jueves, 25 de julio de 2019

Fang Ji

Las argentinas siempre me resultaron frustrantes. A los hombres, las mujeres en general nos resultan frustrantes; pero las argentinas se llevan el premio. Para no entrar en una espiral de sermonear y despotricar, me voy a limitar a las diferencias que hacen a las argentinas especialmente estúpidas: son pasivas. Peor que pasivas, incluso: sabotean activamente su propia felicidad, sentándose a esperar que pase lo que desean, y cuando les cae encima servida en bandeja de plata le pegan un manotazo y miran para el otro lado. Y en los pocos casos en los que uno puede calificarlas de proactivas, esa palabra se convierte en un eufemismo para trolas baratas.
Tengo una vecina que me parece atractiva. El cuerpo permanece como una pequeña incógnita, pero la cara me resulta preciosa. Por algún motivo que no recuerdo, terminé en el departamento de ella compartiendo un par de mates y charlando lo más bien, aunque nada para alquilar balcones. De alguna manera logré repetir la experiencia, o algo similar. Y nada. Niente. Ni un puto mensaje contándome del sillón que quería comprarse o si logré hacer andar la calefacción; algo. Cero.
La veterinaria de mi perro es una chica de mi edad, con dos hijos, todo parece indicar que no tiene pareja. Fui varias veces, como cualquiera que tenga su primer perro, y charlamos algo. La semana pasada le comenté que me siento solo porque en mi situación se me complica conocer gente (mujeres en particular, pero eso quedó tan tácito como implícito). Para cuando volví a casa, tenía un mensaje de ella invitándome a una fiesta el sábado con amigos de ella. Bien, pensé, parece que encontré una. Pues resulta que o yo no sé aprovechar oportunidades, o no sé provocarlas. No me molesta que lo de la fiesta no haya resultado en nada con ella en particular, pero también hubo muy poca charla que valiera la pena. No solamente mi charla con alguien más, también la charla entre ellos; no tenía ni asomo de inteligencia. Chit-chat y poco más. Lo único positivo, si se quiere leer así, es que la veterinaria pasó de incógnita a yummy. A ver: no es un bombonazo, y tener mi edad o incluso más (no lo sé exactamente) obviamente no ayuda. Pero tiene lindos ojos, y me consta que es inteligente y dulce. Pero no logro despegar con la conversación. Seré yo, no sé.
Hay una chica de Tinder que me escribe, le escribo, nos escribimos. Nos pasamos el teléfono y nos escribimos más. Me pasó la cuenta de Instagram y se ve enseguida que es una mina profunda, sin boludeces superficiales. O sea, combinando esas dos cosas nos da que las boludeces que tenga son de naturaleza profunda. El asunto es que no pasamos de ahí. Me diste tu teléfono, me diste tu cuenta de Instagram, te paso una foto con mi perro: no te cuesta nada decir algo más que "qué lindo perro". ¿O pensás salir a tomar un café con el perro?
Como sea, parece que las minas de hoy en día te pueden mandar una foto en pelotas, creerse el centro del universo, argumentar "¡patriarcado!" cuando no les da la capacidad para estar a la altura de las circunstancias, pero no pueden decirle a un flaco "me gustás, ¿querés ir a tomar algo?" y tener una conversación relevante y fluida. Mostrar el culo, tilde verde. Mostrar el (o tener) cerebro, crucecita roja. Andá a cagar.


En definitiva, de la veterinaria lo único que saqué en limpio fue la bolsita en la que me devolvió el plato que usé para poner los brownies que llevé a la casa el sábado.
Es evidente que estoy haciendo algo mal, y la cagada radica en adivinar qué. ¿Estoy esperando algo que yo no estoy dispuesto a hacer? ¿Le pido peras al olmo? ¿Pretendo cosas que no debería? ¿O simplemente no soy potable para nadie? A mí me parecería que sí a todo eso, pero mi opinión no cuenta; no quiero tener una relación romántica conmigo sino con alguna veterinaria, vecina, whatever. Que sea linda, que tenga algo entre los oídos, que no abra las piernas por cualquier excusa. Tan simple, tan difícil.

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