jueves, 31 de diciembre de 2020

apretando el embrague

Ayer quería dormir una siesta. El reglamento de consorcio del edificio donde vivo dice que entre las 2 y las 4 de la tarde es horario de descanso, o sea que no se pueden hacer ruidos. En general no deberían hacerse ruidos, pero en ese horario específico, como a la noche, es como más estricto.
Tengo una vecina que cuando tiene sexo gime bastante alto, lo suficiente como para escucharla desde mi dormitorio. Así que además de ponerse a contar plata adelante de los pobres, hace ruido. A veces incluso empieza a martillar la pared en común de las cabeceras de nuestras camas con la suya. O pone música alta, con las excusas más inverosímiles para un primate que camine erguido: desde "es mi cumpleaños", pasando por "hay ruido de la calle y si no no escucho, asique" (sic), hasta "quería oír música mientras me baño". Por qué no lo pensé antes. O directamente habla a los gritos con 10 amigos a las 2 de la mañana.
Pero tiene respaldo. Están las alarmas de los edificios, que suenan cuando un mosquito se tira un pedo en Madagascar. También están las alarmas de los autos, que se turnan para no taparse unas a otras, supongo, o para que el concierto dure más tiempo. También están los pitidos de las alarmas de los autos, que truenan cada vez que el retrasado mental del dueño la desactiva o la activa. No vaya a ser que se le lastime el cuellito de darse vuelta a mirar el auto si la alarma se activó. No, mejor hagamos quilombo, me-cago-en-el-prójimo.
Para no andar ahorrando ruiditos está también el camión de transporte de combustible que se para en la esquina con la baliza puesta, que la acompaña una chicharra. Ese camión viene de madrugada, ya sea a última hora de la noche o primera de la mañana. También están los que vienen al estacionamiento de al lado, que no pueden bajarse y tocar el timbre que le suena solamente al encargado en la garita: demasiado esfuerzo, hay que ahorrar calorías. Mejor quedarse calentito en el auto y tocar bocina 10 veces hasta que el pobre ñato se despierte. Y el vecindario.
Tenemos también los placeres de los ruidos que vomitan permanentemente las motos y sus (inexistentes) silenciadores; y si es durante el día, de nuevo los bocinazos, que están científicamente testeados y comprobados como disolventes de embotellamientos, ¿no?
Moraleja: Argentina quiere dormir, pero los argentinos no la dejan. Mientras tanto, en mi cabeza...
Le pedí a Doctora que no me hable de su pasado. Le expliqué lo mejor posible el porqué y la tempestad que podía desatar y creí que habíamos llegado a un entendimiento. Mmmmnno. Me habló de su pasado. Uno que la tomó de chonga allá lejos y hace tiempo, pero quedaron como amigos y ahora tiene novia y quiere pasar unos días en MdP. Y se supone que podemos salir los 4 a comer pizza. En mi cabeza se levantó una brisa.
Volví a explicarle, y creí que ahí sí, que lo entendió. No, me agregó detalles. Viento.
Vuelta a explicarle, aclararle, pedirle. Rogarle. Pareció que sí, que ya está: entendió. No es la reina del tacto pero entre eso y las peleas tectónicas, pasó a 2do plano, se hizo tolerable. Todavía viento, no es de un día para el otro. Y ahí está el chiste.
Todo esto pasó hace ya 3 semanas o más para atrás. Viento amainando.
Hace una semana se fue a BsAs a pasar las fiestas con la familia, y ayer hablando por teléfono me dijo que anoche iba a salir. Bien por vos, no me debés explicaciones de ningún tipo; confío en vos.
Dormí para el diablo. No sé qué pasó. Dormí mal. Hoy a las 5 y media manoteé el teléfono y abrí Instagram, para encontrarme a la srta con el srto (verificado) tomando algo en un bar. Huracán. Con mucha lluvia.
La clave acá requiere una explicación que voy a tratar de resumirla, pero sin garantías. Es complejo. Cuando uno es chico no sabe lidiar con los sentimientos, esto es algo que se domina mejor y mejor con el tiempo, las vivencias y la guía de los que nos crían. Yo no tuve nada de eso cuando mis padres empezaron su guerra privada y terminaron divorciándose. Como muchos, al no poder lidiar con eso me desentendí de mis sentimientos, para no sufrir. El problema es que uno, chico o adulto, no puede filtrar qué sentir y dejar pasar lo bueno y frenar lo malo. Lo único que podemos hacer es dejar de sentir. Lo que sea. Llegado un punto uno no siente más nada, y pasado un tiempo uno no se acuerda dónde están los sentimientos. De ahí a la depresión hay pocos pasos. Más adelante, en la adolescencia y adultez, cada experiencia fuerte, sobre todo las malas, uno no puede y no sabe procesarlas saludablemente y se desacopla de su corazón. Aprieta el embrague, desacoplando su cerebro de su corazón. En psicologías esto se llama disociación. Es un mecanismo protector pero que a la larga... prefiero dejarlo acá. Iba a resumir, dije. Con esto alcanza para entender que esta mañana algo en mí apretó el embrague. No tengo la más pálida idea de lo que siento, pero sé que no es lindo. Nada lindo. Nada, nada lindo. Salí a andar en moto y la puse a fondo en 1ra y en 2da, suficiente para ir de cero a la cárcel en cualquier país desarrollado.
Mientras escribo esto estoy sentado en un café con los auriculares y la música al mango. Quiero que me duelan los oídos, quiero que el dolor físico tape el emocional. No está funcionando. Me voy a la playa con Perro a ver qué sale. El hígado, para variar, ya recibió la noticia y me está pasando factura.
Feliz año.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Estimado Dr. Ö

Tengo un pedo en la cabeza que me supera. Media docena de terapeutas, años de análisis de todas las escuelas de psicología, mucho² dolor, introspección, preguntas imposibles a amigos y extraños... no solamente no logré superarlo, sino que ni siquiera logré descular qué es lo que me detona dentro mío. Apenas logré acotar un poco el tema a fuerza de especulaciones, pero tengo exactamente el mismo dominio sobre el miedo que despierta que hace casi 30 años cuando lo experimenté por primera vez: cero.
Es así: intelectualmente, y hasta emocionalmente, entiendo que uno no viene a este mundo con el manual de uso del planeta tierra y sus habitantes. Se hace camino al andar, no hay otra. No sé quién dijo que la experiencia es lo más inútil que hay: si es ajena, no le creés al que te avisa, y si es propia, ya es demasiado tarde. Así que no queda más que actuar con cautela y dar lo mejor de uno. Lo importante es lo que uno hace con las experiencias que acumula: o te volvés más sabio, o te volvés el loco de la definición que le tiran a Einstein. Me toma tanto escribir de esto. Si alguien viera cómo lo estoy haciendo, se daría cuenta de que equivale a una charla muy, muy pausada, casi desesperante, que haría Blade Runner 2049 lucir como una de Michael Bay. Como sea, cuando el tema sexual surge, a un nivel consciente no tengo mucho para objetar cuando una persona tiene un pasado (es decir: cada ser humano, a menos que haya vivido en una caja de granola), pero en algún lugar de mi inconsciente la cosa es muy distinta. Hay algo que se dispara, como si se cortaran las amarras de un zeppelin en una tormenta y andá a agarrarlo. Mi cabeza (la amígdala, dicen) empieza una espiral descendente de planteos, hipótesis y replanteos que no hacen más que torturarme. Es una especie de obsesión autodestructiva que me persigue a todas partes sin darme respiro. Es constante, relentless, implacable y agobiante. No he encontrado forma consistente de que me deje en paz. Lo poco que tengo para afrontar los embates de mi cabeza consiste en piruetas semánticas y razonamientos que en el momento de usarlos parece más una conversación con alguien en pánico y al borde del suicidio, con 6 escuadrones de bomberos esperando abajo a que se tire. Sin explicaciones plausibles, sin haber logrado relacionarlo con algún evento de mi infancia, y sin poder explicar siquiera qué es exactamente lo que temo, hay algo que viene de adentro que no escucha razones porque no le interesan, que lo único que intenta es protegerme y sacarme de una situación de peligro, pero que pareciera que solamente mi inconsciente ve.
Por supuesto, el acercamiento obvio a este problema es ver de dónde sale, qué daño tengo en mi psiquis para que un detalle, aunque desagradable, desate semejante tempestad de autodestrucción y me inhabilite para pensar constructivamente. Algo me metieron en la cabeza (y tengo una candidata: mi abuela materna) que hizo que mi amígdala considere que es hora de remangarse la camisa y salir con los tapones de punta a... ¿a qué? Porque no sé y no entiendo cuál es el problema. Como dije al principio: se hace camino al andar, lo entiendo, y en lugar de asustarme de algún detalle que me cuenten tendría que saber que lo que importa es lo que uno hace con las experiencias y qué cosas resuenan con uno y decide seguirlas. Como yo, que adoro andar en moto pero me fastidia bailar. Probé andar en moto: orgasmo mental, así que sigo haciéndolo. Probé bailar: no me gustó, así que no bailo. Ok, no es algo que conlleve ninguna consecuencia moral o ética, lo entiendo, pero si me pongo a pensarlo, tampoco lo es el intentar y ver que eso que "todos hacen", "se usa" o nos convencen de que es "lo normal" en realidad no es para uno, sino que lo que uno busca va por otro lado, o empezar una relación con alguien y descubrir que el otro buscaba otra cosa. En ambas, uno extiende el brazo, levanta la palma de la mano y con un "no, gracias" se da media vuelta y se va. Esas experiencias, aunque desagradables, cumplen la función de escribir las páginas de ese manual de uso de este planeta, manual con el que no vinimos.
Me resulta tan triste estar acá sentado frente al teclado, tratando de articular estas cosas, pensando cada palabra como si fuera a meter mal la clave de mi tarjeta de crédito por 3ra vez. Claramente, algo falló estrepitosamente en mi formación como persona, en varios aspectos, pero ninguno es tan autodestructivo como este tema, creo. Me ha jodido en mayor o menos medida cada relación potencialmente romántica que he empezado. Me quita energía que no me sobra, me sabotea. Para peor, esta constante batalla con mi interior me lleva a dudar de mí mismo, a pelearme conmigo mismo, minando mi autoestima y mi confianza en mi visión del mundo y en las cosas de las que me agarro, esas especies de muletillas que uno tiene para moverse por la vida cuando las cosas se ponen confusas; esas principios básicos a los que uno recurre cuando no sabe qué hacer, cómo juzgar lo que está pasando y necesita tomar una decisión. Esta persona ¿es mala? ¿es buena? ¿puedo relajarme y confiar en ella o mejor la dejo pasar de largo? Cuando hay algo tan profundamente implantado en mi cabeza que evidentemente me sabotea, es inevitable llegar al punto en que no sé si lo que siempre dí por sentado de una forma realmente debería seguir viéndolo así.
Algo un poco menor pero bastante feo es que en situaciones extremas, cuando mi mente se obsesionaba y no paraba de pensar en algo, he llegado incluso a golpear la pared con la cabeza para detener un tren de pensamientos que no hacían más que triturar mi bienestar mental. Tremendo. No se lo deseo a nadie. Un médico me explicaba que es porque el dolor físico es más fácil de procesar que el dolor mental. Tiene sentido. Pulgar para arriba. ¿Y ahora? ¿cómo mongo me lo saco? Ahhh, no sé. Mmm...
Más delicias que resultan de esto... Tengo miedo a quedarme a solas con mi cerebro. Puedo sentirme bien y de pronto el estimado empieza a bombardearme, primero suavecito y disimulado, después más caradura, con pensamientos extremos, imágenes y palabras que me torturan, obligándome a meterme en el detalle de cosas que no deberían ocupar mi cabeza. Tengo miedo de mí mismo.
Algo que no estoy completamente seguro, pero que intuyo que es así, es que tengo miedo a la comparación, porque cualquier comparación la pierdo, obviamente. Si hubo otro, tiene una marca de agua que yo nunca podría alcanzar, y la decepción, tarde o temprano, le va a abrir los ojos y va a dejarme. Esto definitivamente tiene que venir de mi padre, que sacó pasaje de ida a Fuckmykidsland sin, hasta donde me acuerdo, siquiera despedirse. ¿Qué carajo tendrá que ver con mi posible pareja? No sé, pero ahí está el pedo, ocupando una buena porción de mi cabecita apestosa. Preferiría que no lo hiciera, ¿vio?
El miedo al abandono es otro de los regalos de mi infancia y se concatena perfecto con el tema anterior. Esto, curiosamente, es algo nuevo para mí. El saber esto, me refiero, y lo deduje estos días, mientras escribía acá. No tengo un recuerdo concreto de haber hablado con alguien o haberme focalizado en el posible e inconsciente miedo que tengo a ser abandonado, que sería el resultado lógico de ser comparado. Hay un montón de teorías que con los años vinieron y se fueron, pero esta, que en retrospectiva parece obvia, no me acuerdo haberla discutido específicamente. [después de 5 minutos de quedarme mirando el cursor titilando] Siento que alcancé el fondo del vaso.

martes, 22 de diciembre de 2020

ya visto

Año 200X, novia. Alguna situación íntima, no necesariamente sexual pero sí emocional. Un traspié, un malentendido, algún miedo a flor de piel y la búsqueda de apoyo y contención de parte de la pareja, de intento (exitoso o no) de comprensión. En mi memoria la historia termina bien; en la mayor parte de las oportunidades ofrecí y recibí el apoyo emocional que hizo falta. No soy fácil de entender y nunca pretendo serlo ni espero ser comprendido. Lo que espero es encontrar resonancia en mi pareja, sentir que soy importante para ella y que mis sentimientos son valorados. Que yo soy valorado. En esto no creo ser diferente a la mayoría.
A veces, sin embargo, uno se encuentra con alguien que no puede, no quiere o no sabe ejercer empatía. Por más que uno esté seguro de estar pidiendo algo razonable y lo explica lo mejor que puede, el otro reacciona para el traste y (pelea o no mediante) surge una grieta que eventualmente podrá puentearse, o podrá agrandarse o sumarse a otras hasta romper la relación. Como sea que resulte, uno se queda pensando si lo que esperaba no era demasiado. Las desilusiones son, después de todo, simplemente función de la diferencia entre la realidad y nuestras expectativas. La realidad puede ser una mierda inconcebible, o nuestras expectativas ridículas, o more often than not una combinación de ambas. De todos modos la duda persiste y se instala una culpa que nos hace pensar que nuestras demandas eran excesivas, que armamos lío innecesariamente... cosas así. Surge la duda de si no tendríamos que modificar algo en nosotros, pedir disculpas, cambiar nuestra postura, aprender a callarnos o a conformarnos con lo que la vida nos ofrece en lugar de esperar la perfección. Y eso sin contar a los que, con más verborragia que sabiduría, nos aconsejan bajar los estándares y traicionarnos a nosotros mismos.
Los años pasan, las relaciones cambian, y puede pasar que uno se encuentra en la misma situación pero con otra persona. Más que un déjù vu. Y de pronto nos agarra esa acidez en el estómago que nos presagia lo que va a pasar, la pelea que se viene, la grieta que se va a generar en el corazón y se traslada a la relación, y otra vez por culpa propia. Excepto que no, no pasa. Esta persona que hoy, 10 años después, tenemos a nuestro lado reacciona fantásticamente. Nos mira a los ojos, nos abraza, nos pasa la mano por el costado de la cara y nos pregunta qué pasa, porqué nos ponemos mal, qué puede hacer por nosotros. Es un bombazo porque ahí nos cae la ficha de que todos esos años que intentamos convencernos de que teníamos que cambiar, modificar nuestra visión de las cosas y nuestras exigencias, fueron una tortura innecesaria originada más que nada en nuestro miedo a quedarnos solos. Teníamos razón desde el principio y una mala pareja (tóxica le llaman ahora) nos indujo a sumergirnos en el error y la auto-tortura. Chiche bombón y LPQTP.
Uno aprende, claro (bah, no tan claro, pero quisiera pensar que yo sí aprendí), e intenta evitar meterse otra vez en un baile parecido. Pero te la regalo cuando las cosas no son blanco y negro, cosa que raramente pasa, sino grises. Como cuando la señorita en cuestión huele a cielo, es inteligente y más que potable a la luz del día, y tiene unos abrazos muy, muy dulces, y una mirada que parece que me quisiera comer con los ojos, el cuerpo y el corazón. Pero de nada sirve si no puedo relajarme y disfrutar, sabiendo que me puede salir con un martes trece cada vez que se le cante la calandria. La imprevisibilidad no es de las características que más aprecio en una persona, sobre todo cuando imprevisible tiene connotaciones como detonación, motosierra o decapitado.
Y sin embargo...
El domingo a la tarde, después de llamarme y escribirme toda la semana (y de yo no abrir sus mensajes ni contestar el teléfono) finalmente la atendí y me pidió 5 minutos de mi tiempo, en persona. Vino a casa y... pidió perdón: por todo lo que había hecho, por la forma en que me trató, cómo tantas veces reaccionó a nada, por cómo está ella y descargarse en mí. Y eso, el pedir perdón, más que ninguna otra cosa era exactamente el calibre pasa/no pasa que yo tenía en la cabeza para volver a considerar cualquier relación con ella. Como con cualquiera: si alguien no es capaz de hacer introspección, que necesariamente implica humildad y una sana dosis de inseguridad sobre las propias decisiones, nunca puede evolucionar. Y en este planeta gente así hay demasiada, y yo hago un esfuerzo enorme por filtrarlas de mi vida. No aportan más que para saber qué es lo que no hay que hacer.
Después de lo del domingo siguieron, por supuesto, un par de recriminaciones livianas y alguna bestialidad de las que vomita ella a medio pensar, a medio analizar si realmente puede decir lo que dice y en especial la forma en que lo dice. Never mind, un servidor necesita encarecidamente sus abrazos, no hay pirueta semántica para decir otra cosa. Ese olor a cielo, sentir su corazón cerca del mío y las ganas con que me mira son demasiado adictivos. Como hablaba ayer con una amiga: si logro ver progreso en sus maneras, quizás tengamos una oportunidad. Y tengo la impresión de que va a ser un acontecimiento astronómico. Al lado nuestro, la estrella de Belén va a ser como un chasqui bum al lado de Nagasaki.
Stay tuned.

sábado, 12 de diciembre de 2020

desnudarse de verdad

No sé jugar al juego de no sentir, y lo más importante: no quiero aprender a hacerlo. Eso de las cosas a medias no me va. Se ha vuelto normal lo de no acordarse la última vez que se fue a la cama con alguien estando sobrio. Hoy la regla de oro es: el que se enamora, pierde. Es más fácil sacarse la ropa y tener sexo que desnudar el alma café de por medio. Mientras el sexo dejaba de ser tabú, el amor empezó a serlo: "no te hace falta nadie para ser feliz", te dicen; "que nadie te cambie", o también "no dependas de nadie". Desde La sociedad de los poetas muertos se popularizó y está fenómeno el "carpe diem", pero no significa "carpe hominem". No somos pedazos de carne.
Lo más aterrorizante para alguien con una cabeza como la mía es llegar a la triste conclusión de que no voy a encontrar muchas mujeres que compartan esta mentalidad. Ya de por sí es difícil que alguien me guste, 100 veces más difícil que yo le guste a esa alguien, y otros tantos órdenes de magnitud, parece, que valga la pena la coincidencia. Y la edad no ayuda. Es por eso que cuando encuentro una mujer que "califique", que pase las pruebas que mis miedos le imponen, me revienta soberanamente que surjan dificultades adicionales, como si mi cabeza no fuera suficientemente capaz ella solita de cagarme la existencia.
No tenía ganas de describir ciertas cosas que me pasaron con Doctora, pero lo voy a hacer igual porque me parece que aportan. Una de esas cosas es la sensación que me dio, empezando por el estómago y llegando hasta la punta de los pies, cuando se paró cerca de mí y rozó mi pecho con el hombro. Lamentablemente, proporcional a la subida fue la bajada caída.
Soy de esas personas que se les pierde la mirada en el mar, o que les gusta el olor y el sonido de la lluvia, o que necesitan que las miren a los ojos cuando hacen el amor, especialmente las primeras veces. Hay gente a la que eso los pudre, la mayoría por no haber adquirido el hábito de la contemplación (generalmente por miedo a lo que puedan encontrar), por no haber encontrado paz interior en determinados rituales, porque tiene un alma rota... mil motivos. Doctora, en mi opinión, tiene el alma rota. Es por eso que no puede abrirse, decir lo que siente, o quizás incluso no puede ni sentirlo. Hasta ahí la entiendo. Pero lo que no entiendo es el atacar a alguien con la saña con la que ella se me lanzó a la yugular cuando me rehusé a "divertirme" con ella. No señor(a), no lo voy a hacer. Si eso es lo que buscás, te aseguro que no tenés más que levantar la mano y 20 van a formar fila, sin preguntas, sin exigencias raras como que los mires o les digas algo que aunque sea remotamente se pueda malinterpretar como agradable.
Bendita mi atesorada habilidad de no caer en trampas verbales y contestar un ataque con otro, ofenderme, gritar o irme sin escuchar más nada. No fue algo fácil de adquirir, pero agradezco a whatever god may be por tener esa capacidad de discutir sobre lo que se discute y no dejarme arrastrar por el barro. Lamentablemente, los que poseemos esa capacidad estamos en una atmósfera más que enrarecida, donde el aire es tan diáfano que la mayoría no lo puede respirar. La gentileza, la honestidad, la humildad, las buenas intenciones, la búsqueda de la verdad... parece que no jugaran ningún rol en las discusiones. Lo importante no es construir, es ganar. Arrastremos, gritemos y pataleemos hasta someter al otro; los argumentos no importan, así que para qué escucharlos o esforzarse en formularlos.
Al final y como conclusión me quedó lo siguiente: no soy atractivo, soy viejo, fofo, sedentario, cruel, molesto, exigente, delirante, ridículo y me creo perfecto. Y sobre todo, sobre todo... no valgo la pena tomarse un momento y pensar si realmente soy todas esas cosas antes de vomitarlas, ni mucho menos si merezco unas disculpas por haber tenido que escucharlas, y por haberlo hecho estoicamente.
Maldita tu piel, tu perfume, tu inteligencia, tu ironía, tu decencia, porque si no fuera por ellas yo podría pasar la página sin más. Pero si no fuera por ellas tampoco hubiera querido leer tu libro, que ahora sí, cerré.

martes, 10 de noviembre de 2020

sueño pinchado

No tengo idea de cómo empezar a escribir lo que me motivó hoy a sentarme frente al teclado. Supongo que empezar por el principio es aceptable.
A los pocos meses de mudarme a Mar del Plata, hace ya 2 años, conocí en la plaza a mucha gente que también iba a sacar a su perro. Entre ellos había una chica que me impactó por la cara excepcionalmente linda que tenía; cardióloga ella, por supuesto que tenía novio y por eso jamás la registré como nada especial. Pero hace unas semanas me la encontré en la esquina de mi casa y me dijo que se habían separado. Con los días empezamos a hablar y me contó cosas que me pusieron en situación, que no las voy a escribir acá porque no hacen a la cuestión, pero digamos que no fue culpa de ella el haber tenido que separarse de él. Incluso podría decirse que le tomó demasiado tiempo. Y acá planto una banderita para retomar más tarde.
Un día, hace ya casi un mes, decidí no ser mi usual idiota y le pedí el teléfono con alguna excusa. Empezamos a mandarnos mensajes, al principio muy esporádicos, pero empecé a ir a la plaza a la hora que ella iba a la mañana y así empezamos a charlar, y un par de veces incluso la acompañé caminando a su trabajo, hasta que hace 10 días quedamos en ir juntos a la playa con los perros. Nos encontramos a las 10 de la mañana y después de casi 3 horas charlando fuimos a almorzar (sin los perros), y terminamos yendo a pasear en el auto y le mostré algo que estoy haciendo (un proyecto mío que prefiero mantenerlo aparte de este blog). A las 6 de la tarde la dejé en la casa. A las 9 de la noche me mandó un mensaje diciendo que estaba linda la noche. A las 9 y cuarto fuimos a tomar un helado y nos despedimos en la puerta de su casa a las 11.
El miércoles pasado vino a casa a cocinar y nos sentamos en el piso de mi comedor, escuchando a Ed Sheeran y Carlos Vives y charlando. A las 2 y media de la mañana la acompañe a la casa, 200 m, y sacamos a su perro a dar una vuelta manzana antes de despedirnos. En algún momento la abracé del costado y le dí un beso en la cabeza. No sé de dónde salió ese gesto, yo no toco a la gente, pero me pudo el momento.
Seguimos encontrándonos en la plaza y el sábado íbamos a ir a la Laguna de los Padres en la moto pero hubo un chaparrón y le dio miedo. Tuvimos una especie de malentendido, incluso, porque ella confundió mi frustración con enojo y yo su miedo con falta de interés. Oh, boy, was I wrong. En una demostración de madurez y actitud constructiva que me... sorprendió hizo sentir orgulloso de mí mismo, tipo 4 de la tarde pasé por la casa y le hablé abiertamente de que no era andar en moto lo que quería, sino pasar tiempo con ella. Increíblemente, me dijo que era recíproco, que ella también quería estar conmigo. En definitiva, me fui a dar una vuelta con Perro y a las 6 vino a casa. Nos sentamos en la terraza a tomar mate, charlamos por horas, vimos el atardecer parados uno muy cerca del otro, fue extraordinario. El cocktail de paciencia, frialdad, madurez, seriedad y buenas intenciones de ambos hace que estemos construyendo algo desde el mejor de los ángulos: el de conocerse antes de dar el siguiente paso. Es hermoso y no recuerdo haberme sentido tan compenetrado con alguien. Es maravilloso.
El domingo fuimos a la playa con los perros otra vez. Nos sentamos bajo la misma palmera (ya nos pertenece) y a cada minuto que pasaba nos sentábamos más cerca, hasta que nos tocamos con los cuerpos. Nos abrazamos un par de veces. En un momento me abrazó y me dio un beso hermoso en la mejilla. Supongo que le pasó lo mismo que a mí un par de días antes, que no se pudo contener. Lamentablemente, cuando estuvimos a centímetros de besarnos vi duda en sus ojos. Había deseo y hambre de mí, pero también había dudas de sí misma y miedos de cosas con las que yo no tengo nada que ver. Demasiado de eso, así que me eché para atrás. Literalmente tomé distancia, física, mental y emocional. A la noche hablamos por teléfono y me dijo que le pareció que la iba a besar, y me preguntó por qué no lo hice. Le dije que fue culpa de su perra, que rompía tanto la paciencia y se metía en el medio, pero eso fue cierto solamente 2 de las 500 veces que sentí ganas de besarla en el par de horas que estuvimos en la playa. Las otras 498 fue por lo que describí antes, pero preferí no decírselo. Me pareció que ella tiene que llegar a esa conclusión por sí misma, a tal punto que si ella me hubiera besado a mí, me hubiera hecho sentirme inseguro de la situación.
Retomo la banderita que dejé al final del segundo párrafo. Hablamos ayer a la mañana y le dije si nos veíamos a la tarde, pero me dijo que estaba ocupada. Una hora después me llamó para decirme que no puede seguir con esto, que no está lista, que necesita espacio.
Tengo una tristeza aplastante, porque a mi lado emocional le importa un reverendo bledo lo que diga mi lado racional. Y mi lado racional tiene razón, lo sé, lo acepto, pero me pone triste. Ella aúna tantas cosas que me gustaron y coleccioné de cada relación que tuve, que a todas ellas las hace ver como un ensayo de relación. Y es inimputable, no puedo honestamente echarle la culpa de sentirse así, las circunstancias lo ameritan completamente. Pero eso no la hace ni más fea, ni más estúpida, ni menos interesante.
Otra más que tendrá que pasar, pero esta dejó huella, una huella genuina que no está nublada por una belleza superficial ni por el contexto paradisíaco.

sábado, 3 de octubre de 2020

uno o todos

Hasta donde puedo ver, hay dos formas de vivir los problemas: evitándolos o enfrentándolos. Puede ser desde la lluvia cuando camino de la parada del colectivo a casa, puede ser un vecino ruidoso o un jefe infumable. Dicen que no hay que esperar a que pare de llover sino aprender a bailar bajo la lluvia. Excepto que la lluvia es inimputable y, salvo que techemos el planeta, vivamos bajo tierra o cosas así, inevitable.
Los problemas con la gente que se caga en el prójimo, en cambio, son tanto imputables como evitables. Todos lo somos en algún grado, y todos tenemos gente así alrededor. Puede ser por ignorancia en su acepción de desconocimiento, o puede ser por ignorancia en su sentido activo (como en inglés), donde se elige no respetar una regla. Puede ser por desidia, o por acostumbramiento a la ausencia de controles y por eso de consecuencias formales a faltar a las reglas, o desconocimiento de las consecuencias prácticas. Las reglas surgen de la práctica de la convivencia y el deseo de posibilitarla, no de las ganas de gastar papel y tinta, y son el resultado de analizar el origen de los problemas, accidentes e injusticias y tratar sistemáticamente de evitarlos. Las multas, en teoría, no son recaudatorias sino disuasorias. Pero para eso tienen que ser aplicadas, y para eso tiene que haber controles. Y antes de eso, educación. Si falta eso hay una sola consecuencia: lamentos.
Los argentinos tenemos falencias en todos los aspectos de lo que es organizarse. No somos previsores, no tenemos autoridades confiables (que conozcan la materia que legislan, que lo hagan en interés general y que la apliquen sistemáticamente, sin distinciones ajenas al tema, como coimas, fueros, etc.) y por eso no confiamos en ellos ni en las reglas que de ellos surgen, y esto se extrapola a las reglas en general. Tampoco tenemos la costumbre de informarnos minuciosamente acerca de las reglas antes de acometer una actividad, no aceptamos que haya gente que sepa más que uno, y creemos que las reglas se aplican a los demás pero para uno son optativas y libradas a nuestro criterio. Por supuesto esto no es cualidad exclusiva de los argentinos, pero me atrevo a decir que es algo que nos caracteriza. Una lástima, realmente, porque es una nación con muchas cosas positivas. Lástima que tan joven y estúpida.
Entre los muchos resultados de eso, a veces uno se encuentra en la calle con alguien que lleva un ovejero alemán sin correa ni bozal, y cuando lo previsible pasa y uno le protesta al dueño (i)rresponsable, tiene que comerse un episodio desagradable de insultos, amenazas y maltrato. Algo similar si tiene la audacia de pedirle al vecino que no cante el Feliz Cumpleaños entre doce personas a las 2 y media de la madrugada, o si tiene el descaro de pretender cruzar la calle por la senda peatonal.
Siempre fui una persona tirando a combativa. En el espectro de posibles estrategias que mencionaba al principio para lidiar con los problemas, en el caso de que esos problemas sean imputables a alguien en particular hay gente que elige la resignación, lo cual en mi opinión es un callejón sin salida, y no sólo eso, también es algo que además de estúpido es egoísta. Aceptando que alguien se cague en mis derechos haciéndome a un lado y priorizando mi paz, evitando el confrontamiento para una miserable pasajera sensación de "no tener más el problema", hago que esa persona que ignoró las reglas y me llevó por delante refuerce su sensación de intocable y se vuelva peor; hacia mí, obviamente, pero también hacia los demás. Ese es el legado de correrse uno para evitar un momento desagradable. El principio se puede ejemplificar perfecto con el tema de cruzar la calle: en Mar del Plata era una aspiración suicida el pretender cruzar por una esquina y que los autos pararan. Gente como yo, que se fue a vivir por unos años al exterior a principios de los 2000 y volvió un poco más civilizado y consciente de las ventajas de acatar las reglas, empezamos a literalmente arriesgar nuestras vidas y seguir caminando aunque vinieran autos, tocaran bocina, nos insultaran o sencillamente nos tiraran el auto encima. Y seguimos, e insistimos, y algunos incidentes hubo; pero hoy, 2020, por lo menos la mitad de los autos paran ante los peatones y es rarísimo ver un automovilista que siquiera se moleste en insultar a un peatón por cruzar cuando y por donde le corresponde. Lamentablemente, este tema es nada más que uno de varios puntos que contiene el artículo 41 de la Ley 24.449 (Código de Tránsito). Hay otros 96 artículos solamente en esa ley, y aproximadamente otras 4000 leyes nacionales en vigencia en nuestro país. Así que todavía falta.
Dicho todo esto, no quiero alejarme de la idea original que tenía cuando me puse a escribir esto, que no era otra perorata de las mías sobre lo mal que está mi querido país sino la cuestión de cómo yo elegí, vaya uno a saber por qué, enfrentar a los que se cagan en los demás en lugar de elegir el camino fácil, por lo menos a corto plazo, de evitarme problemas simplemente resignándome a las cosas como son. Quizás porque entendí de entrada que era un callejón sin salida, quizás porque me gusta la sensación de que estoy dejando un mundo mejor, o a lo mejor porque soy un idiota que me gusta pelear con los demás, o incluso por el simple motivo egoísta de que me da por las pelotas que alguien me pase por encima sin consecuencias. Supongo que es un poco de todo, pero en cualquier caso invito a todos los que tengo a tiro a que hagan lo mismo: complíquense la vida y paren a los que se cagan en el prójimo. El desconocimiento no es pecado, pero elegir ignorar las reglas sí, porque detrás de toda regla hay seres humanos que sufren si no las seguimos. Hay que impregnarnos con la idea de que tenemos que conocer las reglas y seguirlas porque ganamos todos. Es un poquito más de esfuerzo al principio pero es puras ventajas después.
En mi caso, el haber elegido este camino en un lugar como Argentina, llena de argentinos que no subscriben a esta filosofía, es una vida de complicaciones, discusiones y momentos desagradables en general, que uno sabe que contribuyen poco y nada cuando el "oponente" en esas situaciones acarrea una vida entera de ignorar las reglas y los beneficios de seguirlas y no ve ni conoce nada diferente. Eso sin contar con el hecho de que a la gran mayoría de las personas no les es fácil maniobrar con algo tan sencillo y normal como es estar equivocado. Es una constante que mientras menos logros tenga uno en su vida personal, más se aferra a su orgullo y menos permeable es a ideas deferentes a las pocas (y generalmente indemostradas) que tiene.
Las aptitudes son mucho más fáciles de cambiar que las actitudes.

lunes, 21 de septiembre de 2020

entregá y callate

A nadie con pulso se le escapa el estado de desidia en el que está sumergida Argentina desde hace varias décadas, pero que se empezó a ir en serio a la soberana mierda en las últimas dos. Todo lo anterior pareciera que fue labrar la tierra para que ahora florezca lo que... ¿floreció? No, ese verbo no es el que busco, pero supongo que el que describe exactamente la situación no es apto para el paladar delicado de los que no sean analfabetos.
Como soy curioso y me gusta estar bien documentado antes de formarme una opinión, tiendo a juntar información, analizarla, cotejarla, hurgar en la fuente, etc. Pero por más que uno lea, a veces no hay nada como salir a dar una vuelta manzana y probar por sí mismo. Como el chocolate o nadar, que son cosas que hay que hacer, no leer sobre ellas. Veamos...
Hace algunas semanas un par de esos mal llamados "cuidacoches" o "trapitos" (en un gran porcentaje simplemente borrachos empedernidos sin ningún uso) se juntaron en un punto por donde suelo pasar con mi perro cuando lo paseo, y el perro que estaba con ellos lo atacó. Después de un par de patadas logré que desistiera pero mi perro cojeaba, así que lo llevé a la veterinaria. Después de la consulta que incluyó dos inyecciones, la visita de control, el tiempo y el dinero que me llevó todo, hace poco vuelvo a encontrarme con los mismos imbéciles y me increparon que yo, que soy malo malo y me gusta maltratar animalitos indefensos, les pateé a su inofensivo perro. En este punto del relato es que viene la peor parte: en ambas ocasiones apareció la policía y en ambas ocasiones me explicaron que esta gente están en "situación de calle" (upgrade de "sin techo" en la nomenclatura inclusiva, parece) y por eso no pueden hacer nada, y que simplemente lleve a mi perro de la correa y no me acerque a donde están estos tipos. Traducción: el Estado de Derecho, que implica muchas obligaciones, no aplica. En realidad aplica esto: que cada uno haga lo que se le dé la gana, a menos que pague impuestos. Ese sí que no puede hacer lo que se le dé la gana, ni siquiera puede hacer lo que se supone que puede y por lo que paga, y mucho. Sigamos.
Con esta cortina de humo que levantó el COVID-19 el gobierno ha implementado medidas que caen en una de 3 categorías: apropiadas, insuficientes, o excesivas e inútiles. De las apropiadas uno podría observar la falta de control, con lo cual se reducen a un mero ejercicio propagandístico de esos a los que son tan aficionados los políticos. Las insuficientes son, como uno infiere, demasiado laxas para lograr lo que uno persigue, que es contener el virus. Las excesivas e inútiles son aquellas que demandan que se haga algo que en realidad tiene poco o ningún efecto sobre el efecto que se quiere lograr y solamente sirven para romper las pelotas a los que tienen que cumplir y hacer cumplir esas reglamentaciones. Ejemplo: en esta fase 3 a la que volvió Mar del Plata después de la lengüetadita de prueba de la fase 4, que duró lo que un pedo en un canasto, no podemos tomarnos un respiro en la costa o en una plaza. En realidad, tampoco están permitidas las salidas recreativas a más de 500 m de la vivienda de residencia. No voy a caer en la pavada de discutir que si uno está a 499 m los genios del gobierno asumen que no hay peligro pero sí a 501 m. En algún lado hay que poner un límite. Es entendible. Mi pregunta es: si estoy solo con mi perro, sentado en la costa, con nadie en lo absoluto a 100 m a la redonda, ¿hace falta que los dos inútiles que pasan en un patrullero interrumpas sus felices horas en feisbuc para parar y echarme de ahí? Aunque con un plot-twist: a veces los wannabe GSG-9 que vienen a ser los payasos de la municipalidad (no sé exactamente de qué organismo) se dan el lujo de aparecer en unas VW Amarok que en lugar de patente tienen un cartel que dice que el vehículo fue secuestrado a una organización delictiva. Bien, fenómeno... ¿tiene patente ese vehículo? ¿cómo lo identifico si hay un accidente? ¿tiene seguro? No me extrañaría que la respuesta sea negativa.
Hay que tener en cuenta que los que tienen que verificar el cumplimiento de las normas no son personal contratado en Gabón o Kirguistán sino que salen del pozo común que es nuestra sociedad. Son nosotros, no tienen ninguna particularidad fisiológica o mental que los haga especiales ni diferentes. Y eso se nota cuando uno se para en una esquina y ve la total ignorancia de las reglas de convivencia. Prácticamente nadie las sigue, ni las conoce, ni se molesta en una ni otra. Esta semana varias veces estuve caminando por la costa, por la vereda, y resulta que la mayoría prefiere cagarse en el hecho de que como tal es para peatones, no para vehículos, incluyendo bicicletas. Tuve tres encontronazos que podrían haber terminado muy mal. La primera fue una demente que casi pisa a Perro, y como ya había pasado por donde yo estaba y no pude bloquearla me descargué insultándola. Odio llegar a eso pero realmente necesitaba la catarsis y en cualquier caso me quedé corto, cosa que no es mala. La segunda fue un cuello de botella que hay en una zona donde la vereda tiene apenas 1 metro y medio de ancho, del cual un tercio está ocupado por un tacho de basura, y el imbécil que venía pensó que tenía paso. Digamos que descubrió que no. Explicárselo, se lo expliqué; ahora, si entendió por qué, no sé, pero no tuvo paso y la explicación la recibió. Más de eso no puedo hacer. La tercera no tuvo tanta suerte: venían de a dos, una al lado de la otra, en una parte donde están arreglando la calle. En lugar de bajarse de la bicicleta para circular, esperaban que los peatones nos corriéramos. Supongo que ahora saben 2 cosas nuevas: que los peatones no se evaporan espontáneamente por aplicación de su sola voluntad, y que la vereda está hecha de un material algo duro y áspero. Y eso lo hice sin mover un dedo, así que no tienen nada que reclamarme. Eso no las detuvo de reclamar que era fácil para mí moverme, con lo cual estuve totalmente de acuerdo: efectivamente, no me hubiera supuesto ninguna dificultad correrme. El detalle es que no tenía ningún motivo para hacerlo y sí para ponérmeles en frente, cosa que no hice, pero tampoco me corrí. Resultado: se dieron entre ellas, las orgullosas poseedoras de encefalogramas planos. Todos los peatones que pasaban las miraron con la misma cara que yo, esa que sale de preguntarse "¿cómo podés ser tan estúpida?".
Y ahí estamos, sin clases, incentivando a los pobres a multiplicarse y a los generadores de riqueza a emigrar, mientras los que estamos en el medio tratamos de encontrarle el sentido, como consuelo de tontos, a seguir intentando vivir con dignidad y la satisfacción que se logra al terminar un buen libro, al sacarse una buena nota después de haber estudiado mucho, o de lograr un aumento por el esfuerzo y dedicación aportados en el trabajo. Tres cosas que cada vez nos tientan más a largar y en su lugar extender la mano, palma para arriba, mientras entregamos sin chistar los jirones en que están dejando la tela que compone esta República.
Feliz día de la Primavera.

domingo, 20 de septiembre de 2020

ella también va a pasar

Hace años que camino este planeta y acá estoy, solo, a la espera, a veces activa, del amor romántico que solamente puede darme una mujer... o ninguna, aparentemente. No lo digo por victimismo sino por realismo. Estoy cómodamente metido en la segunda mitad de mi vida y no hay nadie a la vista. Las que hubo tenían rasgos que para mí fueron imposibles de pasar por alto: una era promiscua, la otra no era "la velita más brillante de la torta", por decirlo amablemente, y la otra era más un amigo que una novia. Da lo mismo si alguien no te quiere, o te quiere pero no lo demuestra; al final del día uno no recibió afecto, punto.
Lumen Warrior es un juego de palabras que usé hace unos días para acordarme del nombre de alguien que me gusta mucho. Sin ser bajo ninguna vara fea o carecer de un cuerpo envidiable, tampoco es la más linda ni la más atractiva sexualmente, pero sí es la que de alguna forma encaja más con mi gusto cuando se trata de mujeres. Algo así como la Kawasaki Ninja 636 (también conocida como ZX-6R) en blanco que salió en el 2013: no es la más hermosa, estoy consciente y lo admito abiertamente (esa sería alguna cualquier Ducati, obviamente), pero es la que a mí me gusta. Lo mismo, creo, me pasa con Lumen: es delgada, fina, joven, femenina, delicada, inteligente, con gusto... tanto, que yo no le gusto. Nada nuevo, entonces.
Pensando en porqué me gusta que sean delgadas o de contextura delicada, se me ocurrió que es porque me parece un hermoso rasgo que hace a una mujer más femenina en mi cabeza cavernícola, pero con un toque de modernidad: que sea más frágil físicamente hace que me sienta útil porque podría defenderla físicamente si hiciera falta, pero al mismo tiempo me fascina y admiro a una mujer capaz de defenderse en cualquier campo donde la fuerza no sea determinante.
La situación no es nueva, por supuesto. Muchas veces conocí a alguien que me despertó el deseo de saber más de ella, hablar, pasar tiempo con ella. Me gustaba físicamente, y mentalmente no parecía haber algo determinante para descartarla, como el tabaco o el pertenecer a una secta o algo así. Por supuesto, en la mayor parte de los casos resultó que tenía novio o que la atracción no era recíproca; nunca supe qué era lo que yo hacía mal. El resultado, muy común, fue que llegué a la conclusión de que hay algo intrínsecamente mal conmigo: soy feo, estúpido, débil, baboso, complicado, aburrido o mil cosas más. Algo que sí soy, seguro, es pasivo, y sobre todo siempre tuve otras prioridades: me interesa mucho más conectarme mentalmente y eso lleva tiempo. El proceso de conocerse es fascinante pero necesita de paciencia y compatibilidad, y el sexo hace una mezcla para omelette con todo eso y uno sale pensando que está todo bien, que todo se va a acomodar a medida que vaya cayendo, como si fuera un partido de Tetris. No es así, y además se saltean fases que además de importantes son hermosas, y no sé si incluso no se pierden para siempre. Otra: no hay una segunda oportunidad para una primera impresión. La última (por ahora): haciendo las cosas lo mejor posible probablemente salga mal, imaginate si lo hacés mal.
Así que acá estaba yo paseando a mi perro, cuando vino ella a pasear el suyo. La vi, admiré el paisaje y decidí quedarme donde estaba, incluso quietito y sin mirarla a los ojos para no delatarme, manteniendo distancia por lo que percibí como una diferencia de edad demasiado grande. Y ahí vino ella a ofrecerme su dirección electrónica para ayudarme con algo de trabajo. Intenté generar conversación pero no hubo ni la menor reciprocidad. Vuelta a poner el corazón en la caja de zapatos.
Muchas pasaron por este ciclo de cruzarse por mi vida, estacionarse en mi foco de atención, distraerme de mi rutina, ilusionarme, desilusionarme y finalmente volver a la normalidad. Todas pasaron, y Lumen también va a pasar y a desvanecerse. Una lástima, porque acá me quedo: solo. Y resulta que prefiero acompañado.

domingo, 30 de agosto de 2020

el gran agujero

De esto no hablo. Nunca. Con nadie. Es un poco una cuestión de privacidad, un poco que simplemente no lo necesito, y un poco que mejor no revolver algunas cuestiones. Pero un mucho se trata de lo insondable que es para mí, por dos aspectos: lo que se me escapa del tema, y lo que me duele.
Padre.
No tengo. Tengo un progenitor, obvio, pero lamentablemente eso es todo. Llamar padre a lo que yo tengo es como llamar arte a una mancha de humedad en la pared, música al ruido a platos rotos. En el curso de mi vida no faltaron quienes se opusieron a esta visión y quisieron convencerme de que mal que mal le debo la vida, de que él a mí no me debe nada, y variaciones sobre lo mismo. Están todos equivocados. Tener sexo con una mujer es condición necesaria pero no suficiente. Si no, todos los que no somos vírgenes tendríamos que cobrar la asignación universal por hijo, ¿no? Total, era cuestión de ponerla, nomás, y eso nos da el diploma de padre.
O no. Una corbata sin remitente el tercer domingo de junio no es ser padre.
Bien, zanjada esa discusión, los efectos no dejan de ser profundos y ya pasado el cenit de mi existencia sigo descubriendo implicaciones. Al día de hoy tengo dificultades para lidiar con el  autoritarismo; me revienta que ejerza la autoridad gente que no tiene una pálida idea de lo que está hablando. Uno pensaría que a todos nos pasa, pero lo mío se ramifica hasta el tema de las injusticias y es una cuestión muy profunda con la que no logro convivir saludablemente. Las injusticias, mías o ajenas, me pueden y punto.
Tampoco sé qué hacer con los hombres. Siempre me resultó más fácil relacionarme con mujeres y con sus pedos y divagues que con la franqueza y las formas desadornadas de los hombres para decir las cosas. Soy demasiado sensible, no supe ni pude desarrollar resistencia a la brutalidad. Los hombres que hubo en mi vida eran unas bestias o no hubo, y eso a la larga se paga. No sobra aclarar que el camino para llegar a este punto de mi evolución y a estas conclusiones no fue ni corto, ni fácil, ni barato en términos emocionales.
Incluso más. Durante años dudé de mis preferencias sexuales, lo que cual me resultaba confuso porque las mujeres me gustan muchísimo, mientras que los hombres, y hasta una fugaz imagen de contacto físico con uno a modo de experimento mental y desprovisto de prejuicios hasta donde honestamente pueda, me inspiran un rechazo cierto, claro y profundo. Pero un día me di cuenta de que cuando me "gusta" un hombre no es atracción sexual sino admiración y deseo de imitación, y de lograr su éxito, sea en la vida, sea por su potencial con las mujeres, del cual yo creo carecer. No fue fácil distinguir eso porque me faltó un modelo de mi propio sexo pero claramente asexual en mi vínculo con él, con el cual relacionarme y dar los primeros pasos en este aspecto de mi desarrollo; me faltó un padre. Dicen que un hombre se descubre como tal y deja de ser simplemente una persona más o menos entre los 4 y 8 años; sin entrar en detalles, eso a mí se me hizo imposible y las alternativas eran inexistentes.
Algo que creo que me falta es resiliencia, o por lo menos me falta ahora. Siempre tengo que distinguir un antes y un después de la depresión. No es que haya sido un evento puntual, pero el quinquenio 2010-2015 signó mi vida más que ningún otro período que yo recuerde, y si antes era una tromba cuando me proponía algo, ahora soy un castillito de naipes. El hecho es que soy sensible, y eso lo veo como el resultado de no haber tenido a alguien en mi vida que cuando me pasara algo (un golpe, una lastimadura, un insulto) me diera un boleo en el tujes y me empujara a seguir como si nada. Hoy está de moda atacar al machismo y adjudicarle la culpa de las cosas más inverosímiles (incluso han llegado a sugerir que tiene la culpa de la falta de responsabilidad de las mujeres sobre su propio destino), pero como casi todo en este universo, tiene ventajas y desventajas. Entre las ventajas está el no pararse a analizar todo como si de ello dependiera el fin del mundo sino que sigue con lo que hay que seguir y deja los pañuelitos para otro momento. Como el no pensar constantemente en la inexorable muerte o en el sexo oral que tuvo nuestra pareja con alguna pareja anterior, hay cosas que podemos llevar con nosotros sin resolver. Eso no lo aprendí.
Una cosa es la ausencia de alguien y todo lo que nos deja pendiente, y otra muy diferente es la ausencia de alguien que estuvo pero se fue; el efecto es devastador. Esa acción de irse, de dar la vuelta, mostrar la espalda y empezar a caminar... a alejarse... a ausentarse... a no llamar... El legado emocional es una caries permanente en la autoestima, y creo que en situaciones como reunir fuerzas para enfrentar una mujer e invitarla a salir es cuando más se nota.
Profundizando en el tema de la autoestima, y un poco como resultado de una nota que leí una vez de cómo pensamos (no qué pensamos, sino cómo procesamos la información que nos llega y la convertimos en nuestras certezas), muchas veces reflexiono sobre por qué me gustan determinadas cosas, como por ejemplo la fotografía, o andar en moto, o tener perro, o una prenda de ropa determinada. Creo que es como mínimo un factor el tema de que necesito ser validado. Necesito gustar, caer bien, que me acepten. Uno de los máximos placeres que tengo en mi existencia es lograr sacudirme eso de encima. Lo consigo muy de vez en cuando y con estados de ánimo excepcionales, pero de tanto en tanto lo logro y me hace muy feliz, como esta mañana cuando salí a caminar sin preocuparme por lo que me ponía, sino más bien tirando a zaparrastroso. Algo que sería muy largo de contar por qué lo empecé es el andar en moto. Un factor fue por supuesto el qué dirán, la imagen que proyectaría, etc., pero con el tiempo eso se fue diluyendo y hoy se ha transformado por mérito propio en una de las actividades más satisfactorias que conozco. Tengo una dificultad monstruosa para estar donde estoy y no ir a otro lado, metafóricamente, me refiero. Estoy mirando una película y pensando en lo que voy a hacer cuando termine; esperando el tren y pensando que sigue cuando llego; hablando con alguien y elucubrando a dónde voy después. Pero cuando ando en moto quiero seguir andando en moto, o mejor dicho, no pienso en nada. Estoy en el momento: no hay antes ni después. Es una de las pocas cosas (de hecho, ahora mismo no se me ocurre ninguna otra, pero sé que las hay) que me ponen en ese estado de alineación de los planetas, una forma de sentirme que me aproxima a la razón de mi existencia. Es un lujo que algo que me provoca eso sea alcanzable con dinero, cuando en general en esta vida las cosas importantes son invaluables.
El hecho persiste y la necesidad de sentir que valgo algo tiñe todo lo que emprendo, desde vestirme a la mañana hasta el color del techo de la casa donde vivo. Todo lo veo a través de ese filtro, esa prueba pasa/no pasa que necesito cumplir para verificar si con eso sí, si con eso ahora soy potable para el mundo. Ese hueco en mi autoestima se puede rastrear hasta su origen muy claramente: mi propio padre me dejó, por lo tanto, hay algo en mí que es inaceptable. Así de fácil. Y eso, cableado así desde el principio de mi existencia (apenas había cumplido 4 años) no se soluciona con alguna cita tipo "ya tenés 30 años, dejate de mirar lo que pasó cuando eras chico" dicha por algún famoso desconocido recitada con eco y música oriental de fondo. Ningún yoga puede hacer que vuelva a crecer un brazo amputado.

martes, 21 de julio de 2020

enojo

Soy intenso. Soy difícil... o por lo menos difícil de entender. Una vez que alguien realmente se toma un momento, deja el ego en la puerta y entra a mi cabeza, hasta donde es posible entrar en la cabeza de otro ser humano, las cosas se vuelven más simples. No fáciles: simples. Tengo una serie de reglas por las cuales me rijo en la vida y no son fáciles de seguir, de hecho no siempre lo logro. Y muy raramente veo personas que estén a la altura, pero las hay, y a esas trato de integrarlas a mi entorno. Es un proceso lento y cruel pero enriquecedor. Esas pocas personas que dan la talla generalmente traen consigo cosas que no se me habían planteado y que hacen que suba todavía más la vara.
Suena bien, duro, pero se entiende que es algo edificante, ¿no? Depende. Tengo un carácter de mierda y se me saltan los tapones demasiado seguido. Por suerte no soy agresivo físicamente contra otras personas, de hecho no soporto el boxeo, por ejemplo. Me parece horroroso considerar deporte el dañar físicamente a otro ser humano a propósito.
Desde que tengo a Perro me encuentro de pronto con un ser que, haga lo que le haga, me ama. Soy el centro de su universo, el motivo de su vida, cada minuto que pasa me lo dedica incansablemente. Cuando lo reto, él siempre, siempre asume que es por algo que él hizo mal. Si evito caer en la arrogancia y observo, es muy enriquecedor porque él adopta la actitud sumisa ya sea que yo tenga razón o no, así que queda en mí el intentar hacer la distinción. Nunca puedo echarle la culpa al perro de haber contestado mal y darme pie a escalar la situación. En la segunda temporada de Altered Carbon uno de los personajes dice que la diferencia entre un perro y un lobo es que si pateás al perro, va a venir a lamerte la mano, en cambio si pateás al lobo te va a arrancar la cabeza de un mordisco. No tengo mucha experiencia con lobos, pero la poca que tengo con perros me sugiere que la primera mitad de eso es tal cual. Gracias a Perro y mi predisposición a crecer y evolucionar, de a poquito estoy dando pasos en la dirección correcta, volviéndome más tolerante, empático, razonable y menos impulsivo, irritable e impaciente. Por lo menos me gustaría pensar que estoy mejorando. La gente acá en Argentina también me está ayudando. No quiero martillar sobre temas que me gustaría haber superado, pero el tiempo que pasé en Alemania realmente me degradó como ser humano, así que ahora quiero aprovechar para mejorar. Sé que ante mis ojos nunca voy a ser alguien digno de amor, pero intentarlo es lo mejor que puedo hacer. Además me da satisfacción saber que, aunque me dé contra la pared, estoy trabajando en eso.
Entre otras cosas que observo en mí en esta cuarentena que nos ha puesto en una rutina tan letárgica, es el hecho (probablemente obvio para otros) que la realidad condiciona nuestras reacciones, pero solamente hasta cierto punto. O sea: a una misma situación o estímulo, dos personas pueden reaccionar diferente. Pienso mucho en esto últimamente y es triste pero importante admitir que muchas de las cosas que me hacen tan infeliz en realidad podría manejarlas mejor, que hay más de lo que pensaba que depende de cómo yo lo tome. Con el paso de las semanas voy dándole forma a esta teoría nueva mía y de pronto hoy me encontré con esto:

You are holding a cup of coffee when someone comes along and bumps into you or shakes your arm, making you spill your coffee everywhere. Why did you spill the coffee? "Well... because someone bumped into me, of course!" Wrong answer. You spilled the coffee because there was coffee in your cup. Had there been tea in the cup, you would have spilled tea. Whatever is inside the cup is what will spill out. Therefore, when life comes along and shakes you (which will happen), whatever is inside you will come out. It’s easy to fake it, until you get rattled. So we have to ask ourselves… "What’s in my cup?" When life gets tough, what spills over?

Es importante leer esto. No sé si es 100% cierto; de hecho, no lo creo. Se podría haber preguntado "why did you spill some liquid?", pero no importa. A veces pasa mierda y una reacción fuerte es todo lo humanamente esperable, al punto de que si uno reacciona amablemente es tan estúpido como cuando pasa algo minúsculo y reacciona explosivamente. Un cierto grado de proporcionalidad tiene que haber, si no, es estupidez, no amabilidad o amor y paz o lo que sea. Lo que en Argentina (no sé en otros lados) le decimos "buenudo", en alución a una conjunción de "bueno" y nuestra adorada palabreja "boludo" (estúpido).
Pero el hecho es que tengo un montón de enojo adentro. Enojo con los políticos de mi país, con mi historia, con mi situación de pareja, con el prospecto de esas cosas. Tengo mucho enojo y desesperanza con la estupidez de la gente, que en sí es absolutamente perdonable ser estúpido, pero no el aferrarse a la estupidez o a la ignorancia, que es ser necio. Y hay demasiado de eso, y no le hace bien a nadie más que a los que los arrían como ganado y se aprovechan.
En conclusión, mi enojo. Tengo que sacarme eso de adentro y llenarme de otras cosas menos destructivas, porque me hacen mal a mí y a los que me rodean.

domingo, 12 de julio de 2020

el que calla otorga

Hay cosas que podemos cambiar porque en algún grado dependen de nosotros, y no estoy hablando de una proporción académica, medible con aparatos muy sensibles pero sin relevancia práctica, sino de forma que se sienta un antes y un después, que recordemos el momento en que cambió; quizás aunque sea el punto en que decidimos comenzar el cambio y lo que estábamos viviendo.
Hay otras cosas que no, que por más que tiremos la casa por la ventana, nos depilemos el cuerpo, nos tiñamos el pelo de violeta y cambiemos nuestro nombre a algo impronunciable, van a seguir como estaban, ignorando nuestros mejores esfuerzos y nuestros más penetrantes gritos. Los terremotos, por ejemplo. Nuestro sexo es otra. O la galaxia de Andrómeda, marchando en nuestra dirección a 110 kilómetros por segundo. O el hecho de que el Estado argentino ha hecho de su misión exfoliar a los que pueda, mientras sus integrantes se quedan con la parte más grande y se perpetúan en esos puestos comprando con lo que resta del botín los votos de los más débiles mentales; y en el camino, convirtiéndose en un agente de resistencia al progreso de sus habitantes, tanto de los exfoliados como de las palomas que reciben las migajas.
Jeremmy Clarkson dijo una vez que su definición de locura era tener el dinero para comprarse un Alfa Romeo Brera, y comprarse otra cosa. Einstein, menos prosaico, dijo que era hacer algo una y otra vez de la misma manera, y esperar resultados diferentes. Pero los dos cometen el mismo error: dan por sobreentendido que uno conoce las opciones así como sus consecuencias. O que le importan, o que le convienen.
Normalmente evitaría desmenuzar más detalladamente el asunto político, pero aunque me guarde mis opiniones y me limite a los hechos y, más exactamente, a los fríos y por eso inapelables números, un punto es inescapable: desde alguna fecha aleatoria y sin ningún significado particular... ¿junio de 1946 está bien?... hasta hoy, el peronismo ha estado en el poder 37 años y 3 meses, es decir, el 50,2%. Más o menos en partes iguales, dictaduras y radicales pasaron 36 años y 11 meses en el poder, completando el otro 49,8%. Si dividimos ese período de 74 años usando el punto en que volvió la democracia en 1983, desde ese fatídico junio de 1946 hasta diciembre de 1983 las dictaduras estuvieron 17 años y 2 meses (el 45,8%), el peronismo 12 años y 2 meses (32,4%) y los radicales 8 años y 2 meses (21,8%). A partir del regreso de la democracia y hasta el presente, 11 años y 7 meses (31,6%) fueron bajo gobiernos más o menos in/decentes, mientras que 25 años y 1 mes (el 68,4% del tiempo) fueron bajo alguna variante del peronismo: espresso, ristretto, descafeinado, latte macchiato, con espuma fría, americano, caffe latte... Como los anillitos de Terrabusi, si uno se los come en el cine no tiene la menor idea de qué color son.
La triste realidad es que los peronistas se dedican, se sabe, a buscar fondos de donde sea: los contribuyentes, las joyas de la abuela, los negocios, los puestos, las reservas... y liquidarlos, guardándose miles de millones sin olvidarse de comprar los votos de las palomas con lo que ellos caratulan de concesiones magnánimas (en lugar de lo que realmente son: su obligación) como construir una escuela, inaugurarla 17 veces y llevarse los pizarrones para inaugurar otra escuela. Escuela que debería haber costado 1 millón pero se terminaron pagando 20 millones. Pensándolo mejor, quizás una escuela sea un mal ejemplo. No conozco tampoco muchas bibliotecas, laboratorios o becas de investigación "Néstor", "Domingo" o la hiper-trillada "Evita" (en realidad, gúguel me cuenta que el sindicato de luz y fuerza de Santa Fe tiene una biblioteca con ese nombre, pero por las fotos veo que tengo más libros en mi heladera. Los hospitales inaugurados y reinaugurados con máquinas de rayos X que van y vienen son ya legendarios.
Aunque esto no es exclusivo del peronismo sino que es muy humano, peronistas hay por dos razones: ignorancia o conveniencia. Esto, lo admito, presupones la inconveniencia del peronismo y dije que me iba a guardar mis opiniones personales, pero creo que el caso ya está probado. Los que escapan a esta dicotomía de ignorancia o conveniencia son los que hacen lo que hay que hacer, y de esos hay pocos: San Martín, por nombrar uno.
Estoy harto. Amo mi país, Argentina, pero está gangrenada. De nada sirve maldiagnosticar esto; es lo que es. Mientras más rápido lo pongamos en negro sobre blanco, más rápido podemos empezar a hacernos las preguntas adecuadas como: ¿qué hago acá? ¿qué gano estando acá? ¿qué pierdo? ¿qué puedo hacer al respecto?
Estuve yendo y viniendo varios días con metáforas y comparaciones de lo que es hoy vivir en Argentina, pero ninguna es más simple que la realidad: somos una población en la que hace 35 años había un 4% de pobres y tenía que invertir para estar a la altura de lo que significa compartir este planeta con otros países que venden o compran lo que nosotros producimos o compramos. Son competencia, clientes o proveedores. Y no lo hicimos. Los intentos tibios de algunos se vieron totalmente arruinados por un Estado que ha tenido un éxito rotundo en multiplicar a su masa de votantes a base de convertirlos en clientes, haciéndoles creer que les concede derechos y tirándoles migajas de lo que se llevan para sí. De los 44 millones que somos hoy, apenas 10 millones sostienen al resto y la tendencia es claramente descendiente.

Como diría el pitufo bromista: "te tengo una sorpresita". Excepto que la sorpresita, mi estimado votante, es: no funciona.

Cómo hace esa masa para no verlo, es un misterio insondable. Usar el "a mí durante los gobiernos peronistas me fue bien" es tan miope (y egoísta y torpe) como fácil de retrucar con argumentos lapidarios. Equivale a preguntarle a Blondi qué pensaba de Hitler, y votarlo por eso. Está tan superado el tema que en la mayoría de los países del mundo se considera al populismo como algo prehistórico. Durante una crisis económica como la del 2009 había economistas que aconsejaban gastar menos (para ahorrar) y otros que aconsejaban gastar más (para reactivar). Un lego como yo en el tema le ve ventajas y desventajas a ambas posturas y no puede decidirse; ni siquiera los expertos pueden. Pero hay otros temas que ya están resueltos: el populismo no sirve, el personalismo tampoco, la ideología es nociva, el comunismo es inaplicable. Creo que la monarquía es más actual que el populismo. Una organización política verticalista, personalista y doctrinaria es lo último que cualquier país puede autoinflingirse. Y acá estamos, a merced de la idea de que un voto vale lo mismo, lo emita quien lo emita. Para manejar una moto hay que contestar 25 preguntas; para elegir una boleta y ceder las riendas de nuestras vidas a alguien, basta haber nacido hace más de 18 años. Una locura absoluta.

viernes, 19 de junio de 2020

"les metería un balazo en la nuca"

Me encantan los números.
Cuando era joven y vivía en Buenos Aires, allá por los '90, me compré mi primera moto: una Kawasaki 440 Ltd de 1981. Un día, mientras viajaba a casa por la ruta 2 (recién inaugurado el primer tramo tipo autopista que tiene ahora los 404 km), como no hay una puta curva en todo el trayecto me puse a calcular cuánto combustible gastaba por revolución. El bicho usaba unos 5,5 litros cada 100 km y a la velocidad que iba de 100 km/h, el motor giraba a unas 5500 rpm. Así, la moto gastaba 5500 cm³ cada 60 minutos, o 92 cm³ por minuto, que es lo que tarda en dar 5500 vueltas. Como iba manejando y no podía sacar mi CASIO fx-4200P del bolsillo, la verdad que esos números eran pedorros, así que decidí usar 100 cm² y 6000 vueltas, que mantiene muy bien la proporción (un error de menos del 0,4%). Esto me permitió calcular algunas cosas:
- el consumo por revolución: 1 cm³ (1000 mm³) cada 60 vueltas, o 16,7 mm³ por vuelta, y como era un motor de 4 tiempos y 2 cilindros, esos 16,7 mm³ eran también lo que estaba pasando por cada cilindro cada vez que explotaban, que es el equivalente a poco más que 3 gotas de lluvia.
- el consumo por segundo: 1,67 cm³.
- la distancia viajada por revolución: 100 km/h son 1667 metros por minuto, que es lo mismo que el motor tarda en dar 5500 vueltas, así que la moto se avanza 30 cm a cada vuelta del cigüeñal.
Eso, ya está. ¿Qué gané con semejante proeza? Nada de nada, excepto la satisfacción de saber la respuesta a una pregunta que nadie (mentalmente sano) hizo, y que el tiempo entre la planta de Villavicencio y Chascomús se fuera más rápido.
También calculé cuánto café molido gasto por pocillo comparado con Nespresso, y en dinero es 9 veces más barato. Oh, sorpresa. Para ser más exacto, los $355 que pago por 1/4 kilo de café me rinden unos 45 pocillos, o sea que cada uno sale $7,80, contra los $70 que sale una cápsula. Y sin entrar en el tema del aluminio.
Pero hay días, sobre todo en esta cuarentena sobrecargada de tarados con micrófono, en los que uno se convierte en una especie de Pablo Escobar de concentración homeopática y se va a la playa con el perro. Vivir en una ciudad con mar, a minutos de la costa, y no verlo por 50 días es como tener un pasaje en primera para volar a Europa y pedir sentarse en turista, comida incluida.
Mientras estaba ahí, en los 150 metros entre escollera y escollera y 50 metros entre bajada a la playa y la orilla, poniendo en peligro la salud pública junto con otras 10 personas, calculé que teníamos 750 m² por persona, o un círculo de 31 m de diámetro, justamente la distancia entre cada ser humano presente. Y eso suponiendo que estuviéramos todos solos, caminando individualmente y ocupando el mayor espacio. En realidad había varias parejas que estaban de la mano, así que la verdadera distancia promedio era de unos 50 metros; como poner dos personas en una cuadra. Riesgo de contagio: cero. Por fortuna vinieron tres integrantes de nuestra exquisitamente educada, meticulosamente seleccionada y altamente entrenada (durante un extenso proceso de... ¿20 minutos?) fuerza policíaca, equipados con un disfraz mágico, un arma de fuego y un conjunto de directivas muy complicadas. Esta punta de lanza de lo mejor que Argentina tiene para ofrecer en materia cerebral, nuestra primera línea de defensa para garantizar un Estado de Derecho, en este caso en particular se componía de un hombre y dos mujeres con sus respectivos uniformes, camperas, chalecos, gorros, barbijos y armas. Y silbatos. O por lo menos una de las dos mujeres, y venía soplando el puto pito del orto ese desde hacía varios minutos, rompiendo la paz y la tranquilidad de todos los que estábamos a menos de 500 metros de la retardada desubicada esa.


Cuando por fin pasaron por donde yo estaba, persiguiendo a una pareja de terroristas (que resultaron ser enfermeros de terapia intensiva de un hospital acá en Mar del Plata, no less), una de ellas se quejó diciendo "¡siguen caminando!" a lo que la pichona de Marie Curie que la acompañaba contestó "les metería un balazo en la nuca". Excelente. Sobre todo, y no porque le saque mérito propio, en estos tiempos en que entre las noticias del virus se cuela lo que pasó en EE.UU. con George Floyd.
Yo no puedo evitar preguntarme: ¿nos merecemos esto? ¿esta... "policía"? Porque para ser padre hace falta más que tener sexo con una mina y que por una de esas casualidades suceda en el momento justo del ciclo y un espermatozoide entre al óvulo. Con ese criterio, cualquier hombre que hay tenido sexo debe ser catalogado como padre, si total el resto depende de la casualidad. Sacrificar horas de sueño, invertir esfuerzo, tiempo y dinero, sacrificar viajes y salidas y dedicarse a amar a un bebé es lo que diferencian el echarse un polvo del ser padre. ¿No me creen? ¿Tener el dinero para comprarse un auto de 400 caballos nos convierte un Fangio?... Me parecía. Patéticamente análogo es el caso de un deficiente mental que se pone una camperita azul y sale a acosar y prepotear a sus conciudadanos, aportando tanto al orden social y a la defensa de la Ley como una paloma cagando en un auto estacionado. Y mientras tanto los ciudadanos pagan, se confían y se someten. Justamente los ciudadanos que intentan escuchar qué carajo quieren estos "policías", pero no pueden porque en ese momento, a 100 metros de distancia, pasa otro descerebrado con su motito con escape libre y sin casco y a la mierda la siesta, las conversaciones y el respeto en general. No, para eso no están estos "policías". Mi pregunta fue, es y seguirá siendo: ¿para qué están? Pero ahora también es: ¿por qué están?

miércoles, 3 de junio de 2020

ignorance is bliss

Cuando uno escribe, casi como cuando uno habla por teléfono, se nota el estado de ánimo con que lo hace. Cuando la persona del otro lado del teléfono está sonriendo nos llega, y cuando alguien escribe con alegría, o tristeza, o por obligación, también. Quisiera escribir sobre algo que no sea la cuarentena, el virus, mi vida sentimental (allá con la armada de Luxemburgo y el sentido del humor feminista), la corrupción, la estupidez humana o lo mucho que extraño andar en moto en Sicilia.

Señores y señoras: Perro.

Mi mamá dijo una vez que los italianos existen para que al resto de nosotros nos quede claro lo inútiles que somos en la cocina. Trasladado a Perro, su existencia deja bien claro que el mejor ser humano no puede ni aspirar a ser tan buena persona. Su combinación de humildad, gentileza y devoción hacia mí no hace más que contrastar con el poder que lleva a escondidas: a las 13 semanas de vida ya podía correr más rápido que yo y ahora puede correr círculos alrededor de Usain Bolt. Esto no es una de mis metáforas exageradas, es maravillosamente cierto: Bolt alcanza una velocidad máxima de 45 km/h; un pastor australiano llega a los 60. Otra maravilla de este bombonazo es que con la misma mandíbula con la que juega a mordisquear mis dedos puede triturar mi antebrazo. Le tiene miedo a un caniche de 6 kg que le ladre fuerte, pero es capaz de enfrentar un mastín inglés de 100 kg si cree que me puede hacer daño a mí, con total desdén por su propia vida. Y como si no fuera una de las criaturas más lindas que conozco, encima tiene un olor exquisito. Entierro la nariz en su pelaje y huele a miel, coco, vainilla, leche fresca, campo, árboles y amanecer. Es obediente, gentil, respetuoso, mimoso, empático, inteligente, leal, incansable, fuerte y resiliente. En conclusión, imaginarme los días sin él es peor que imaginarme los fines de semana sin moto.


Vivir con un ser así no es fácil, requiere compromiso y mucha paciencia. El compromiso es necesario porque no es una tortuga o un hámster: es una criatura inteligente y emocional, con una mentalidad que lo hace muy apegado a su dueño y muy protector. Cada segundo del día está pendiente de lo que yo hago, siento o digo, e intenta complacerme como si toda su existencia dependiera de eso. Si estoy sentado trabajando en la computadora, ahí está a mis pies. Si me levanto a buscar un vaso de agua, a los 5 segundos aparece mágicamente acostado en la cocina. Voy al baño y se recuesta contra la puerta. Voy a dormir y se ubica al lado de la cama. Eso sí, se la pasa del sofá a la pieza y al sillón toda la noche, cambiando de posición cada 20 minutos. Pero a la mañana, apenas escucha el más mínimo cambio en el ritmo de mi respiración, ahí asoma para darme los buenos días.
Si la AFIP, el COVID-19 o la moto no me invitan a tocar el arpa antes de lo que estima el INDEC, casi que le tomo rencor porque sé que se va a morir antes que yo, con suerte en unos quince años; o mejor todavía, en quinientos. La idea es intolerable pero la realidad es inescapable, así que no queda más que ignorarla, enterrándola en algún lugar de mi psique y encapsulándola, algo así como haría el pulmón con el asbesto.
Por supuesto, no soy el único que piensa así. Hay mucha gente que adora a su perro y se le ocurren mil maneras de ponerlo en palabras, pero hace unas semanas leí esta: "Quizás una de las razones por las que es tan lindo tener un perro es que cuando te sentís mal no va a tratar de averiguar por qué." Puede que sea cierto, no sé, pero definitivamente es una de las muchas cosas lindas que tiene: me acepta. Me acepta con mis rabietas y mis cambios de humor y los retos cuando mete el hocico donde no debería. Se aguanta que lo patee cuando camino del sillón a la cama a obscuras en el departamento y el tonto se pone adelante. A veces pienso que me gustaría saber qué piensa de mí, pero a veces creo que es mejor permanecer en la tibia y confortable ignorancia.

jueves, 30 de abril de 2020

consecuencias

Si usa cualquier cosa que tenga un estampado de leopardo: zapatos, ropa interior, capucha, cartera, tapizado, cinturón... lo que sea.
Si no tiene sentido del humor.
Si no escucha.
Si no piensa.
Si come con la boca abierta.
Si es gorda.
Si es promiscua.
Si no sabe, puede o quiere pedir disculpas cuando debería.
Si es feminista.
Si es machista.

Estoy leyendo un libro italiano, en parte para practicar el idioma, en parte porque me encanta. Es una especie de compendio de historias de viaje, tomando de la mano el viaje interior al viaje geográfico del protagonista de turno. Seguro que hay mucho romanticismo de mi parte, pero el hecho es que disfruto este libro como si saboreara una comida de a bocados chiquitos o el desvestir a una mujer si solamente en eso pudiera írseme la noche entera.
Al principio no fue voluntario: hay muchas palabras que no conozco y tengo que leer y releer (y en el interín buscar en el diccionario) y volver a leer para captar la esencia de las oraciones, de los párrafos y, eventualmente, de la historia. Y son historias hermosas, con párrafos muy bien escritos, y con oraciones simples y bellas. Lo bello generalmente es simple. A medida que avanzaba, de a 1 o 2 páginas por día, empecé a darme cuenta que el ritmo lento que llevaba era el motivo por el que disfruto tanto este libro. Era la diferencia entre tomarse el subte desde el Louvre hasta el Arc de Triomphe o ir caminando: el subte tarda 5 minutos, caminando puede llevar toda una vida.
Otro factor enorme que me hace difícil y lento leer libros en italiano es que tantas palabras suelen traerme recuerdos muy fuertes. En las 500 veces que fui a Italia, ya sea por un par de horas o por 3 meses, a rascarme el higo o a trabajar, casi no recuerdo cosas malas. Una vez, en Roma, un imbécil de la Guarda di Finanza (una descripción para nada específica, por lo que supe después con los años) quiso demostrar que tenía el pito más largo, pero fue una de esas cosas que uno olvida nada más dar vuelta a la esquina. Otra vez perdí la billetera, o mejor dicho me la dejé en el techo del auto mientras cargaba combustible, y cuando llegué al hotel... bue... digamos que no estaba más en el techo del auto. También me agarró una lluvia monstruosa en Verona y tuve que pagar €180 una habitación por una noche, porque había una feria de la industria del mármol y estaba todo ocupado. Honestamente no puedo acordarme de nada más para poner en la columna de los negativos, que ni siquiera lo fueron. Dimos vuelta la esquina y el bobo de la Guarda di Finanza desapareció para siempre; compré una billetera por €5 y reemplacé las tarjetas con un par de llamadas, y disfruté la vista del piso 14 en una de las habitaciones más lindas en las que he estado.
De atardeceres también me acuerdo. En general sobre la moto... siempre sobre la moto. Si manejaba medianamente hacia el este veía mi sombra, larga, acovachado atrás de la pantalla, complementando la silueta de la moto como si hubiéramos sido paridos juntos. A veces con mucho frío porque había salido varias horas antes y no llevé abrigo para la vuelta, y sin embargo traía conmigo el calor que solamente da el sentirme más rico interiormente por las experiencias del día. La cantidad de palabras que asocio a otras tantas anécdotas... creo que abarcan todo el diccionario.

A medida que pasan los días, la cuarentena y yo nos amigamos, e incluso Martín y yo nos amigamos, y charlamos (la cuarentena, Martín y yo) de algunas cosas que viví y me invade una nostalgia profunda, aunque no como la que lleva a uno a deprimirse, sino a inspirarse, a querer hurgar en los recuerdos y capitalizarlos de alguna manera: una nostalgia positiva. En lugar de ponerme triste por no estar allá donde andar en moto se siente como si hubiera nacido para vivir cada segundo, me hace pensar en lo que voy a hacer cuando todo esto pase y pueda ir una vez más. Incluso extraño cosas que no sabía que extrañaría, como la nieve (aunque no como para anhelar volver a verla jamás), o los supermercados en Alemania, tan surtidos, o la posibilidad de estar en un café lleno hasta el traste y de todos modos poder concentrarme en un libro porque todos hablan un idioma ajeno. Creo que son cosas que un argentino no puede encontrar en Argentina, ni siquiera en Buenos Aires.
Algo más que trajo la cuarentena fue el virtualmente anular la posibilidad de conocer a alguien en plan romántico. Para alguien tan inútil y negado como yo en el campo de conocer nuevas personas, y tan desesperado por encontrar mi mejor mitad, esto es algo serio. La cosa ya venía de mal en peor y que de pronto nos digan a todos que no nos acerquemos, que no hagamos cursos o exhibiciones o competencias de nada... te caga todo un montón de posibilidades de conocer gente, mujeres en particular, de edad apropiada, con cerebro, atractivo estético de mi gusto particular y alguna que otra cualidad que tiene que tener y alguna otra que no.
Es normal que al conocer a una chica que me atrae un poco, al punto de darme curiosidad, busco crear la situación donde pueda bucear en ella un poco más para eventualmente descubrir que no es lo que yo esperaba. Como en cualquier proceso de aprendizaje, cada vez que esto sucede es necesario destruir una pequeña parte de mi entendimiento de las mujeres y del mundo, para reemplazarlo con algo más ajustado a la realidad con lo que proceder mejor la próxima. Un ciclo de este tipo tiene la desventaja de ser lento, absorbente y caro emocionalmente. La inversión es mucha y el beneficio, hasta ahora, nulo. Como siempre digo: me importa un bledo que lo que te no te mata te hace más fuerte. Yo no quiero ser más fuerte, quiero ser feliz.

jueves, 9 de abril de 2020

soy feminista

Quién lo hubiera dicho... Lo descubrí anoche mientras volvía a casa con Perro y esquivaba controles policiales como si fuera Pablo Escobar con una mochila llena de merca. Hice compras para mí, para mi mamá y saqué al pobre bicho que se está oxidando de no hacer nada. Es como tener el Octubre Rojo reposando en el comedor; no está hecho para eso.
El COVID-19 tiene estadísticas interesantes, si entendemos como "interesante" que te disparen en la rodilla. Pero yendo a los números, tiene una mortalidad de alrededor del 5%, y varía por país en función de cuánto hace que están lidiando con el problema, la tasa de pruebas, la capacidad sanitaria, cuestiones culturales, etc. Por ejemplo, por nombrar dos países que geográficamente son muy cercanos pero en todo lo demás podríamos hablar de antípodas, Italia tiene una mortalidad del 12,1% mientras que Alemania el 1,2%: 10 veces menos.
También hay disponibles estadísticas de las muertes por edad, que muestran muy claro que cuanto más viejo el paciente, más probabilidades de morir. Esto se junta con la forma en que actúa el virus, que es básicamente una gripe de mierda que afecta nada menos que la respiración. Así que si uno es viejo, lo usual es que acumule durante su vida alguna afección, y el virus, si no te mata solito, se alía y potencia lo que ya tenías para mandarte a tocar el arpa. De lo que no se habla tanto, aunque se sabe (pero no el porqué), es que si bien afecta a ambos sexos por igual, por cada mujer que muere por el virus, mueren 3 hombres. Esto es claramente discriminación sufrida por las mujeres por el COVID-19. Lamentablemente, opciones como fusilar dos mujeres por cada tres hombres que mueren por este virus podría ser interpretado como una bestialidad en algunos círculos, ya sea que se trate de una mujer sana o de una que ya esté en terapia intensiva. Quizás sería algo más tolerable para las sensibilidades establecer cupos de acceso a los respiradores; algo así como los cupos a gerencias en las empresas o en los poderes legislativos, o a cualquier lugar donde se le dé prioridad a las mujeres, incluso en inferioridad de idoneidad para el cargo basándose en algo tan ridículo y patriarcal como un currículum o, peor todavía, los méritos objetivos de les candidates. De esta manera obligaríamos a ese virus machirulo a ponerse las pilas y tratar a todes por igual. Punto 1.
Punto 2: en Argentina, la esperanza de vida de las mujeres es de 80,3 años, mientras que la de los hombres es 72,8. Contra toda lógica, sin embargo, las mujeres se jubilan a los 60 y los hombres a los 65. Esto significa que actualmente las mujeres representan el triple de costo para el sistema previsional. Una solución muy simple para corregir semejante injusticia provocada por el patriarcado sería triplicar las retenciones previsionales para las mujeres, o disminuir a un tercio el monto de sus jubilaciones; o una combinación de eso que equipare la relación aportes/beneficios a la de los hombres. Un gran paso en pos de la igualdad de géneros y en la eliminación de la omnipresente misoginia, y al mismo tiempo un empujoncito nada despreciable a las arcas del Estado. Win-win. Una opción más tierna para los espíritus delicados sería que las mujeres trabajen más años (hasta los 71 y 3 meses, decimal más, decimal menos), cosa de equiparar la relación entre tiempo aportando y tiempo gozando beneficios.
Punto 3: por cada mujer que muere asesinada, mueren 4 hombres. Es decir, los asesinos son claramente misóginos. Pero con la ayuda abnegada por la causa que nos pueden prestar las miembras integrantas de nuestro movimiento, seguro lo logramos: por cada 4 hombres que mueren asesinados, 3 participantas de las marchas de niunamenos se paran en una palangana, la llenan de cemento y se tiran al río, mar o ciénaga de su conveniencia, con tal de que tenga como mínimo 2 metros de profundidad. Hasta podemos organizar colectas populares para cubrir el flete para aquellas que no vivan cerca de alguna de esas tres cosas. Siempre queda la opción de fusilarlas, claro, para lo cual podemos poner una línea de atención telefónica para que se comuniquen las voluntarias a sacrificarse por la igualdad de género.
Punto 4: aunque las mujeres intentan suicidarse unas 3 veces más que los hombres, las muertes por suicidio son 3 veces más altas en los hombres. O sea: el suicidio es androcentrista y misógino, negando a las mujeres la libertad de tomar decisiones sobre sus vidas. Después de todo, ellas luchan por su derecho a echarse un polvo con quien y cuando se les cante (literalmente) la cotorra, y exigir un aborto legal, seguro y gratuito, o sea, asesinar a la vida que llevan gestándose, y la intervención debe ser pagada por el resto de la sociedad en lugar de despilfarrar los impuestos en abastecer hospitales, escuelas y comisarías. Entonces, la forma de contrarrestar semejante injusticia en las tasas de suicidio me parece demasiado obvia, pero revisando el historial de la capacidad de análisis de más de une, mejor explayarse: hay que hacer demostraciones, pintadas, gritos y protestas en cada foro que exista para que el Estado garantice el suicidio legal, seguro y gratuito, proveyendo a las voluntarias con sogas (de buena calidad, con perfumito a almendra o nectarina, confeccionadas en algodón de cultivos renovables, con terminación suavecita que no dañe la piel del cuello), navajas (afiladas, desinfectadas, con mango hipoalergénico), edificios altos (con alfombra roja a puntos de salto claramente señalizados, quizás un fotógrafo de turno para inmortalizar el evento) o cualquier otro medio que la mujer de turno necesite para terminar con su vida en forma efectiva y eficiente, y así avanzar hacia la tan elusiva igualdad. Quizás dictar cursos sobre métodos efectivos e indoloros, porque se ve que muy claro no lo tienen. Métodos como tirarse adelante de un tren deberían ser desalentados, porque provoca retrasos y otras complicaciones, además de necesitar mucho limpiavidrios.

Tan ridículas suenan algunas de estas cosas, que es increíble que alguien haya llegado a este punto sin haberse dado cuenta de que es una sátira, pero más relevante es que no resulten obvios los paralelismos que tienen con la realidad, cosas que ya están pasando, aunque invertidas. En nombre de conseguir una supuesta igualdad (supuesta por dos motivos: porque no es eso lo que persigue hoy el feminismo, y también porque la igualdad hace décadas que fue conseguida) se cometen atrocidades y estupideces contra los hombres, a veces incluso rubricadas por poderes legislativos que deberían estar muy por encima de semejante idiotez, como si hubiera que desquitarse en lugar de luchar por algo con verdadero valor y que realmente aporte a nuestra evolución como especie. Es triste que haga falta la aclaración, pero estamos en una época donde los fanáticos irracionales y deshonestos intelectuales, y no solamente en este tema, en lugar de ir extinguiéndose y dejando lugar al progreso, tienen cada vez más cuña gracias a herramientas tan constructivas como gritar más fuerte, avasallar los derechos ajenos y aferrarse tenazmente a la ignorancia. Entre esas cuñas se incluye la censura a todo lo que no se ajuste a su cosmovisión, en lugar de plantear argumentos.
Basta con ver lo que pasa hoy en día en el Congreso argentino: la pelotudez figura de femicidio fue reconocida (si bien no explícitamente, lo cual no sé si es por sentido común o por evitar quedar como idiota tan patentemente) en el Código Penal por medio del Artículo 80 in fine, aumentando la pena por matar a una mujer en comparación a matar a un hombre. Esta pena era de 8 a 25 años en función de las circunstancias, pero ahora es reclusión perpetua cuando el asesinato se haya producido por un hombre y por el hecho de que la víctima sea mujer. Vale decir, si una mujer mata a un hombre porque es hombre, entonces la pena máxima sigue siendo 25 años, pero si es a la inversa, obligatoriamente es reclusión o prisión perpetua. Precioso.
Como ese hay, increíblemente, muchísimos ejemplos. Como la idiotez que viví en la empresa donde trabajé en Alemania, donde un día nos mandaron un memorándum, muy orgullosos ellos, explicando que a igualdad e incluso en inferioridad de calificaciones entre dos candidatos de diferente sexo, iban a elegir a la mujer... por ser mujer. El nivel de condescendencia que hay que tener para hacer eso no se le escapó a ninguno pero sí a muchas, que no solamente no dijeron ni pío sino que encima festejaban. Faltaba que le dieran un chocolatín a la nueva empleada, como al chico con síndrome de Down que hace un dibujo de mierda, más parecido a una paloma contra un tren bala que al perro que intentó dibujar, pero nadie se lo dice. Mi problema quizás sea que acostumbro tratar a la gente adulta como adultos, no como idiotas, independientemente de qué tienen entre las piernas; aunque no parece ser una costumbre generalizada.

sábado, 28 de marzo de 2020

al César...

Como probablemente le pasa a la mayoría de los seres humanos en este momento, es casi inevitable que piense en el virus que se nos vino. Los pensamientos siguen las líneas obvias y trilladas: qué protocolos de desinfección y cuidados tener en cuenta, y qué hacer con el tiempo libre mientras estamos presos. De a poco, también, empezaron a surgir esas listas muy lindas de cosas que empezamos a extrañar y a las que no les dimos valor hasta ahora, que nos faltan.
Una reflexión: pelotudos. Todos. Lavarse las manos cuando llegás de la calle. ¿En serio? ¡No jodas! Estornudar en el pliegue del codo. Impactante. No respirarle en la nuca al que está adelante en la fila. Innovador. No digo que todo sea tan obvio, por supuesto, pero la mayoría de las cosas son simples medidas básicas de todos los días para una persona que sin ser paranoico o germofóbico, tenga un mínimo de sentido común y prefiera no ir por la vida compartiendo el menú de porquerías propios y de los demás. Entre lo que no es tan obvio, uno por suerte puede documentarse buscando en internet de fuentes confiables, sin tener que ir a una biblioteca o hablar con un profesional en epidemiología. Eso es gracias a la misma mierda que hizo que este virus se propagara con tanta rapidez por todo el planeta: la interconexión de que disfrutamos. Pero ese es tema para otro día.
Lo de qué hacer con el tiempo libre es un catálogo de buenas intenciones (con mayor y menor éxito) y a la vez una radiografía de la cabeza de la gente, que propone pelotudeces monumentales y que revelan en el estado comatoso en que viven. Por ejemplo: ordenar, limpiar, leer. Aaaaajá... O sea que el que manda semejantes pedazos de sabiduría vive en un caldo de quilombo, mugre e ignorancia, y recién cuando tiene que convivir con eso y no simplemente saltar de la cama al baño es que se da cuenta del inconveniente de no saber dónde están las cosas, si las puede tocar, o si la tierra es redonda. Cómo mierda algunos llegan a viejo es un misterio. O Darwin estaba equivocado.
Lo tercero y más interesante para mí es la lista de cosas que la gente ahora empieza a extrañar: un abrazo, la plaza, el teatro, el café con amigos, cosas así. O sea, vivías en tal nube de pedos que no valorabas las cosas más obvias y por supuesto eras ajeno al privilegio de poder disfrutarlas. Ni hablar del hecho de que más de la mitad de la población mundial no tiene agua potable. En Argentina eso baja al 15%, pero antes de tirar globitos de colores pensemos que el 15% de 44 millones son 13 millones de personas: si listamos en orden creciente cada país, territorio y colonia del mundo por su población, equivale a los primeros 79 de esa lista. Lo que en demografía se llama un montonazo. Y todos sin agua, imaginate.
A mí se me ocurren otras cosas para esa lista de cosas que extrañamos (o que yo extraño), y creo que el motivo para que yo las note es el mismo rasgo que le da su aporte a mi pequeño talento para la fotografía: curiosidad, ojo atento, pasión por lo que a la mayoría le pasa por al lado y ni se enteran. O quizás es al revés y lo desarrollé justamente porque practico la fotografía, pero también la depresión me pulió ese sentido, algo así como se le agudiza la audición a un ciego. Si quería mantenerme vivo y no veía las cosas buenas de la vida, tenía que salir a buscarlas. Y generalmente encontraba la belleza en las cosas más chiquitas, más desapercibidas y presumiblemente humildes de nuestra existencia: el sonido del viento en diferentes situaciones, la posición de las patitas de Perro cuando duerme, el pan rallado de las milanesas de mi mamá, el olor del agua... el olor de todo, ahora que lo pienso. Las cosas que damos por sentado, en cambio, siempre las aprecié: el tener un cierto mínimo de salud, mis dos piernas, brazos y ojos, disfrutar del hecho de tener todos los sentidos, cosas así. El hecho de que a veces me desborde la felicidad, como cuando atardecía en Sicilia y yo andaba en moto, son cosas extraordinarias que le alegrarían la existencia hasta al más amargado. Aprendí, y un amigo hace un par de semanas me lo recordó, a ser agradecido, a dar las gracias en vos baja a whatever god may be, o a algún benefactor, o hasta a mí mismo por mi temple, por mi honestidad, por haber sabido aprovechar las circunstancias sin jorobar a nadie. Ver esas perlitas, apreciarlas, valorarlas, disfrutarlas, en días buenos o malos, ya es un motivo de alegría en sí mismo. Como el que estoy vivo, sin fiebre, tos o dificultades respiratorias, y lo mismo puedo decir de los tres gatos locos que componen mi familia, y puedo escribir estas cosas.
Hablando de agradecimientos... Como comenté la última vez, en estos días la gente empezó a salir a las 9 de la noche al balcón y ventanas a aplaudir a médicos y demás persona sanitario. No estoy muy de acuerdo. Un médico, además de para ganar un montón de plata, se mete en medicina para tratar precisamente con cosas como esta. Quizás no una pandemia, pero sí para involucrarse con los pacientes víctimas de esa pandemia. En Italia o España, con decenas de miles de infectados y un sistema sanitario desbordado (en ambos casos superan los 1200 infectados cada millón de habitantes), a esos aplaudo; cada médico, enfermero, conductor de ambulancia y demás trabajan 20 horas por día, y cuando terminan y vuelven a la casa ponen en riesgo a sus familias. Es horroroso. Pero en Argentina, con apenas (todavía) 13,4 casos cada millón de habitantes, los médicos por ahora están en 2da línea, y ojalá siga así. Como no creo en duendes tabulados en un rejunte de leyendas esbozadas hace más de dos mil años por gente que no sabía siquiera que el planeta era redondo (o qué era un planeta), no rezo, pero cada uno es libre de sacar sus propias conclusiones en vista de la evidencia. Los que sí se merecen un aplauso hasta que nos salgan ampollas en las manos son los policías, que nos cuidan de nuestra propia estupidez y la ajena; los carteros, que siguen su trabajo, los conductores de camiones, que siguen entregando mercaderías, y si no fuera por ellos nos moriríamos de hambre o nos sacaríamos los ojos entre nosotros por ese último paquete de fideos; a los cajeros de supermercados, que están en más contacto con gente que un epidemiólogo; los que siguen llevándose la basura y así prevenir pestes todavía peores; los que trabajan en las centrales de energía las 24 hs para que nosotros podamos seguir disfrutando de películas con las que puentear esta medida distorsionada pero necesaria en una sociedad como la nuestra que es la cuarentena. En fin, todos esos que hacen que el país no quede paralizado, y nosotros culo pa'rriba esperando el final sin poder hacer absolutamente nada.

sábado, 21 de marzo de 2020

catorcena

Hace unos días me llegó una carta de un amigo de Alemania, pero recién hoy pude pasar a buscarla. Mientras la leía y me contaba de cómo piensa agrandar su casa porque nació el segundo hijo, mi cerebro se retrotrajo a cuando lo conocí en un departamentito de Osnabrück cuando estaba de novio con una argentina, una que además de no ser lo que se dice la velita más brillante de la torta, terminó siendo también una trola de mierda que le metió los cuernos hasta que se cansó, se lo contó, y lo largó a su suerte mientras estaban en Bariloche. Una joyita la pendeja, bah.
En aquel entonces yo era inocente, más incivilizado que ahora, con más alegría de vivir y mentalmente a pleno; me tomaba cada dificultad como un desafío que había que superar, como si superar desafíos fuera un fin en sí mismo, una chapa que sumar a mi colección de trofeos, títulos y anécdotas exclusivas. Overachiever le dicen los psicólogos.
Pero la vida, como podía, se me hacía linda. La depresión no se había presentado, aunque en las cavernas y resquicios de mis psique trastornada se cocinaba de todo. El pasto todavía olía a verde, los locales no habían mostrado (o yo no había visto) su lado más feo, la Suzuki era un Soyuz con ruedas, las mujeres no eran una motosierra en el esófago. Todo estaba sembrado, pero no había sido regado; Alemania se encargó de eso. Gracias totales.
Este amigo vive en un pueblo chiquito en el norte y es carpintero. No hay que imaginarse a Geppetto, el papá de Pinocho, sino que la empresa para la que trabaja se especializa en amoblamiento a medida para yates de lujo. No se trata para nada de algo artístico, aunque hay que tener oficio para saber dónde está la línea entre lo que es factible y lo que es un delirio del cliente, que puede estar muy dispuesto a pagar para que se realicen sus delirios; ahí es donde el oficio se aplica a empujar la línea. Los dos dueños de la empresa tienen las ideas, él hace los planos, y otros fabrican. Y él a veces también instala.
Después de que la estúpida ex-novia argentina lo descartara en Bariloche, decía, pasó un tiempo solo hasta que encontró una alemana que hoy es su esposa, y en los últimos años tuvieron dos hijos. ¿Yo? Bien, gracias, con Perro y mi séptima moto estacionada abajo en la cochera, y una familia chica, trastornada, pero que todavía me habla. No es poco.
Pero... no es suficiente. Quiero novia. Sí, sí... surprise!, nunca lo mencioné: quiero novia. Y como yo tengo tanta suerte que cuando me tomo un taxi viajo parado, teniendo una candidata preciosa a mi alcance, vino lo que vino de China y se dictó cuarentena. Catorcena, más bien, porque por ahora se prevé que dure catorce días, no cuarenta. Tiempo después del cual ella habrá encontrado a otro.
Pero antes de hundirme en algún lloriqueo (y peor todavía: repetido) voy a encarar hacia el tema del momento, que ni hace falta nombrarlo, con algunas observaciones.
Esta semana se copió la iniciativa que tuvieron los españoles y el 19 a las 21:00 la gente salió a los balcones o a las ventanas y dio un gran y emotivo aplauso dedicado a las personas de las distintas ramas de los servicios de salud, por el esfuerzo y el riesgo de estar en la primera línea en el combate contra lo que estamos pasando. En mi opinión, fue como el Premio Nobel de la Paz que le dieron a Obama en su momento: un voto de confianza y una forma de pedirles a médicos, enfermeros, conductores de ambulancias y demás que se pongan las pilas, no realmente algo que se hayan ganado. Los que horas después, una vez que se inició la cuarentena, realmente se hubieran merecido un aplauso son los de las fuerzas de seguridad, los simples policías de a pie que tienen que recorrer la calle y decirle a cada ñato que se encuentran que vuelvan a su casa, que todos tenemos que colaborar. Esos pobres policías se tienen que bancar idioteces del calibre de "a mí nadie me dice lo que tengo que hacer" o "no exageremos, es una gripe" o el infaltable "andá a LPQTP", y en el interín se exponen a contagiarse. Por lo menos los médicos, una vez que reciben a un enfermo, ya saben con lo que están tratando y están preparados con barbijos y demás. Los policías no tienen el entrenamiento necesario para cumplir esta tarea: si alguien se retoba, tienen que entrar en el contacto físico típico de una detención y corren el riesgo de que los escupan o los lastimen, y eso los expone. Mis aplausos por no quedarse en casa y salir a protegernos a todos de nuestra propia estupidez.
Feliz comienzo del otoño.