jueves, 31 de diciembre de 2020

apretando el embrague

Ayer quería dormir una siesta. El reglamento de consorcio del edificio donde vivo dice que entre las 2 y las 4 de la tarde es horario de descanso, o sea que no se pueden hacer ruidos. En general no deberían hacerse ruidos, pero en ese horario específico, como a la noche, es como más estricto.
Tengo una vecina que cuando tiene sexo gime bastante alto, lo suficiente como para escucharla desde mi dormitorio. Así que además de ponerse a contar plata adelante de los pobres, hace ruido. A veces incluso empieza a martillar la pared en común de las cabeceras de nuestras camas con la suya. O pone música alta, con las excusas más inverosímiles para un primate que camine erguido: desde "es mi cumpleaños", pasando por "hay ruido de la calle y si no no escucho, asique" (sic), hasta "quería oír música mientras me baño". Por qué no lo pensé antes. O directamente habla a los gritos con 10 amigos a las 2 de la mañana.
Pero tiene respaldo. Están las alarmas de los edificios, que suenan cuando un mosquito se tira un pedo en Madagascar. También están las alarmas de los autos, que se turnan para no taparse unas a otras, supongo, o para que el concierto dure más tiempo. También están los pitidos de las alarmas de los autos, que truenan cada vez que el retrasado mental del dueño la desactiva o la activa. No vaya a ser que se le lastime el cuellito de darse vuelta a mirar el auto si la alarma se activó. No, mejor hagamos quilombo, me-cago-en-el-prójimo.
Para no andar ahorrando ruiditos está también el camión de transporte de combustible que se para en la esquina con la baliza puesta, que la acompaña una chicharra. Ese camión viene de madrugada, ya sea a última hora de la noche o primera de la mañana. También están los que vienen al estacionamiento de al lado, que no pueden bajarse y tocar el timbre que le suena solamente al encargado en la garita: demasiado esfuerzo, hay que ahorrar calorías. Mejor quedarse calentito en el auto y tocar bocina 10 veces hasta que el pobre ñato se despierte. Y el vecindario.
Tenemos también los placeres de los ruidos que vomitan permanentemente las motos y sus (inexistentes) silenciadores; y si es durante el día, de nuevo los bocinazos, que están científicamente testeados y comprobados como disolventes de embotellamientos, ¿no?
Moraleja: Argentina quiere dormir, pero los argentinos no la dejan. Mientras tanto, en mi cabeza...
Le pedí a Doctora que no me hable de su pasado. Le expliqué lo mejor posible el porqué y la tempestad que podía desatar y creí que habíamos llegado a un entendimiento. Mmmmnno. Me habló de su pasado. Uno que la tomó de chonga allá lejos y hace tiempo, pero quedaron como amigos y ahora tiene novia y quiere pasar unos días en MdP. Y se supone que podemos salir los 4 a comer pizza. En mi cabeza se levantó una brisa.
Volví a explicarle, y creí que ahí sí, que lo entendió. No, me agregó detalles. Viento.
Vuelta a explicarle, aclararle, pedirle. Rogarle. Pareció que sí, que ya está: entendió. No es la reina del tacto pero entre eso y las peleas tectónicas, pasó a 2do plano, se hizo tolerable. Todavía viento, no es de un día para el otro. Y ahí está el chiste.
Todo esto pasó hace ya 3 semanas o más para atrás. Viento amainando.
Hace una semana se fue a BsAs a pasar las fiestas con la familia, y ayer hablando por teléfono me dijo que anoche iba a salir. Bien por vos, no me debés explicaciones de ningún tipo; confío en vos.
Dormí para el diablo. No sé qué pasó. Dormí mal. Hoy a las 5 y media manoteé el teléfono y abrí Instagram, para encontrarme a la srta con el srto (verificado) tomando algo en un bar. Huracán. Con mucha lluvia.
La clave acá requiere una explicación que voy a tratar de resumirla, pero sin garantías. Es complejo. Cuando uno es chico no sabe lidiar con los sentimientos, esto es algo que se domina mejor y mejor con el tiempo, las vivencias y la guía de los que nos crían. Yo no tuve nada de eso cuando mis padres empezaron su guerra privada y terminaron divorciándose. Como muchos, al no poder lidiar con eso me desentendí de mis sentimientos, para no sufrir. El problema es que uno, chico o adulto, no puede filtrar qué sentir y dejar pasar lo bueno y frenar lo malo. Lo único que podemos hacer es dejar de sentir. Lo que sea. Llegado un punto uno no siente más nada, y pasado un tiempo uno no se acuerda dónde están los sentimientos. De ahí a la depresión hay pocos pasos. Más adelante, en la adolescencia y adultez, cada experiencia fuerte, sobre todo las malas, uno no puede y no sabe procesarlas saludablemente y se desacopla de su corazón. Aprieta el embrague, desacoplando su cerebro de su corazón. En psicologías esto se llama disociación. Es un mecanismo protector pero que a la larga... prefiero dejarlo acá. Iba a resumir, dije. Con esto alcanza para entender que esta mañana algo en mí apretó el embrague. No tengo la más pálida idea de lo que siento, pero sé que no es lindo. Nada lindo. Nada, nada lindo. Salí a andar en moto y la puse a fondo en 1ra y en 2da, suficiente para ir de cero a la cárcel en cualquier país desarrollado.
Mientras escribo esto estoy sentado en un café con los auriculares y la música al mango. Quiero que me duelan los oídos, quiero que el dolor físico tape el emocional. No está funcionando. Me voy a la playa con Perro a ver qué sale. El hígado, para variar, ya recibió la noticia y me está pasando factura.
Feliz año.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Estimado Dr. Ö

Tengo un pedo en la cabeza que me supera. Media docena de terapeutas, años de análisis de todas las escuelas de psicología, mucho² dolor, introspección, preguntas imposibles a amigos y extraños... no solamente no logré superarlo, sino que ni siquiera logré descular qué es lo que me detona dentro mío. Apenas logré acotar un poco el tema a fuerza de especulaciones, pero tengo exactamente el mismo dominio sobre el miedo que despierta que hace casi 30 años cuando lo experimenté por primera vez: cero.
Es así: intelectualmente, y hasta emocionalmente, entiendo que uno no viene a este mundo con el manual de uso del planeta tierra y sus habitantes. Se hace camino al andar, no hay otra. No sé quién dijo que la experiencia es lo más inútil que hay: si es ajena, no le creés al que te avisa, y si es propia, ya es demasiado tarde. Así que no queda más que actuar con cautela y dar lo mejor de uno. Lo importante es lo que uno hace con las experiencias que acumula: o te volvés más sabio, o te volvés el loco de la definición que le tiran a Einstein. Me toma tanto escribir de esto. Si alguien viera cómo lo estoy haciendo, se daría cuenta de que equivale a una charla muy, muy pausada, casi desesperante, que haría Blade Runner 2049 lucir como una de Michael Bay. Como sea, cuando el tema sexual surge, a un nivel consciente no tengo mucho para objetar cuando una persona tiene un pasado (es decir: cada ser humano, a menos que haya vivido en una caja de granola), pero en algún lugar de mi inconsciente la cosa es muy distinta. Hay algo que se dispara, como si se cortaran las amarras de un zeppelin en una tormenta y andá a agarrarlo. Mi cabeza (la amígdala, dicen) empieza una espiral descendente de planteos, hipótesis y replanteos que no hacen más que torturarme. Es una especie de obsesión autodestructiva que me persigue a todas partes sin darme respiro. Es constante, relentless, implacable y agobiante. No he encontrado forma consistente de que me deje en paz. Lo poco que tengo para afrontar los embates de mi cabeza consiste en piruetas semánticas y razonamientos que en el momento de usarlos parece más una conversación con alguien en pánico y al borde del suicidio, con 6 escuadrones de bomberos esperando abajo a que se tire. Sin explicaciones plausibles, sin haber logrado relacionarlo con algún evento de mi infancia, y sin poder explicar siquiera qué es exactamente lo que temo, hay algo que viene de adentro que no escucha razones porque no le interesan, que lo único que intenta es protegerme y sacarme de una situación de peligro, pero que pareciera que solamente mi inconsciente ve.
Por supuesto, el acercamiento obvio a este problema es ver de dónde sale, qué daño tengo en mi psiquis para que un detalle, aunque desagradable, desate semejante tempestad de autodestrucción y me inhabilite para pensar constructivamente. Algo me metieron en la cabeza (y tengo una candidata: mi abuela materna) que hizo que mi amígdala considere que es hora de remangarse la camisa y salir con los tapones de punta a... ¿a qué? Porque no sé y no entiendo cuál es el problema. Como dije al principio: se hace camino al andar, lo entiendo, y en lugar de asustarme de algún detalle que me cuenten tendría que saber que lo que importa es lo que uno hace con las experiencias y qué cosas resuenan con uno y decide seguirlas. Como yo, que adoro andar en moto pero me fastidia bailar. Probé andar en moto: orgasmo mental, así que sigo haciéndolo. Probé bailar: no me gustó, así que no bailo. Ok, no es algo que conlleve ninguna consecuencia moral o ética, lo entiendo, pero si me pongo a pensarlo, tampoco lo es el intentar y ver que eso que "todos hacen", "se usa" o nos convencen de que es "lo normal" en realidad no es para uno, sino que lo que uno busca va por otro lado, o empezar una relación con alguien y descubrir que el otro buscaba otra cosa. En ambas, uno extiende el brazo, levanta la palma de la mano y con un "no, gracias" se da media vuelta y se va. Esas experiencias, aunque desagradables, cumplen la función de escribir las páginas de ese manual de uso de este planeta, manual con el que no vinimos.
Me resulta tan triste estar acá sentado frente al teclado, tratando de articular estas cosas, pensando cada palabra como si fuera a meter mal la clave de mi tarjeta de crédito por 3ra vez. Claramente, algo falló estrepitosamente en mi formación como persona, en varios aspectos, pero ninguno es tan autodestructivo como este tema, creo. Me ha jodido en mayor o menos medida cada relación potencialmente romántica que he empezado. Me quita energía que no me sobra, me sabotea. Para peor, esta constante batalla con mi interior me lleva a dudar de mí mismo, a pelearme conmigo mismo, minando mi autoestima y mi confianza en mi visión del mundo y en las cosas de las que me agarro, esas especies de muletillas que uno tiene para moverse por la vida cuando las cosas se ponen confusas; esas principios básicos a los que uno recurre cuando no sabe qué hacer, cómo juzgar lo que está pasando y necesita tomar una decisión. Esta persona ¿es mala? ¿es buena? ¿puedo relajarme y confiar en ella o mejor la dejo pasar de largo? Cuando hay algo tan profundamente implantado en mi cabeza que evidentemente me sabotea, es inevitable llegar al punto en que no sé si lo que siempre dí por sentado de una forma realmente debería seguir viéndolo así.
Algo un poco menor pero bastante feo es que en situaciones extremas, cuando mi mente se obsesionaba y no paraba de pensar en algo, he llegado incluso a golpear la pared con la cabeza para detener un tren de pensamientos que no hacían más que triturar mi bienestar mental. Tremendo. No se lo deseo a nadie. Un médico me explicaba que es porque el dolor físico es más fácil de procesar que el dolor mental. Tiene sentido. Pulgar para arriba. ¿Y ahora? ¿cómo mongo me lo saco? Ahhh, no sé. Mmm...
Más delicias que resultan de esto... Tengo miedo a quedarme a solas con mi cerebro. Puedo sentirme bien y de pronto el estimado empieza a bombardearme, primero suavecito y disimulado, después más caradura, con pensamientos extremos, imágenes y palabras que me torturan, obligándome a meterme en el detalle de cosas que no deberían ocupar mi cabeza. Tengo miedo de mí mismo.
Algo que no estoy completamente seguro, pero que intuyo que es así, es que tengo miedo a la comparación, porque cualquier comparación la pierdo, obviamente. Si hubo otro, tiene una marca de agua que yo nunca podría alcanzar, y la decepción, tarde o temprano, le va a abrir los ojos y va a dejarme. Esto definitivamente tiene que venir de mi padre, que sacó pasaje de ida a Fuckmykidsland sin, hasta donde me acuerdo, siquiera despedirse. ¿Qué carajo tendrá que ver con mi posible pareja? No sé, pero ahí está el pedo, ocupando una buena porción de mi cabecita apestosa. Preferiría que no lo hiciera, ¿vio?
El miedo al abandono es otro de los regalos de mi infancia y se concatena perfecto con el tema anterior. Esto, curiosamente, es algo nuevo para mí. El saber esto, me refiero, y lo deduje estos días, mientras escribía acá. No tengo un recuerdo concreto de haber hablado con alguien o haberme focalizado en el posible e inconsciente miedo que tengo a ser abandonado, que sería el resultado lógico de ser comparado. Hay un montón de teorías que con los años vinieron y se fueron, pero esta, que en retrospectiva parece obvia, no me acuerdo haberla discutido específicamente. [después de 5 minutos de quedarme mirando el cursor titilando] Siento que alcancé el fondo del vaso.

martes, 22 de diciembre de 2020

ya visto

Año 200X, novia. Alguna situación íntima, no necesariamente sexual pero sí emocional. Un traspié, un malentendido, algún miedo a flor de piel y la búsqueda de apoyo y contención de parte de la pareja, de intento (exitoso o no) de comprensión. En mi memoria la historia termina bien; en la mayor parte de las oportunidades ofrecí y recibí el apoyo emocional que hizo falta. No soy fácil de entender y nunca pretendo serlo ni espero ser comprendido. Lo que espero es encontrar resonancia en mi pareja, sentir que soy importante para ella y que mis sentimientos son valorados. Que yo soy valorado. En esto no creo ser diferente a la mayoría.
A veces, sin embargo, uno se encuentra con alguien que no puede, no quiere o no sabe ejercer empatía. Por más que uno esté seguro de estar pidiendo algo razonable y lo explica lo mejor que puede, el otro reacciona para el traste y (pelea o no mediante) surge una grieta que eventualmente podrá puentearse, o podrá agrandarse o sumarse a otras hasta romper la relación. Como sea que resulte, uno se queda pensando si lo que esperaba no era demasiado. Las desilusiones son, después de todo, simplemente función de la diferencia entre la realidad y nuestras expectativas. La realidad puede ser una mierda inconcebible, o nuestras expectativas ridículas, o more often than not una combinación de ambas. De todos modos la duda persiste y se instala una culpa que nos hace pensar que nuestras demandas eran excesivas, que armamos lío innecesariamente... cosas así. Surge la duda de si no tendríamos que modificar algo en nosotros, pedir disculpas, cambiar nuestra postura, aprender a callarnos o a conformarnos con lo que la vida nos ofrece en lugar de esperar la perfección. Y eso sin contar a los que, con más verborragia que sabiduría, nos aconsejan bajar los estándares y traicionarnos a nosotros mismos.
Los años pasan, las relaciones cambian, y puede pasar que uno se encuentra en la misma situación pero con otra persona. Más que un déjù vu. Y de pronto nos agarra esa acidez en el estómago que nos presagia lo que va a pasar, la pelea que se viene, la grieta que se va a generar en el corazón y se traslada a la relación, y otra vez por culpa propia. Excepto que no, no pasa. Esta persona que hoy, 10 años después, tenemos a nuestro lado reacciona fantásticamente. Nos mira a los ojos, nos abraza, nos pasa la mano por el costado de la cara y nos pregunta qué pasa, porqué nos ponemos mal, qué puede hacer por nosotros. Es un bombazo porque ahí nos cae la ficha de que todos esos años que intentamos convencernos de que teníamos que cambiar, modificar nuestra visión de las cosas y nuestras exigencias, fueron una tortura innecesaria originada más que nada en nuestro miedo a quedarnos solos. Teníamos razón desde el principio y una mala pareja (tóxica le llaman ahora) nos indujo a sumergirnos en el error y la auto-tortura. Chiche bombón y LPQTP.
Uno aprende, claro (bah, no tan claro, pero quisiera pensar que yo sí aprendí), e intenta evitar meterse otra vez en un baile parecido. Pero te la regalo cuando las cosas no son blanco y negro, cosa que raramente pasa, sino grises. Como cuando la señorita en cuestión huele a cielo, es inteligente y más que potable a la luz del día, y tiene unos abrazos muy, muy dulces, y una mirada que parece que me quisiera comer con los ojos, el cuerpo y el corazón. Pero de nada sirve si no puedo relajarme y disfrutar, sabiendo que me puede salir con un martes trece cada vez que se le cante la calandria. La imprevisibilidad no es de las características que más aprecio en una persona, sobre todo cuando imprevisible tiene connotaciones como detonación, motosierra o decapitado.
Y sin embargo...
El domingo a la tarde, después de llamarme y escribirme toda la semana (y de yo no abrir sus mensajes ni contestar el teléfono) finalmente la atendí y me pidió 5 minutos de mi tiempo, en persona. Vino a casa y... pidió perdón: por todo lo que había hecho, por la forma en que me trató, cómo tantas veces reaccionó a nada, por cómo está ella y descargarse en mí. Y eso, el pedir perdón, más que ninguna otra cosa era exactamente el calibre pasa/no pasa que yo tenía en la cabeza para volver a considerar cualquier relación con ella. Como con cualquiera: si alguien no es capaz de hacer introspección, que necesariamente implica humildad y una sana dosis de inseguridad sobre las propias decisiones, nunca puede evolucionar. Y en este planeta gente así hay demasiada, y yo hago un esfuerzo enorme por filtrarlas de mi vida. No aportan más que para saber qué es lo que no hay que hacer.
Después de lo del domingo siguieron, por supuesto, un par de recriminaciones livianas y alguna bestialidad de las que vomita ella a medio pensar, a medio analizar si realmente puede decir lo que dice y en especial la forma en que lo dice. Never mind, un servidor necesita encarecidamente sus abrazos, no hay pirueta semántica para decir otra cosa. Ese olor a cielo, sentir su corazón cerca del mío y las ganas con que me mira son demasiado adictivos. Como hablaba ayer con una amiga: si logro ver progreso en sus maneras, quizás tengamos una oportunidad. Y tengo la impresión de que va a ser un acontecimiento astronómico. Al lado nuestro, la estrella de Belén va a ser como un chasqui bum al lado de Nagasaki.
Stay tuned.

sábado, 12 de diciembre de 2020

desnudarse de verdad

No sé jugar al juego de no sentir, y lo más importante: no quiero aprender a hacerlo. Eso de las cosas a medias no me va. Se ha vuelto normal lo de no acordarse la última vez que se fue a la cama con alguien estando sobrio. Hoy la regla de oro es: el que se enamora, pierde. Es más fácil sacarse la ropa y tener sexo que desnudar el alma café de por medio. Mientras el sexo dejaba de ser tabú, el amor empezó a serlo: "no te hace falta nadie para ser feliz", te dicen; "que nadie te cambie", o también "no dependas de nadie". Desde La sociedad de los poetas muertos se popularizó y está fenómeno el "carpe diem", pero no significa "carpe hominem". No somos pedazos de carne.
Lo más aterrorizante para alguien con una cabeza como la mía es llegar a la triste conclusión de que no voy a encontrar muchas mujeres que compartan esta mentalidad. Ya de por sí es difícil que alguien me guste, 100 veces más difícil que yo le guste a esa alguien, y otros tantos órdenes de magnitud, parece, que valga la pena la coincidencia. Y la edad no ayuda. Es por eso que cuando encuentro una mujer que "califique", que pase las pruebas que mis miedos le imponen, me revienta soberanamente que surjan dificultades adicionales, como si mi cabeza no fuera suficientemente capaz ella solita de cagarme la existencia.
No tenía ganas de describir ciertas cosas que me pasaron con Doctora, pero lo voy a hacer igual porque me parece que aportan. Una de esas cosas es la sensación que me dio, empezando por el estómago y llegando hasta la punta de los pies, cuando se paró cerca de mí y rozó mi pecho con el hombro. Lamentablemente, proporcional a la subida fue la bajada caída.
Soy de esas personas que se les pierde la mirada en el mar, o que les gusta el olor y el sonido de la lluvia, o que necesitan que las miren a los ojos cuando hacen el amor, especialmente las primeras veces. Hay gente a la que eso los pudre, la mayoría por no haber adquirido el hábito de la contemplación (generalmente por miedo a lo que puedan encontrar), por no haber encontrado paz interior en determinados rituales, porque tiene un alma rota... mil motivos. Doctora, en mi opinión, tiene el alma rota. Es por eso que no puede abrirse, decir lo que siente, o quizás incluso no puede ni sentirlo. Hasta ahí la entiendo. Pero lo que no entiendo es el atacar a alguien con la saña con la que ella se me lanzó a la yugular cuando me rehusé a "divertirme" con ella. No señor(a), no lo voy a hacer. Si eso es lo que buscás, te aseguro que no tenés más que levantar la mano y 20 van a formar fila, sin preguntas, sin exigencias raras como que los mires o les digas algo que aunque sea remotamente se pueda malinterpretar como agradable.
Bendita mi atesorada habilidad de no caer en trampas verbales y contestar un ataque con otro, ofenderme, gritar o irme sin escuchar más nada. No fue algo fácil de adquirir, pero agradezco a whatever god may be por tener esa capacidad de discutir sobre lo que se discute y no dejarme arrastrar por el barro. Lamentablemente, los que poseemos esa capacidad estamos en una atmósfera más que enrarecida, donde el aire es tan diáfano que la mayoría no lo puede respirar. La gentileza, la honestidad, la humildad, las buenas intenciones, la búsqueda de la verdad... parece que no jugaran ningún rol en las discusiones. Lo importante no es construir, es ganar. Arrastremos, gritemos y pataleemos hasta someter al otro; los argumentos no importan, así que para qué escucharlos o esforzarse en formularlos.
Al final y como conclusión me quedó lo siguiente: no soy atractivo, soy viejo, fofo, sedentario, cruel, molesto, exigente, delirante, ridículo y me creo perfecto. Y sobre todo, sobre todo... no valgo la pena tomarse un momento y pensar si realmente soy todas esas cosas antes de vomitarlas, ni mucho menos si merezco unas disculpas por haber tenido que escucharlas, y por haberlo hecho estoicamente.
Maldita tu piel, tu perfume, tu inteligencia, tu ironía, tu decencia, porque si no fuera por ellas yo podría pasar la página sin más. Pero si no fuera por ellas tampoco hubiera querido leer tu libro, que ahora sí, cerré.