viernes, 25 de junio de 2021

maldita profecía

Trato de no molestar con mi carácter y mi tilde de intolerante, pero cuando alguien hace fuerza para ser ignorante me es difícil callarme. Ya lo mencioné alguna vez: en inglés, ignorant se refiere sobre todo a una persona que activamente desconoce algo o a alguien, es decir, sabe que está ahí, que algo es así, pero decide no reconocer la existencia de eso que lo incomoda por algún motivo. En forma menos usual, se refiere también a aquel que simplemente no sabe algo porque nunca adquirió el conocimiento, lo cual es más literal y fiel a la etimología del verbo ignorar, que viene del latín ignorare y se forma con el prefijo in- (no) y gnoscere (saber). En castellano, en cambio, la palabra ignorante comparte las mismas acepciones que en inglés pero en orden inverso de importancia: lo más usual es para referirse a alguien que no se enteró de algo, y no es tan común usarla para alguien que decide simular que no se enteró. Algo por debajo de esta estaría necio, que es el que niega algo a pesar de ser enfrentado a la prueba de ello. En el espectro lingüístico que forman estas palabras, no sé dónde caería cabeza dura, terco u obstinado, pero si bien estoy seguro de que cada una tendrá su origen y explicación, no tengo ganas de filosofar tanto.
Tengo ganas de escribir de tantas cosas. De la estupidez de la gente, para lo cual el párrafo anterior serviría de introducción. O sobre lo mal que me siento en mi propia piel, por ser yo, tan inquerible. O de cómo me siento por no encontrar a mi media naranja y todas las cosas que haría si tuviera novia, desde prepararle el desayuno hasta discutir el nombre de un posible hijo. O de las cosas que extraño de vivir en la civilización y lo avergonzado que me siento de ser de la misma cuna que los argentinos.
Mientras tanto, sigo asqueándome de las mujeres, enojándome con mi incapacidad de ignorar detalles que ni siquiera estoy tan seguro de que haya que tenerlos en cuenta, y frustrándome con el estado de las cosas. Aparentemente, en esta nueva normalidad está bien que una mujer le diga a un hombre que demuestra un interés romántico en ella, que tuvo su etapa en la que la pasó bomba teniendo sexo pero ahora busca algo más en una relación. Si uno arquea una ceja, ella pregunta "¿vos no querés más en una relación?". Si no fuera por la seriedad del tema, un diálogo de borrachos sobre postes de luz que van y vienen sería más substancial.
Mi temor principal cuando analizo mis motivaciones y opiniones y los razonamientos que sigo para adoptar una posición, es que me voy a morir estando en lo correcto, habiendo defendido lo que creo que debe ser defendido... y solo. Quizás con mi perro, que es el único que se sube a mi cama conmigo. Quizás ni eso. Y peor: probablemente no venga nadie a mi funeral, como cuando le cayó la ficha al tío Albert en ALF. De alguna manera, en los últimos años, las mujeres decidieron que la igualdad significaba identificar todas las estupideces del otro sexo y, en lugar de pelearlas, imitarlas. Algo así como si cuando uno pincha una rueda del auto en la ruta, en lugar de arreglarla decide pinchar la del otro lado.
En su libro Con el cariño de tu abuela, Lidia María Riba escribió "Tiempo para soñar; tiempo para recordar y tiempo para alcanzar las estrellas. Tiempo para ser lo mejor de ti." ¿Cómo puede uno sobrevolar esas palabras sin querer aterrizar, aunque sea por un rato, a contemplarlas? En el estado en que estuvo mi cabeza por tantos años, y que un poquito sigue estándolo, soñar es un lujo envidiable. Y más en Argentina, donde uno pelea día a día para llegar a fin de mes comiendo todos los días. Las aspiraciones son tan básicas que alcanzar las estrellas no entra en el menú. Sí hay tiempo para recordar, y eso es lindo: recordar cuando se podía dormir porque no se habían puesto de moda las alarmas, a las que ya nadie escucha más que cuando es la hora de dormir. Recordar cuando un político tenía un mínimo de credibilidad, o cuando existía un Estado. O cuando se valoraba la educación y no el acomodo. ¿Tiempo para ser lo mejor de mí? Para eso siempre hay oportunidad, siempre que uno tenga pulso puede desplegar sus verdaderos colores. En eso sí puedo decir que estoy trabajando, para mejorar el "mí", y tengo la ayuda incondicional del mejor maestro que conocí jamás: Perro.
El fin de semana coincidí con una chica en una aplicación tipo Tinder y nos encontramos el martes con la excusa de ir a comer algo. Charlamos por más de 3 horas hasta que la realidad del trabajo al día siguiente nos mandó a cada uno a su casa. La pasé excelente, era muy atractiva, y en cuanto me subí al auto para ir a mi casa mi cerebro empezó:

No es para mí.

Ya se va a dar cuenta de lo que soy.

Es demasiado linda, no está a mi alcance.

Cuando se dé cuenta de lo que soy, me manda a freír churros.

No va a pasar nada.

No me la merezco.

¿Por qué salió conmigo?

No le puedo gustar.

Y no le erré. La llamé hoy, 3 días más tarde, para invitarla a salir otra vez, y me explicó que soy la octava maravilla, lo mejor que se ha inventado, justo debajo del batimóvil y arriba del lavarropas automático, pero (y mirá que le dio vueltas)... no sintió conexión. La entiendo y estoy de acuerdo: eso es algo muy importante, justamente lo que yo busco; pero no comparto el que tenga que darse espontáneamente a la primera. Hay Habemos personas que nos abrimos cada ventana de nuestra alma y la mostramos inmediatamente, que mantenemos algunos mecanismos de defensa que van cayendo de a poco con el tiempo y a medida que crece la confianza y se desvanece el miedo a ser heridos. Por supuesto que puede darse, y en mi caso debe darse, pero no es condición necesaria que sea instantáneo. De hecho, ni me interesa cómo surja: lo importante me es que se dé. Lo lindo que puedo rescatar de este episodio es que este aspecto de mis expectativas, si bien lo sentía intuitivamente incorporado en algún lugar de mi cerebrito, ahora lo veo claro y definido porque tuve que aceptar el desafío de lo que me dijo y ponerme a procesarlo en detalle.
Estoy bajoneadísimo, para qué tratar de minimizarlo. No sé cómo voy a hacer en los próximos días para no decaer porque encima el pronóstico dice lluvia hasta el lunes.
No caigo en la tentación de pensar que la guacha lo tiene fácil, porque el hecho de que sea tan linda hace que se le acerquen hombres que se esfuerzan por eso, pero que nada tiene que ver con su valor como hombres. Es decir, no la tiene tan fácil como me gustaría pensar para victimizarme. Lo malo de eso es que yo le deseo lo mismo que a cualquiera: lo mejor, que consiga a alguien, que encuentre a la persona indicada. Siquiera por empatía. Lo hermoso sería que fuera yo. Pero no va a ser.

sábado, 12 de junio de 2021

otros momentos

Difícil pensar y escribir con este frío. La inspiración, si la hay, queda enterrada y entumecida por los -3°C de sensación térmica que hacía por ejemplo ayer a la mañana. Perro, en cambio, no parece entumecerse demasiado; al contrario.
Hoy abrieron muchos negocios, incluido el café al que me gusta ir para disfrutar un momento con otros seres humanos. Las restricciones dictadas por el desgobierno están siendo acatadas con todo el rigor que se merecen, algo así como el nivel intelectual de quienes resultaron votados.
Yo sé que la vida, específicamente mi vida, sería mucho más fácil si yo fuera más estúpido o lograra ignorar de alguna forma lo que sucede alrededor de mí. Como vengo descubriendo desde que llegué, nuestro destino de piojosos no se debe a nuestras luminarias políticas sino que son mérito propio. Estacionar en la senda peatonal, no levantar la caca del perro o dejar sonar una alarma al soberano pedo son solamente una mínima muestra de lo que significa hoy ser argentino. Esta formulación se me ocurre después de leer fragmentos del libro The English, de Ian Berry, donde el autor vuelve a su Inglaterra natal después de una década y media viajando y viviendo en África y París. Ahí se pone a fotografiar y comentar lo que ve de una forma tácita, sin más palabras que un prefacio de media página, por el solo hecho de haber seleccionado esas fotos y no otras. Y se me ocurrió que yo podría hacer eso tranquilamente, bajo pena promesa de ser deportado. Algunos ejemplos:

Aparentemente no hace falta tirar las cosas en la basura; el viento, los duendes, o los impuestos que pagamos los demás para el sueldo de los barrenderos, y el estómago de bancarse este paisaje hermoso, son suficientes. Nada de andar estirando el bracito y arriesgar un esguince.

Cuando después del semáforo está completamente lleno de autos, no importa, siempre podemos avanzar y quedar sobre la senda peatonal o sobre el cruce, y que cuando cambie la luz, los peatones y los autos de la transversal aprendan a volar.


Hacer una cola en el medio de la vereda normalmente no tiene explicación, pero en época de pandemia creo que tengo un par de teorías. Y si bien la estadística dice que el cerebro de las mujeres pesa un 10% menos que el de los hombres (1198 gramos contra 1336, en promedio), el de un pastor australiano pesa unos 90 gramos (apenas la 15va parte). Y él se pone al costado.


También podemos estacionar en el medio de la vereda... sí, sí: estacionar en la vereda. Y en el medio. Feisbuc tiene prioridad. O en la senda peatonal. En ambos casos había personal policial y de tránsito a 15 metros, también ocupados con Feisbuc. Casi resulta normal que la moto de la derecha en la segunda foto no tenga ni chapa identificatoria, ni espejos, ni luces de ningún tipo. Pues resulta que no es normal.

También se puede parar en doble fila cuando hay un lugar para carga y descarga que paga el comercio que lo solicita. Lo paga. Y está ahí, desocupado. Pero sería alérgico a pensar, el imbécil del conductor del camión.

Hay otros ejemplos que no son fotografiables, como la imbécil de mi vecina que no sabe que su puerta tiene picaporte y simplemente la cierra pegando portazos, ya sea cuando entra o llega. O se droga con marihuana (es médica, lo cual lo hace doblemente estúpida) y me apesta tanto mi baño (por la ventilación) como el palier. O pone música a lo que se le canta la calandria a la hora que la calandria ya hace rato que se fue a dormir. O habla al volumen que se le antoja con sus intelectuales amigotes de temas profundos. O garcha a los gritos y mueblazos contra la pared, lo cual además agrega una pincelada al cuadro de su personalidad: no tiene un mínimo de decoro. O el tarado que vende collares para perro en internet y publica el largo de los collares, y dice que hay que medir el diámetro del cuello del animal para saber el talle. Le pregunté si no quiso decir la circunferencia, pero se ofendió y me bloqueó. Y la gente sigue preguntándole cómo calcular el talle y el tipo no se da por enterado.
En definitiva, sin invertir muchas neuronas en el análisis, resulta muy deprimente lo fácil que es darse cuenta de que el argentino típico es ignorante, le importa un bledo el prójimo, es irrespetuoso de los demás, de las reglas y hasta de las leyes más básicas de la física (como que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo), y arrogante por ignorancia, que es muy diferente a serlo por creerse superior a los demás, aunque los dos sean una obvia muestra de estupidez. Siempre me pregunto si somos inimputables por imbéciles, o doblemente imputables por hijos de puta.
Y lo de deprimente no es retórico. Mientras los noticiosos europeos discuten cómo proceder con la re-apertura de la actividad en lo que se vislumbra como el fin de la pandemia, por lo menos en términos catastróficos, discuten cuestiones culturales, climáticas, sociales y geopolíticas, en Argentina somos testigos de la maniobra más obscena para blindar judicialmente a una alimaña enquistada en fueros pervertidos. Una mitad de la población, que es culta y ajena a los fanatismos, es tan sumisa que roza lo cómplice, mientras la otra mitad celebra, embelesada y ajena, el desmantelamiento a hachazos de la República. Sumado a tener que escuchar las sandeces de un títere con cociente intelectual de un dígito, me dan ganas de clavarme un destornillador en los tímpanos.
Desde que me bajé del LH510, las charlas con mi entorno social consisten en navegar entre quejas de la situación socioeconómica y la desidia naturalizada como parte del ser nacional. Extraño las charlas sobre la existencia de un creador y la incompatibilidad entre omnisciente y omnipotente, o el origen de la vida, o qué pasa después de la muerte, o qué opinión merece Putin o los cambios de política energética, o a qué hora encontrarnos en un café para mirar a cuanta fémina nos convide con su existencia, en lo posible con tela ajustada y breve.
Regardless. Estaba caminando con Perro en este día otoñal y me di cuenta de que algunos árboles ya casi no tienen hojas en su copa. No pude evitar trazar el paralelismo con la vida: cuando somos jóvenes somos como hojas apretadas en un follaje y es facilísimo entrar en contacto con otros (y encontrar pareja, que a eso voy), pero a medida que uno avanza, las hojas son cada vez más escasas y al final apenas quedan una o dos en una rama entera de 10 metros. Tremendo.
Hace unos días me la crucé de sopetón a la Doctora y me saludó tan cool como forzada. Más allá de lo anecdótico, me revolvió todo lo que pasó y lo que me gustaría que pasara.
Recórcholis.