sábado, 12 de junio de 2021

otros momentos

Difícil pensar y escribir con este frío. La inspiración, si la hay, queda enterrada y entumecida por los -3°C de sensación térmica que hacía por ejemplo ayer a la mañana. Perro, en cambio, no parece entumecerse demasiado; al contrario.
Hoy abrieron muchos negocios, incluido el café al que me gusta ir para disfrutar un momento con otros seres humanos. Las restricciones dictadas por el desgobierno están siendo acatadas con todo el rigor que se merecen, algo así como el nivel intelectual de quienes resultaron votados.
Yo sé que la vida, específicamente mi vida, sería mucho más fácil si yo fuera más estúpido o lograra ignorar de alguna forma lo que sucede alrededor de mí. Como vengo descubriendo desde que llegué, nuestro destino de piojosos no se debe a nuestras luminarias políticas sino que son mérito propio. Estacionar en la senda peatonal, no levantar la caca del perro o dejar sonar una alarma al soberano pedo son solamente una mínima muestra de lo que significa hoy ser argentino. Esta formulación se me ocurre después de leer fragmentos del libro The English, de Ian Berry, donde el autor vuelve a su Inglaterra natal después de una década y media viajando y viviendo en África y París. Ahí se pone a fotografiar y comentar lo que ve de una forma tácita, sin más palabras que un prefacio de media página, por el solo hecho de haber seleccionado esas fotos y no otras. Y se me ocurrió que yo podría hacer eso tranquilamente, bajo pena promesa de ser deportado. Algunos ejemplos:

Aparentemente no hace falta tirar las cosas en la basura; el viento, los duendes, o los impuestos que pagamos los demás para el sueldo de los barrenderos, y el estómago de bancarse este paisaje hermoso, son suficientes. Nada de andar estirando el bracito y arriesgar un esguince.

Cuando después del semáforo está completamente lleno de autos, no importa, siempre podemos avanzar y quedar sobre la senda peatonal o sobre el cruce, y que cuando cambie la luz, los peatones y los autos de la transversal aprendan a volar.


Hacer una cola en el medio de la vereda normalmente no tiene explicación, pero en época de pandemia creo que tengo un par de teorías. Y si bien la estadística dice que el cerebro de las mujeres pesa un 10% menos que el de los hombres (1198 gramos contra 1336, en promedio), el de un pastor australiano pesa unos 90 gramos (apenas la 15va parte). Y él se pone al costado.


También podemos estacionar en el medio de la vereda... sí, sí: estacionar en la vereda. Y en el medio. Feisbuc tiene prioridad. O en la senda peatonal. En ambos casos había personal policial y de tránsito a 15 metros, también ocupados con Feisbuc. Casi resulta normal que la moto de la derecha en la segunda foto no tenga ni chapa identificatoria, ni espejos, ni luces de ningún tipo. Pues resulta que no es normal.

También se puede parar en doble fila cuando hay un lugar para carga y descarga que paga el comercio que lo solicita. Lo paga. Y está ahí, desocupado. Pero sería alérgico a pensar, el imbécil del conductor del camión.

Hay otros ejemplos que no son fotografiables, como la imbécil de mi vecina que no sabe que su puerta tiene picaporte y simplemente la cierra pegando portazos, ya sea cuando entra o llega. O se droga con marihuana (es médica, lo cual lo hace doblemente estúpida) y me apesta tanto mi baño (por la ventilación) como el palier. O pone música a lo que se le canta la calandria a la hora que la calandria ya hace rato que se fue a dormir. O habla al volumen que se le antoja con sus intelectuales amigotes de temas profundos. O garcha a los gritos y mueblazos contra la pared, lo cual además agrega una pincelada al cuadro de su personalidad: no tiene un mínimo de decoro. O el tarado que vende collares para perro en internet y publica el largo de los collares, y dice que hay que medir el diámetro del cuello del animal para saber el talle. Le pregunté si no quiso decir la circunferencia, pero se ofendió y me bloqueó. Y la gente sigue preguntándole cómo calcular el talle y el tipo no se da por enterado.
En definitiva, sin invertir muchas neuronas en el análisis, resulta muy deprimente lo fácil que es darse cuenta de que el argentino típico es ignorante, le importa un bledo el prójimo, es irrespetuoso de los demás, de las reglas y hasta de las leyes más básicas de la física (como que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo), y arrogante por ignorancia, que es muy diferente a serlo por creerse superior a los demás, aunque los dos sean una obvia muestra de estupidez. Siempre me pregunto si somos inimputables por imbéciles, o doblemente imputables por hijos de puta.
Y lo de deprimente no es retórico. Mientras los noticiosos europeos discuten cómo proceder con la re-apertura de la actividad en lo que se vislumbra como el fin de la pandemia, por lo menos en términos catastróficos, discuten cuestiones culturales, climáticas, sociales y geopolíticas, en Argentina somos testigos de la maniobra más obscena para blindar judicialmente a una alimaña enquistada en fueros pervertidos. Una mitad de la población, que es culta y ajena a los fanatismos, es tan sumisa que roza lo cómplice, mientras la otra mitad celebra, embelesada y ajena, el desmantelamiento a hachazos de la República. Sumado a tener que escuchar las sandeces de un títere con cociente intelectual de un dígito, me dan ganas de clavarme un destornillador en los tímpanos.
Desde que me bajé del LH510, las charlas con mi entorno social consisten en navegar entre quejas de la situación socioeconómica y la desidia naturalizada como parte del ser nacional. Extraño las charlas sobre la existencia de un creador y la incompatibilidad entre omnisciente y omnipotente, o el origen de la vida, o qué pasa después de la muerte, o qué opinión merece Putin o los cambios de política energética, o a qué hora encontrarnos en un café para mirar a cuanta fémina nos convide con su existencia, en lo posible con tela ajustada y breve.
Regardless. Estaba caminando con Perro en este día otoñal y me di cuenta de que algunos árboles ya casi no tienen hojas en su copa. No pude evitar trazar el paralelismo con la vida: cuando somos jóvenes somos como hojas apretadas en un follaje y es facilísimo entrar en contacto con otros (y encontrar pareja, que a eso voy), pero a medida que uno avanza, las hojas son cada vez más escasas y al final apenas quedan una o dos en una rama entera de 10 metros. Tremendo.
Hace unos días me la crucé de sopetón a la Doctora y me saludó tan cool como forzada. Más allá de lo anecdótico, me revolvió todo lo que pasó y lo que me gustaría que pasara.
Recórcholis.

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