veces menos que un Ford Falcon de 50 años de antigüedad, y sin embargo en Argentina paga 50 veces más patente. En Alemania, a pesar de no ser perfecto, se paga en función de la cilindrada. Digo "a pesar de no ser perfecto" porque ese sistema no tiene en cuenta la masa, y en su lugar asume que un motor más grande y seguramente más potente es necesario para un auto más pesado. Más relevante todavía, ignora la cantidad de km que uno usa el vehículo. Todo eso y más se le puede recriminar, pero es enormemente más justo y menos ridículo que usar el valor de plaza del auto, especulando con la esperanza de sacarle más al que más puede pagar. Eso es robo. Uno ya pagó más impuestos cuando adquirió el bien; no hay que seguir gravándolo ad eternum, como si en lugar de comprarlo lo hubiéramos alquilado.
Sin haber hecho un análisis profundo, me parece que lo más justo sería directa y simplemente gravar el combustible, teniendo en cuenta que en el consumo quedan comprendidas tres cosas: la masa, la potencia y los km de uso. Aunque el efecto de la primera sea cuadrático y el de las otras dos lineal, es una aproximación mucho más adecuada. Para ajustar la importancia de la masa podría usarse esta para el impuesto automotor en lugar del valor de mercado o la cilindrada, dejando el resto de los gravámenes directamente en el litro de combustible.
Retomando el tema de la construcción de las calles, llama la atención, aunque a esta altura no tanto como debería, la ruta 163 bautizada Néstor Kirchner. Según informa un artículo de infobae del 29 de septiembre de 2013, costó 723 000 u$d por km y se rompió a las 3 semanas de inaugurarse. En Alemania una ruta de esas características cuesta alrededor de los u$d 100 000 por km y, oh-sorpresa, las rutas alemanas no se rompen. La mano de obra en Alemania cuesta el triple, la maquinaria es moderna (o sea, cara), los materiales usados son mejores, los inviernos incluyen nieve y hielo (destructor principal de una capa asfáltica, más incluso que el uso mismo), hace falta más señalización y la tierra es muchísimo más cara. Y no hay peajes.

jueves, 25 de abril de 2019

pobreza de espíritu

Hay personas rotas. Yo, por ejemplo.
Hay personas que sonríen. No es que sonrían con la boca, es algo más sutil, como que las moléculas de aire a su alrededor sonríen. Como alrededor de Perro. Salvo por mis exabruptos (más y más esporádicos a medida que aprendo y crezco como ser humano) o el de algún perro malo, nadie le ha hecho daño. Él va por la vida no solamente sin haber visto el lado oscuro, sino incluso sin saber siquiera que algo así existe. Las pocas cosas que podrían haberle dejado una cicatriz en el alma las escupe como Wolverine escupe una bala, y antes de que llegué al suelo, la herida se cerró sin dejar rastros. Eso es resiliencia, algo de lo que yo tengo poco y nada.
Esos seres luminosos sonríen y son como un florerito angosto y alto con una única rosa en una habitación de hospital. No te curan, pero te hacen posible curarte, potencian todos los cuidados de médicos y enfermeros, te recuerdan que hay algo lindo allá afuera esperando que puedas salir y volver a disfrutarlo, y mientras tanto te traen belleza y ternura a la asepsia y esterilidad en la que tenemos que reposar mientras nos recuperamos.
En mi experiencia, o quizás como resultado de una proyección de mis gustos, la gran mayoría de la población de seres luminosos es femenina. Las mujeres tienen un pedo en la cabeza que, como el tigre que probó sangre humana, cuando la vida las hiere o las desatiende las hace irracionales, estúpidas, víctimas profesionales y otras gansadas. Pero cuando la vida les proporciona el ambiente que necesitan para florecer (valga la analogía), se vuelven todo lo que un hombre necesita y desea para encontrarle sentido a su vida: son suaves, sonrientes, delicadas y fuertes al mismo tiempo, zonzas y vivas, pícaras, compañeras, sanadoras, irritantes, estimulantes, desafiantes, misteriosas y transparentes, masoquísticamente complicadas y sensacionalmente simples. Te preguntan cómo les queda un vestido y se lo cambian independientemente de tu respuesta, saben dónde está el paquete de azúcar sin abrir y el cumpleaños de tu sobrino. Cantan mientras se hacen un té y por más buenas que estén, no ven intenciones sexuales en ningún hombre que les sonría. Son ajenas al efecto que producen y eso las hace más irritantes y atractivas. A mí, en lo personal, me dan ganas de darles un beso y un chirlo en la cola al mismo tiempo. Son seguras de sí mismas y le hablan de igual a igual a un hombre que pesa el doble que ellas, pero dudan estar lindas cuando se ponen un vestido negro que para hasta las mareas.
Cuando esas personas lloran es porque el universo no está funcionando; hay que dejar lo que uno está haciendo y ocuparse. Cuando alguien las molesta, tienen empatía y comprensión y la primera reacción es una sonrisa y ver cómo ayudar. ¿Yo? Al mejor estilo Terminator, mi opción número 1 es agresión. Estoy enojado, furioso, de hecho, y frustrado con la estupidez imperante en la forma en que la gente va por la vida. No me refiero a la estupidez de no saber algo (eso es ignorancia) sino a la falta de interés de llenar los blancos y de aprender lo que no sabemos, y el empeño en seguir sumergidos en el guiso de la arrogancia e ignorancia, dos rasgos que van siempre de la mano.
Estoy enojado. Nací fruto de una unión que no debió ser, y desde mi concepción escuché peleas, recriminaciones, gritos, portazos y desdeños. El alivio vino a los pocos años con el divorcio, pero mi abuela materna tomó la posta y le puso toda su dedicación a la tarea de no dejar trauma sin sembrar.
Estoy enojado con el mundo, del que aprendí a desconfiar.
Estoy enojado con mi país, que no tiene la culpa sino sus habitantes. El análisis político excede cualquier intención en este contexto, pero se puede resumir en pocas palabras, ninguna un halago: egoísmo, deshonestidad, incapacidad, estupidez, mezquindad, necedad, desaprensión, ceguera. Lo peor de lo peor está instalado en las esferas políticas alrededor del timón de uno de los mejores y más capaces barcos que existen en este planeta. Los resultados están a la vista. Le sacan las ganas de vivir al más pintado.
Estoy enojado con el destino. No tengo pareja y no sé de dónde ni cómo conseguir una. De hecho no quiero "una", quiero "la" novia. La necesito para florecer, siempre fue así. Tener una compañera me ayuda a enfocarme, a ver a través de la tormenta mental que tengo, siempre huracanado. El sexo, la complicidad, la sensación de pertenencia... me mantienen en el ojo de la tormenta que me acosa desde que tengo memoria. Y no me conformo con llenar el puesto de novia, evidentemente eso nunca me funcionó. Pero como con todo el resto de las cosas en la vida, uno tiene que arar con los bueyes que hay. Y a mí hasta ahora parece que no me sale. Ya lo dije: no es tanto lo mal que estoy, ni siquiera la falta de una luz al final del túnel. Es más bien el estar convenciéndome de que a mí no me toca. Y punto. Así me voy a quedar. Y así el futuro se me hace muy poco apetecedor. Muy, muy poco.
Soy un amargado, no sólo como adjetivo sino también como participio pasado. Una sombra de lo que podría ser, exactamente en las mismas circunstancias, si no fuera por la historia y cómo la viví y la vivo. Soy incapaz de lidiar con cosas que a los demás apenas les pica un minuto.
Perro, a veces, paga por mis falencias. Voy mejorando, no lo niego y me pone orgulloso de mí mismo y mi insistencia en no dejarme vencer por mis limitaciones, sino evolucionar y dejar atrás (o aunque sea relegar) lo que me plantaron en lo más profundo e incipiente de mi alma. Siquiera estar en este camino, haberme dado cuenta de lo que soy y de qué hacer al respecto, ya es un avance enorme y se lo debo exclusivamente a eso de bueno que a pesar de todo tengo en el núcleo. Voy a seguir escarbando hasta... no, no tengo una línea de llegada en vista. Voy a seguir mejorando.
Pero no creo ser el alma de la fiesta. Siempre pienso que si una chica quiere estar conmigo es porque está haciendo servicio comunitario. Flor de graffiti habrá pintado.