domingo, 29 de septiembre de 2019

te amo el 87,2% de totalmente

Hoy salía de casa para pasear a Perro y en la puerta del edificio había un viejito, chiquitito él, con cara de perdido. Estaba mirando fijo la puerta de entrada y no sabía muy bien qué hacer. Cuando abrí para salir me preguntó si estaba el doctor atendiendo, pensando que ahí había un consultorio, supongo. Le expliqué que era un edificio de viviendas y nada más, así que me agradeció, se disculpó y me preguntó si no sabía dónde podía ser que había un doctor. Para frustración de ambos tuve que decirle que no, que no sé. Le sugerí preguntar en la oficina de un sindicato en la esquina, pero más no pude hacer por él.
Empecé a caminar y me sentí muy triste, y en pocos metros entendí por qué: estaba solo el viejito. Estaba bastante cachuzo y, sobre todo, a pesar de estar bien conservado, era bastante viejo. Y se tuvo que ir solo al médico. Quién sabe si su esposa estaba en casa o si era viudo, o si nunca se casó. Si no tiene familia, o a nadie que se haga cargo de él ahora que aparentemente empieza ese declinamiento que nos vuelve dependientes de alguien, como cuando éramos chicos.
Como en la escena en el tren con el James Bond de Daniel Craig y la Vesper Lynd de Eva Green, mi primer pensamiento a modo de explicación, y lo que me puso triste, fue el pensar que este hombre estaba solo con su miseria, sin alguien con quien compartir su vida, y el ir al médico en esa circunstancia es simplemente otro de los síntomas de algo más triste y perenne. Ese miedo me acompaña constantemente desde que llegué a Mar del Plata. Ver la dimensión del vacío cultural, mental y ético que tienen las mujeres en particular (pensando en pareja) y las personas en general (pensando en sociedad) acá es dantesco.
Me voy a morir solo, y lo que es peor, voy a pasar los últimos años de mi vida solo. Ya está sucediendo. Mi tolerancia a la estupidez es monumentalmente inexistente y eso demanda mucha introspección de la gente que quiere relacionarme conmigo. Repelo a los que me rodean, o los fascino; casi no hay término medio. No es que las prefiera, pero sin dudas tolero más a las personas malas que a las estúpidas. A las personas malas uno puede tomarles una bronca legítima y no pedir disculpas; con los estúpidos, ineptos, vagos mentales y demás yerbas la sociedad de las últimas décadas empezó a cultivar el todo vale, viva la diversidad, lo importante es competir y dar lo mejor de vos. Porque así es como llegamos a la luna, inventamos el corazón artificial y la vacuna contra la polio. No.
Voy, entonces, no solamente a morir solo sino a vivir solo. Perro amortigua la caída pero la sensación de vacío sigue estando, ahora muy bien acompañada por la sensación de frustración y desenamoramiento hacia mi tierra, la que me vio nacer y crecer. Una de cada dos personas que pasan caminando frente al bar donde desayuno a veces cree que es mejor poner su destino en manos de un ladrón (circunstancialmente, y muy parcialmente, ladrona, porque ella no es ni siquiera la punta del témpano) que de un incapaz, revelando un desconocimiento total de las leyes de la probabilidad: con incapaces tenemos el 90% de probabilidades de irnos a la mierda, con ladrones el 100%, como ha sido demostrado más allá de cualquier necesidad de explicación. Y sin embargo, al hablar con la gran mayoría de ese 47,78% que forman el cóctel de ignorantes y ladrones, ya a los pocos segundos de iniciada la conversación uno siente la necesidad de ir a comprar una hojita de papel y una caja de crayones de colores. Y un martillo, pero eso lo digo en vos bajita y admitiendo que son prácticamente inimputables.
Me doy pena, y eso me da tristeza. Es la peor clase de pena. Y aunque pudiera sacudirme la nostalgia y mirar hacia adelante, por lo que sea que pueda esgrimir como explicación, la cosa es que estoy desesperanzado y sin un objetivo claro. Y cuando uno no sabe a dónde va no hay viento que sople en la dirección correcta. Dicen que un verdadero guerrero no lucha por odio a los que tiene enfrente, sino por amor a los que tiene detrás. Pero yo casi no tengo familia, obviamente no tengo hogar, y tampoco tengo trabajo. Faltando esos tres pilares, tengo a veces y en forma muy coartada la posibilidad de andar en moto, hablar con mi perro y sacar alguna foto. Pulgar para arriba.
Siempre, incluso en lo peor de la depresión, dije que amaba la vida totalmente, y eso me salvó muchas veces de un suicidio bastante serio. Ahora no estoy tan convencido.

domingo, 8 de septiembre de 2019

364 días

El 5 de septiembre del año pasado, a esta hora (eran las 9 de la noche en Fráncfort) estaba posando mi agotado culo en alguno de los 7268 asientos de clase turista que lleva un 747 de Lufthansa. Una hora antes despaché a Perro. Unas horas antes de eso me retiré del hotel, no diciéndole "adiós" a Alemania. Dos días antes alquilaba un auto en Múnich, donde cargué 3 valijas enormes y mi equipaje de mano con todas las cosas que no podía o no quería arriesgarme a que fueran a parar al fondo del mar. Un par de días antes cerré la puerta del contenedor y firmé la planilla con el detalle de 202 bultos (auto, moto, muebles, cajas, escoba...).
No despegamos. Un inversor de empuje en un motor de nuestro 747 no daba la señal de bloqueo, y la reparación duraría unas horas. Como por regulaciones de polución acústica FRA deja de funcionar a las 10 de la noche, nos bajaron a todos, me devolvieron a Perro, nos metieron en taxis y nos alojaron en un hotel hasta el día siguiente. Alemania se resistía.
No matter, me fui. Con un día de retraso pero me fui. Me hubiera ido a pie hasta Bélgica y tomado un avión de ahí.
Desde entonces estoy con la construcción de las cabañas, llevando la depresión lo mejor que puedo, buscando amor, re-humanizándome, y tratando de sobrellevar y revertir la estafa en la que caí al comprar el departamento en el centro de Mar del Plata para vivir. Aburrido no estoy.
Pero soy un año más viejo. Me miro al espejo y estoy relativamente Tageslichttauglich: potable a la luz del día. Considerando que no hago otro ejercicio físico fuera de hacerme cargo de un pastor australiano, lo cual no es poco, no tengo sobrepeso ni rollos ni nada. No tomo alcohol, mucho menos cerveza, y tampoco fumo o como frituras todo el tiempo. Las (muchas) veces que estoy con el hígado a la miseria es más por estrés que por comer porquerías.
Pero el tiempo avanza, los colectivos pasan luces rojas, los metatarsianos se rompen, la frustración golpea paredes contra mis nudillos. Haciendo un pequeño recuento, top to bottom: veo menos, mucho menos, de cerca, y un poco menos de lejos; los dos hombros, pero sobre todo el derecho, fueron vapuleados tremendamente cuando me pegó el colectivo y me cuesta a veces siquiera levantar un brazo; el codo derecho tiene su operación (cortesía de un caballo que fue en una dirección y yo, por esa obstinación de las leyes de la física, en otra), con tornillos de titanio incluidos, y hace ruido y duele cuando extiendo el antebrazo o lo torsiono; la muñeca izquierda está resentida por la caída a paso de hombre que tuve con la moto el año pasado en La Spezia; tuve una operación enorme en la columna cuando era chico y, además de limitarme mecánicamente, a veces me provoca dolores increíbles; el pie derecho apenas admite peso, torsión y flexión. Ese es el estado de mi cuerpo después de 45 años de no poco uso y aventuras. Practicar natación, como cualquier otra cosa que me demande meter la mano en mis reservas de fuerza de voluntad, está condenada a quedarse en buenas intenciones, promesas incumplidas, cosas que "debería hacer".
Pero lo físico es apenas una indicación de cómo estoy mentalmente. Ayer miraba una película irrelevante a primera vista, The Lucky One, y a mitad de la cosa me puse a llorar. No es que ET se estaba muriendo o le encajaron una 7,62 a la mamá de Bambi; simplemente el conflicto interno de uno y otro personaje en la película me hizo demasiada resonancia con lo que vengo acumulando, con la combinación de soledad, depresión y frustración que se me enquistaron en la vida a tal punto que me duele vivirla. Es como nadar en dulce de leche. Económicamente estoy bien si uno solamente ve lo que tengo y lo que gasto, pero no si uno saca una cuenta muy somera de lo que quisiera hacer con mi vida. No me refiero a comprar cosas lujosas, ni siquiera medianamente caras, pero sí a ir a Italia a tratar de aplacar un poco este síndrome de abstinencia que me está matando y que solamente un par de semanas en moto me van a calmar. En el contexto socio-económico argentino parecerá una expectativa muy alta, pero no olvidemos que hace un par de años estaba ganando 4 veces más de lo que acá siquiera estarían dispuestos a pagar. Es por eso y por la poca energía que tengo para encarar nuevos proyectos que me cuesta ser optimista, sumado a la nada despreciable cuestión de la mentalidad estúpida y lisa y llanamente equivocada de los argentinos de hacer las cosas como a cada uno de ellos les parece, en lugar de prestar atención a las reglas, que no son más que un compendio destilado de sabiduría acumulada donde cada letra tiene un porqué. Una pena dar la espalda a conocimientos que a otros les costó enormemente adquirir y registrar para beneficio de los que venimos atrás.
Lo de la soledad, creo, tiñe todo de un gris triste, y como es un tema tan presente me está afectando mucho. No tengo ninguna actividad en mi día a día en la que entre en contacto con un grupo de mujeres de mi edad, con cierto cerebro y un poco de cultura, y ni hablar de que me atraigan físicamente. Se ve que es mucho pedir. Pero no quiero seguir así. No quiero. No me gusta. Y no me interesa. Si me vine hasta acá y renuncié a lo que renuncié fue para empezar a construirme un futuro que incluya amor. Realmente esa es la puta esencia de la decisión más grande que tomé en mi vida, y probablemente también de otras decisiones de las que ni me acuerdo. Y si antes de dar semejante paso estudié lo que estudié y trabajé lo que trabajé, fue para ahora disfrutar de cierta estabilidad y comodidad, no de la perspectiva de ser testigo de cómo vuelve la cleptocracia y el populismo dictatorial.
Empecé a escribir esto hace 3 días, cuando habían pasado 364 días del frustrado intento de despegue de FRA. Hoy hace 366 días que aterricé en Argentina y Perro cumple 19 meses: velita y siete doceavos. Pobre bicho, me parece que se va a tener que comer otras 16 horas en la panza de un 747.