El 5 de septiembre del año pasado, a esta hora (eran las 9 de la noche en Fráncfort) estaba posando mi agotado culo en alguno de los 7268 asientos de clase turista que lleva un 747 de Lufthansa. Una hora antes despaché a Perro. Unas horas antes de eso me retiré del hotel, no diciéndole "adiós" a Alemania. Dos días antes alquilaba un auto en Múnich, donde cargué 3 valijas enormes y mi equipaje de mano con todas las cosas que no podía o no quería arriesgarme a que fueran a parar al fondo del mar. Un par de días antes cerré la puerta del contenedor y firmé la planilla con el detalle de 202 bultos (auto, moto, muebles, cajas, escoba...).
No despegamos. Un inversor de empuje en un motor de nuestro 747 no daba la señal de bloqueo, y la reparación duraría unas horas. Como por regulaciones de polución acústica FRA deja de funcionar a las 10 de la noche, nos bajaron a todos, me devolvieron a Perro, nos metieron en taxis y nos alojaron en un hotel hasta el día siguiente. Alemania se resistía.
No matter, me fui. Con un día de retraso pero me fui. Me hubiera ido a pie hasta Bélgica y tomado un avión de ahí.
Desde entonces estoy con la construcción de las cabañas, llevando la depresión lo mejor que puedo, buscando amor, re-humanizándome, y tratando de sobrellevar y revertir la estafa en la que caí al comprar el departamento en el centro de Mar del Plata para vivir. Aburrido no estoy.
Pero soy un año más viejo. Me miro al espejo y estoy relativamente Tageslichttauglich: potable a la luz del día. Considerando que no hago otro ejercicio físico fuera de hacerme cargo de un pastor australiano, lo cual no es poco, no tengo sobrepeso ni rollos ni nada. No tomo alcohol, mucho menos cerveza, y tampoco fumo o como frituras todo el tiempo. Las (muchas) veces que estoy con el hígado a la miseria es más por estrés que por comer porquerías.
Pero el tiempo avanza, los colectivos pasan luces rojas, los metatarsianos se rompen, la frustración golpea paredes contra mis nudillos. Haciendo un pequeño recuento, top to bottom: veo menos, mucho menos, de cerca, y un poco menos de lejos; los dos hombros, pero sobre todo el derecho, fueron vapuleados tremendamente cuando me pegó el colectivo y me cuesta a veces siquiera levantar un brazo; el codo derecho tiene su operación (cortesía de un caballo que fue en una dirección y yo, por esa obstinación de las leyes de la física, en otra), con tornillos de titanio incluidos, y hace ruido y duele cuando extiendo el antebrazo o lo torsiono; la muñeca izquierda está resentida por la caída a paso de hombre que tuve con la moto el año pasado en La Spezia; tuve una operación enorme en la columna cuando era chico y, además de limitarme mecánicamente, a veces me provoca dolores increíbles; el pie derecho apenas admite peso, torsión y flexión. Ese es el estado de mi cuerpo después de 45 años de no poco uso y aventuras. Practicar natación, como cualquier otra cosa que me demande meter la mano en mis reservas de fuerza de voluntad, está condenada a quedarse en buenas intenciones, promesas incumplidas, cosas que "debería hacer".
Pero lo físico es apenas una indicación de cómo estoy mentalmente. Ayer miraba una película irrelevante a primera vista, The Lucky One, y a mitad de la cosa me puse a llorar. No es que ET se estaba muriendo o le encajaron una 7,62 a la mamá de Bambi; simplemente el conflicto interno de uno y otro personaje en la película me hizo demasiada resonancia con lo que vengo acumulando, con la combinación de soledad, depresión y frustración que se me enquistaron en la vida a tal punto que me duele vivirla. Es como nadar en dulce de leche. Económicamente estoy bien si uno solamente ve lo que tengo y lo que gasto, pero no si uno saca una cuenta muy somera de lo que quisiera hacer con mi vida. No me refiero a comprar cosas lujosas, ni siquiera medianamente caras, pero sí a ir a Italia a tratar de aplacar un poco este síndrome de abstinencia que me está matando y que solamente un par de semanas en moto me van a calmar. En el contexto socio-económico argentino parecerá una expectativa muy alta, pero no olvidemos que hace un par de años estaba ganando 4 veces más de lo que acá siquiera estarían dispuestos a pagar. Es por eso y por la poca energía que tengo para encarar nuevos proyectos que me cuesta ser optimista, sumado a la nada despreciable cuestión de la mentalidad estúpida y lisa y llanamente equivocada de los argentinos de hacer las cosas como a cada uno de ellos les parece, en lugar de prestar atención a las reglas, que no son más que un compendio destilado de sabiduría acumulada donde cada letra tiene un porqué. Una pena dar la espalda a conocimientos que a otros les costó enormemente adquirir y registrar para beneficio de los que venimos atrás.
Lo de la soledad, creo, tiñe todo de un gris triste, y como es un tema tan presente me está afectando mucho. No tengo ninguna actividad en mi día a día en la que entre en contacto con un grupo de mujeres de mi edad, con cierto cerebro y un poco de cultura, y ni hablar de que me atraigan físicamente. Se ve que es mucho pedir. Pero no quiero seguir así. No quiero. No me gusta. Y no me interesa. Si me vine hasta acá y renuncié a lo que renuncié fue para empezar a construirme un futuro que incluya amor. Realmente esa es la puta esencia de la decisión más grande que tomé en mi vida, y probablemente también de otras decisiones de las que ni me acuerdo. Y si antes de dar semejante paso estudié lo que estudié y trabajé lo que trabajé, fue para ahora disfrutar de cierta estabilidad y comodidad, no de la perspectiva de ser testigo de cómo vuelve la cleptocracia y el populismo dictatorial.
Empecé a escribir esto hace 3 días, cuando habían pasado 364 días del frustrado intento de despegue de FRA. Hoy hace 366 días que aterricé en Argentina y Perro cumple 19 meses: velita y siete doceavos. Pobre bicho, me parece que se va a tener que comer otras 16 horas en la panza de un 747.
domingo, 8 de septiembre de 2019
364 días
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