lunes, 25 de febrero de 2019

un millón y medio

Hay algo que no puedo evitar extrañar del tiempo que viví en Europa y no creo que se me cure nunca: los viajes en moto. Me derrite el alma cerrar los ojos y revivir el hacer un paso alpino. El aire quieto (bue... en realidad, pasando para atrás a velocidades ilegales), las curvas, el asfalto, la sinfonía del motor y el escape. Ese era el viaje tipo, pero habrá sido la cuarta parte de los que hice. Viajé mucho y de muchas formas. Siempre en la moto, pero tuve etapas de 900 km (me acuerdo de Roma-Múnich) en menos de 8 horas, sin parar más que para combustible o ir al baño, o tuve días en que hacer 100 km me llevó de amanecer a atardecer. Una vez en el norte de Grecia había una bruma que me permitía ir apenas lo suficientemente rápido para mantener el equilibrio.
Me acuerdo cuando renuncié al trabajo en septiembre de 2015: salí a las 2 de la tarde para dejar en cero las horas extra, y a las 8 de la noche estaba en el hotel 50 km al sur de Florencia. Al día siguiente me fui a Roma e hice noche en un convento donde las monjas hablaban castellano, y a la noche me tomé el barco de Civitavecchia a Palermo. Una vez me tomé el que sale de Génova, pero comprobé que 12-14 horas son lo máximo que mi estómago se aguanta flotando. Avión: nou problemo. Barco: a las 12 horas siento que me muero, y las 14 quiero morirme. Me mareo mientras escribo esto...
Me acuerdo la primera vez que fui a Sicilia, en 2012. No lo planeé, medio que se fue dando, enlazándose con un viaje que fui haciendo para poner un tilde en una de esas listas de destinos que hay que visitar antes de morir, y que ahora me muero por volver: la Costa Amalfitana. Me pedí libres los 2 días anteriores y posteriores al último fin de semana de septiembre, sin haber pensado que el 3 de octubre, que ese año caía un miércoles, es el día de la re-unificación alemana. Feriado, bah. Así que lo llamé a mi jefe desde algún lugar en Calabria y le pregunté si también podía tomarme el jueves y viernes de la primera semana de octubre, y en lugar de apurarme en volver a Alemania el martes a la noche como había planeado, aproveché y me fui a Lípari, la islita de donde salió mi bisabuelo con 6 u 8 años, allá en la última década del siglo XIX, y a Ortigia, la isla de donde surgió Siracusa. Otra vez con la idea de tildar algo, fui ahí en particular porque estaba más al sur que el punto más al norte de África, pero me encontré con un lugar a donde me mudaría sin otra cosa que la ropa puesta y una buena cuenta bancaria. Volví unas diez veces, cada oportunidad que tuve; en tren, en moto, en auto, en barco. Siento cómo me palpita el corazón (como en este momento) cada vez que voy entrando en Siracusa. Empiezo a pensar en dónde voy a estacionar, cómo llegar a la plaza de la Fontana di Diana, ir a comer a Lungolanotte, dormir en cualquier lado entre el laberinto de vicoli.
Mientras iba de una ciudad a otra en Sicilia me di cuenta de que estaba en un lugar pobre, con pueblos enteros abandonados, ya sea por la economía, por un resbalón entre la placa apuliana y la africana o por algún hipo del Etna. Este volcán se ve desde cualquier punto de la isla, y la primera vez que lo tuve a tiro pensé que lo que había encima eran nubes. Casi me muero del susto cuando empecé a entender lo que estaba pasando. Los volcanes son esas cosas que uno ve en las películas de catástrofe, no esas cosas a la vuelta de una curva o mientras uno disfruta el solcito y un gelato.
Otro recuerdo muy vívido es el de Escocia, su soledad y su costa, llena de caminos que menos usan a medida que uno va más al norte. Y a pesar de que solamente lo hice una vez y llovía un poco, me acuerdo lo lindo que fue el tramo de Grecia a Bulgaria. A veces ruta, a veces autopista, siempre lindo, mucho más lindo de lo que recuerdo jamás a alguien mencionar. Son lugares que por cuestiones políticas o económicas no se registran en esos libros de lugares a visitar. Una pena.
Y el sur de Francia. Hay un parque nacional muy chiquito unos 20 km antes de llegar a ese vómito que es Saint-Tropez, y las curvas entre medio son increíbles. Todavía tengo el aroma de la lavanda y de la vegetación que alfombra lo que no sea roca o pavimento.
Donde sea que haya ido estaba el hecho de estar solo, jugándome la vida constantemente por el simple hecho de estar en moto. La concentración que uno necesita para mantenerse con vida es tal que no queda lugar en el consciente para los problemas que en casi cualquier otra circunstancia nos abruman, esas cosas típicas que hace que nos distraigamos hasta durante el sexo.
Ese millón y medio de recuerdos que me enriquecen tanto están ahí, en el fondo de mi alma, no reprimidos ni olvidados sino vivitos y coleando, disfrutando de un servicio a la habitación, como un asesino a sueldo esperando la llamada para indicarle el blanco, hora y lugar. Idealmente, quisiera no ser tan viejo cuando pueda revivir todo eso, no en una conversación sino en una moto.

viernes, 22 de febrero de 2019

¿querés quererme?

Cuando decidí volverme sabía que cambiaba la frialdad alemana por la estupidez argentina. Ese era básicamente el trueque de desventajas. Por el lado de las ventajas estaba la estabilidad y bonanza económica de allá por la calidez humana de acá. Listo, esa es esencialmente la historia. Lo sabía, lo preví, era consciente; me preparé hasta donde me dio la imaginación.
No alcanzó.
La estupidez es como la muerte: el muerto no sufre, sino los que están alrededor. Las dificultades económicas hacen que demasiados se larguen a hacer cosas con incompetencia y (me duele pero hay que decirlo) deshonestidad, y esparcen su hedor sobre todo el resto, erosionando la ya de por sí delicada convicción con la que tomé la decisión de volver a mi país, mi casa. Hay demasiada gente tratando de maximizar el lucro, que no es pecado, pero sin dar el más mínimo atisbo de contraprestación. Montan un aparato de engaño a tal nivel que raya la desaprensión que se necesita para chanchadas como la trata de blanca o la homeopatía. Como los políticos corruptos o las prostitutas, encuentran en su cabeza la justificación que les permite vivir con lo que hacen, frente a ellos mismos y a los demás.
Tengo una escala que va del 1 (no sirve) al 10 (cumple con creces, resiste el abuso y da gusto utilizarlo) con la que califico someramente un producto o servicio, pasando por dos hitos: el 3 (apenas usable) y el 5 (mediocre, cumple sin más). En esa escala, un Rolls Royce se merece un 10, un BMW un 7 o un 8, un Fiat un 5, un Tata un 3. Las regulaciones en el tema de seguridad y emisiones hace que los autos que no pasan de esa calificación (en su mayoría chinos) no se comercialicen en los países con un mínimo de sentido de responsabilidad por sus ciudadanos. En lo personal, hay instancias en que puedo aceptar un 3, pero no menos. Donde se me vuelan los patos es cuando me prometen y me cobran un 8 y me dan menos. Ahí tengo el derecho a pedir que me devuelvan mi plata y que se metan lo que me vendieron allá donde no les dé el sol. Me irrita soberanamente encontrarme con inoperantes e incompetentes que no entienden de lo que les estoy hablando, pero me toca todo lo que odio (que es poco) cuando sí me entienden e intentan tomarme el pelo. Afortunadamente puedo darme el lujo de sufrir un par de rasguños, desengaños y pérdidas, pero hay mucha gente que no y se la tiene que comer doblada. Y eso es injusto. Y si encima salta alguno y me dice que me tengo que acostumbrar o que "en este país" es así... Generalmente lo mando a la mierda, pero solamente si estoy de buen humor. También tengo malas contestaciones.
La depre no ayuda. Si bien no estoy lo que se dice mal, sin ganas de vivir, de salir o de levantarme de la cama, tampoco estoy bien: no disfruto las cosas, la comida o incluso esos pequeños lujos del día a día, como ir a un café. Para ser más exactos, hay pocas cosas que me entusiasmen y casi no me alegro por nada de lo que me pasa. Como siempre que me siento a escribir acá, me obligo a pensar en el tema sobre el que escribo indagándome, interrogándome, porque aprendí que me resulta muy difícil desentrañar cómo me siento, siempre con tanto ruido viniendo de mi cabeza. Y me surge el siguiente diagnóstico: no me animo a alegrarme. Entre el pie fracturado por una imbécil que dejó su perro bestia suelto, la basura de departamento que me cobraron como si fuera la suite del Versalles, los sinsentidos que atravesé para lograr patentar el auto y la moto, lo que se viene para sacar el registro de manejo y todas sus imbecilidades... no me animo a alegrarme. Y sé que esas son las que puedo prever. Pero sé que hay muchas que no, y aunque intento no entrar en pánico, basado en la experiencia es difícil relajarse. Es cierto, podría enterarme de que tengo un tumor. Siempre hay margen para abajo, lo admito. Basta mirar las fotos del concurso de WorldPress de este año, donde hay una que muestra dos chicos de unos 5 años de edad sentados delante de una carpa donde viven hace cuatro años, y son una ínfima parte de los 20 millones de personas en Yemen a punto de morir de inanición en este instante.
Paralelamente no me privo de sufrir el hecho de que me siento muy, muy solo. Estoy sentado en un café y de vez en cuando pasa alguna chica que me parece tan agradable que con una mezcla de desesperación y curiosidad, en proporciones no fijas, me da por preguntarle si no quisiera quererme, acurrucarse conmigo a mirar tele, salir a caminar, ponernos a cocinar juntos.


Y a pesar de todo estoy, me siento relativamente bien. Sospecho que el responsable número 1 de que esté así es Perro. Cada segundo que me tiene a tiro me abruma con su fidelidad y su cariño y su alegría y su perdón a mi mal humor, que cada vez es menos seguido. Con su ejemplo me enseña a perdonar, a olvidar, a "rebotar" cuando algo sale mal y a veces hasta a ni siquiera dejarme caer por tales cosas. Me mima, me deja rascarle la panza, me saca a pasear como cuatro veces por día, me lleva a la plaza a jugar y a conocer a los dueños de sus amigos, acepta la comida que le doy, trae sus juguetes para compartir conmigo apenas me despierto a la mañana, mantiene mis pies calentitos cuando estoy mirando tele, me avisa cuando alguien viene a la puerta, se alegra de verme... podría seguir párrafos y párrafos. Es lo más lindo que me pasó jamás. Pero al margen de lo que me da día a día, me está educando como nadie lo hizo, convirtiéndome en un mejor ser humano, desconstruyendo miedos (sobre todo a los demás) y construyendo cosas lindas en su lugar. Tiene una tarea enorme por delante, pero se lo ve muy dedicado.
Mi perrito hermoso. Él sí quiere quererme.

sábado, 16 de febrero de 2019

oficio vs. arte

En contraposición a lo que los departamentos de engaño marketing de los fabricantes de cámaras quieren hacernos creer, la herramienta es simplemente de lo que se sirve el artista para plasmar su visión. Esto vale para muchas disciplinas. La mayoría de nosotros, con una computadora cara, procesador de textos y corrector incluido, retirados a la Isla de los Estados, no podría aspirar a teclear lo que Borges podía escribir con un lápiz en una servilleta mientras se duchaba. Al momento de disparar el obturador estamos en el ojo de la tormenta creativa: al final del proceso de preparar una imagen y al principio del proceso de ajustarla a lo que vimos con nuestra mente.
La cámara ve lo que ven nuestros ojos, y en el editor nos acercamos con mayor o menor éxito a lo que vio nuestra mente, alentada por el corazón cuando resonó con algún elemento de la imagen. Ser partícipe de este proceso es un honor reservado para pocos; hay que tener los medios económicos para el equipo adecuado, la habilidad para usarlo, el interés por la disciplina y el tiempo para practicarla. De todo eso, el dinero para adquirir el equipo es lo más fácil. Le sigue en dificultad aprender a usar el equipo e interactuar con algunas de las clases de sujetos a fotografiar: personas, perros, agua, estrellas, esas cosas.  Es el equivalente a saber usar un teclado y ser capaz de meter 50 palabras por minutos. Es lo que se llama oficio. En la fotografía también engloba entender qué herramientas ponen a nuestra disposición los programas de edición, y qué efecto tiene cada una.
Y ahí entra en escena el arte. Como el escritor necesita saber qué escribir, y el cómo es anecdótico, el fotógrafo tiene que tener algo para transmitir, una visión propia con la que elaborar un mensaje y transmitírselo al que mira la imagen. Es una máxima de la fotografía que una foto se compone con tres elementos: la luz (en mi opinión, lo más importante), la composición y el sujeto. El sujeto más interesante del universo se torna insípido sin la luz adecuada y una composición que lo ubique frente a los ojos y la mente del observador.
Llegado el caso, uno puede tomar cualquier actividad y practicarla con cierta dosis de sistema o método (el oficio) y cierta dosis de arte; con el primero uno cumple con la tarea, con la segunda le imprime alma o firma personal. Los alemanes se inclinan por el oficio, buscando la perfección técnica a tal punto que le quita el valor artístico a cualquier disciplina. Los italianos, en el polo opuesto, convierten cualquier oficio en arte.
Cuando terminé el doctorado y entré a trabajar diseñando partes de autos de Fórmula 1, de a poco fui perdiendo cualquier motivación que tenía por dejar mi impronta en lo que hacía y me conformé, es decir, pasé como por la punta de esas máquinas para hacer churros o esas mangas de repostería con el pico en forma de estrella. Fui entendiendo que no trabajaba en una empresa que fabricaba autos y motos, con un departamento de marketing que los comercializaba, sino que trabajaba para el departamento de marketing directamente: ellos escribían cheques que nosotros, los estupiditos ingenieros, teníamos que hacer efectivo. De nuestra parte no solamente no había contribución posible, sino que además el único avance relevante era el de disminuir los costos. Paralelamente, y aún hoy no sé si hubo correlación o causalidad, perdí cualquier chispa residual a manos de la depresión. Literalmente, me apagué. Después de años de un desempeño altísimo en el mundo académico, por fin llegué a la industria para darme cuenta de que era un artista, un creador, no una maquinita de calcular. Necesito crear. Necesito poner mi impronta, dejar huella, poner y exponer el alma.
Al mismo tiempo empecé con la fotografía, y a medida que me sumergía más y más en el oficio vi que podía usarlo para mi arte y mi necesidad de expresarme y construir un legado, un body of work (como sea que se diga en castellano), un grupo de imágenes que cumplan con dos cosas:
- despertar un sentimiento en el observador similar a lo que yo sentí cuando viví ese momento que plasmé en una foto,
- transmitir una idea de lo que anida en mi alma, al estudiar la agregación de esas situaciones que resonaron tanto en mí como como para apuntarles con la cámara y movilizar todo mi oficio y mi arte al servicio de inmortalizar el momento, decisivo o no (con perdón de Henri Cartier-Bresson).


Este es un ejemplo de a lo que aspiro, momentos que considero un lujo el haber estado para presenciarlos y una suerte haber tenido la posibilidad de plasmarlos para el recuerdo.
Lamentablemente, parece que la ingeniería no es el camino que suponía ni tampoco, ahora lo entiendo, el que ansiaba. Realmente no me ofrece los canales que necesito para expresarme, no me da margen para crear y decir lo que tengo y que grita por salir y ser escuchado, aunque sea oído. Quizás un Pagani o algún otro genio estarían en desacuerdo, pero también es cierto que Pagani no es ingeniero; para ser exactos, no le gustan los ingenieros.
Así que ahora que largó mi proyecto de cabañas y no hay más cavilaciones sobre si lo hago o no, voy a devanarme los sesos para ver cómo monetizar mi arte en el contexto que ofrece mi pobre país. Si no, pues será cuestión de emigrar otra vez.

martes, 12 de febrero de 2019

rebobinando

A veces paso por acá y leo entradas anteriores, y me horrorizo de mi propia redacción, de los errores de edición que se me pasaron, de lo poco claro que expresé una idea, de lo incomprensible que puede ser adivinar de qué estoy hablando, o de las vueltas que doy para explicar algo que se puede reducir a unas pocas palabras. Con mi típico perfeccionismo, no resisto dedicarle unos momentos a corregir una coma, agregar un acento y hasta reordenar una oración.
Hoy salí de casa y me vine a un café para meterme en un tema que tengo dando vueltas en la cabeza desde hace unos días relacionado con la crianza de un perro, las mujeres, la fotografía y la vida en general, pero en lugar de eso caí en esa costumbre de corregir algo que hice, todo un lujo en sí mismo, y le hice un montonazo de mejoras a una entrada que, creo, es de lo más potable que ha salido de mi cabecita. Bon appétit!

viernes, 8 de febrero de 2019

de asesino a doctor

Cuando me compré a Perro el año pasado, hacía pocos meses que había salido John Wick: Chapter 2 en Blu-ray. La analogía fue inevitable, sobre todo si uno mezcla suficiente alcohol y antidepresivos: si bien por un camino diferente, el protagonista también se hace cargo de un perro que con sus cualidades llena la vida del humano que a cambio lo alimenta, le da un techo y le junta la caca. Una vez que la película establece esa relación en el espectador, los malos matan al perro y activan la parte menos simpática del señor Wick. Y si bien no tengo armas ni la capacidad para usarlas si las tuviera, el sentimiento está y Perro no ha hecho más que alimentar el instinto protector que tengo hacia él. Es un bichito tan lindo, fiel, noble y bien intencionado, que hasta Terminator (y estoy pensando en el T-1000) se agacharía a acariciarlo y preguntarme qué raza es, qué edad tiene y cómo se llama, antes de seguir camino para achurar a John Connor. A todo esto, Keanu Reeves anda en moto.
Y ahora me rompí la pata. Así que ahora uso bastón, por lo menos por algunas semanas. Y hace unos días, cuando salía a pasear a Perro, me vi en el espejo del ascensor y pensé en Dr. House llegando al trabajo y que me falta 13. Aunque el personaje de Hugh Laurie maneja una Honda CBR1000RR Fireblade con los colores de Repsol y yo ando en una Kawasaki, él usa bastón, igual que yo; la esclerótica de los ojos de Dr. House es blanca, la mía también. Ya está. Se terminó el parecido.
Gracias a la imbecilidad e inoperancia tanto del sistema como de los empleados en la DNRPA, estoy con unos días libres para dedicarle tiempo a un par de cositas que, si bien no me reportan nada que se pueda llamar productivo, el hecho es que son cuestiones pendientes y a las que me gustaría abocarme un poco. Por ejemplo, y muy relacionado con lo del patentamiento de la moto: cuál es la situación del parque de motos que anda circulando. Para eso me hice una planilla muy simple y que consiste en 6 columnas: casco, espejos, silenciador, chapa patente, luces y exceso de pasajeros. Creo que se explican más o menos solas pero por las dudas:
- casco: la Ley argentina establece que es obligatorio su uso. Si falta, no se puede circular. Así de fácil.
- espejos: según lo que pude encontrar en el código de tránsito de la Provincia de Buenos Aires, las motos tienen que tener como mínimo el espejo izquierdo.
- silenciador: esta es la más difícil porque, por lo menos en el caso de Mar del Plata, la normativa municipal es ambigua, no prevé las sanciones, y de todos modos no se aplica. Sin embargo, no solamente existe; a diferencia del casco y los espejos, molesta al prójimo, en algunos casos en forma exagerada y definitivamente innecesaria.
- chapa patente: ya sea porque se les rompió (cuando eran de plástico), porque se la robaron o porque no se les da la gana, circular sin la identificación está prohibido por obvias razones.
- luces: acá tuve que dejar la columna sin llenar por el simple hecho de que a) hice el relevamiento de día, y b) no sé qué dice la Ley respecto a circular con la luz encendida en la ciudad, como por ejemplo en las rutas de la Provincia de Buenos Aires. Ahora que lo pienso, podría haberme fijado si tenían siquiera las luces. Hay vehículos tan cachuzos circulando que ni los reflectores tienen, y a veces ni siquiera la luz de freno o de giro. Anecdóticamente, de noche sí se ven motitos que no tienen ningún tipo de luz.
- exceso de pasajeros: no existe una moto que permita llevar más de dos personas, incluyendo el conductor, así como la mayoría de los autos permiten llevar solamente 5 personas, y por eso disponen de 5 cinturones de seguridad.
Hay otras dos cosas (en realidad hay más) que uno tiene que cumplir para circular, pero que no puedo verlas simplemente sentado en algún lado mirando las motos pasar: la profundidad del dibujo en las cubiertas, y el seguro de responsabilidad civil. Así que esas dos quedan fuera.
Así que ahí fui con Perro y mi planillita con renglones como para relevar 100 motos, y me senté en la esquina de casa a eso de las 4 de la tarde. En poco más de media hora la tenía llena, como los huevos de Perro, de estar sentado al sol sin hacer nada. Como sea, fue un promedio de una moto cada 20 segundos, más o menos. Sé que es una muestra un poco chica y, si el tiempo y las ganas lo permiten, la intención es hacerlo otras cuatro veces (o sea, hasta relevar 500 motos) para que el estudio sea más representativo.
¿Los resultados? Interesantes. Casualmente, exactamente 50 motos tenían todo en regla, y las otras 50 que pasaron acumularon 84 "faltas". Una sola llevaba 3 pasajeros (y encima era un chico chiquito, una locura; y sin casco, por supuesto), mientras que 9 anancefálicos le cambiaron el escape a la merda de moto que tenían para que hiciera más ruido. 21 de esas 50 motos no tenían los espejos y 22 estaban sin chapa patente. La falta más común, previsiblemente, fue la falta de casco en 31 casos.
La concentración de las faltas fue así: 29 motos tenían una falta, 11 tenían dos, 7 motos tenían 3 faltas y 3 motos tenían 4.
El tema del casco es interesante: de los 69 conductores que llevaban casco, 19 cometieron una o más de las otras faltas (el 27,5%), mientras que de los 31 conductores sin casco, 17 cometieron por lo menos una falta adicional (el 54,8%). Es decir: si uno es un imbécil que no se molesta en usar casco, tiene el doble de probabilidades de cometer por lo menos una falta adicional, comparado con alguien que sí tiene algo entre las orejas y toma las medidas del caso para protegerse.
Mirando esto, se me ocurrió preguntarme si el uso del casco influye en si uno es más respetuoso también con las otras reglas, o por lo menos si hay una correlación. Y efectivamente, hay 53 faltas que no se tratan del tema casco y se reparten así:
- 24 son cometidas por 19 de los 69 conductores que sí usan casco (los 50 conductores restantes no cometen ninguna otra falta), o sea menos de 0,35 faltas por conductor que usa casco,
- las otras 29 son cometidas por 17 de los 31 imbéciles que no usan casco (los 14 conductores restantes no cometen ninguna otra falta), o sea que los idiotas que no usan casco acumulan un promedio de 1,93 faltas cada uno.
Quiere decir que el uso o no de casco es un buen estimador de si el tipo está cometiendo otras faltas, y cuántas: el que no usa casco tienen prácticamente el doble de probabilidades (54,8% contra 27,5%) de estar cometiendo alguna otra falta que el que sí usa, y a su vez acumula casi 5,6 veces más faltas (1,93 contra 0,35), cometiendo también más faltas adicionales.
Se puede traducir todo eso a algo que al fisco le interese: recaudación (¿o era seguridad vial?). Suponiendo que estas faltas se multen con $1000 cada una (al margen de que habría que secuestrar el vehículo para que no siga circulando en esas condiciones), se pueden poner dos puestos de control durante media hora, donde uno pare a los conductores con casco y el otro a los que no lo llevan. El primero va a parar el 69 motos y va a recaudar ($1000 x 69 x 0,3478) $ 24 000, mientras que el segundo va a parar 31 motos y recaudar ($1000 x 31 x 1,9355) $ 60 000, o sea 2,5 veces más, que no es poco. Pero esto es en el caso de que se puedan multar a todos los conductores al mismo ritmo que pasan, lo cual no es cierto. Redactar una multa, con las discusiones que genera, lleva tiempo. Ahí radica el cuello de botella. Así que con suficiente tránsito ambos puestos van a estar excedidos de infractores y por eso van a multar a la misma cantidad de infractores por unidad de tiempo. Si suponemos que pueden multar 10 infractores en media hora (al margen de la cantidad de faltas que cometa cada infractor), el puesto que pare a los conductores sin casco va a recaudar $ 19 355, mientras que el otro puesto solamente recauda $ 3478. Ahí es donde se hace presente en la práctica ese factor de casi 5,6 que calculé antes.
Si en lugar de usar la falta de casco como criterio para decidir parar a un conductor, se puede ver qué pasa si usamos los otras dos faltas más comunes: la falta de chapa patente y la falta de espejos. Resulta que los que circulan sin chapa patente acumulan un promedio de 2,09 faltas (lo que representa una recaudación de $ 20 909), mientras que los que andan sin espejos acumulan un promedio de 2,33 faltas ($ 23 333).
Uno podría, a priori, suponer que los que andan sin espejos son los que van a maximizar la cuestión económica, pero en mi opinión no es así. Mi razonamiento es que si bien la diferencia en recaudación es de $ 4000 entre parar a 10 tipos por falta de espejos contra parar la misma cantidad por no usar casco, la diferencia en consecuencias en caso de accidente son enormes por no usar casco, y nulas por no llevar espejos: esos tarados sin casco van a ir a parar a un hospital y entre el viaje en ambulancia, un par de radiografías y la consulta, ya se gastaron de sobra esa diferencia de $ 4000 recaudados adicionales.
Lamentablemente, parar a los que andan sin espejos o sin patente no ayuda mucho a agarrar a los que andan sin casco, porque solamente un tercio de los que estos andan además sin espejos o patente. Sin embargo, parando a los que tienen casco caen la mitad de los que andan sin espejos o sin patente.
Dr. House usa casco.

sábado, 2 de febrero de 2019

logros

Una de las cosas que más me molestan de mi situación actual es la sensación de no estar logrando nada. Ni siquiera haciendo algo. Peor todavía: estoy durando, transcurriendo. Eso no es lo mismo que vivir. Y sí, parafraseo a Eladia Blázquez en su Honrar la Vida, la canción más hermosa que existe y que una y otra vez me cala hasta los huesos cuando escucho la versión de Sandra Mihanovich.
Tengo un amigo que se recibió conmigo de ingeniero y se fue al sur, a Río Grande, y trabajó muchos años para esas empresas que ensamblan electrónicos de diversos calibres. Es un genio de la automatización y totalmente autodidacta. Hace un año y algo renunció a su trabajo, no sin antes montarse desde cero una fábrica de cerramientos de PVC y ahí anda, automatizando todo lo que puede y poniendo pifucios que abren y cierran, ponen y sacan, atornillan, aspiran, soplan, escuadran, encajan, fijan, sueldan, fresan, y quién sabe qué más. Es un genio con todas las de la ley, un emprendedor, inventor, investigador y, lo que a mí más me gusta, un solucionador de problemas.
Ahora que tengo la pata rota y y vivo solo, una de las cosas que me ayudan a sentirme menos ocioso y evitar caer en videos en internet es leer. Y no leo novelitas de Agatha Christie, que además de repetitivas, deshonestas y triviales, no aportan nada al espíritu. No. Leo cosas que me dejen algo: biografías, arte, fotografía, geografía, historia, política, filosofía. El otro día, mientras leía un libro de fotografía, a pesar de lo enriquecedor me asaltó la frustración de no estar haciendo nada, de no estar construyendo algo, pintando una habitación, sacando fotos, charlando con mis sobrinos, limpiando el baño... no sé, algo productivo. Entonces me puse a pensar en una atornilladora automática que este amigo en el sur está terminando y poniendo a punto, diseñando y fabricando no solamente cada parte individual y probando que funcione todo, sino también la electrónica y la neumática involucrada. Un espectáculo de máquina, que si bien no necesito ni me interesa hacer, sí que me interesaría poder hacer, tener los conocimientos para hacer todo eso que él está ejecutando.
Y así y todo... nop. Me cayó la ficha (y me imagino que esto puede sonar a que estoy nivelando para abajo, o que lo digo por envidia o algo por el estilo; pero de veras no es el caso) de que en realidad él tampoco está creando algo bello, y si bien es loable y admirable, en realidad no está mejorando el mundo, por lo menos no de la forma en que yo aspiro a hacerlo y por lo que paso las horas lamentándome de mi ociosidad e inutilidad. No, eso no es lo que me falta ni la causa de mis lamentos. Automatizar un proceso en una línea de producción cae dentro de eso a lo que se refería una frase que se le atribuye a Einstein que dice que "cualquiera puede hacer algo más grande, rápido, complicado; el verdadero talento reside en ir en la dirección opuesta". Esto no le quita ningún mérito a lo que está haciendo este chico, para nada. Simplemente, no es lo que busco, o lo que me falta cuando suspiro de frustración por lo inútil que me siento. Así como no defino mi inutilidad por ser incapaz de preparar un martini al gusto de James Bond, tampoco me sentiría más útil por saber automatizar una atornilladora. Sí me sentiría más inteligente, más talentoso, incluso. Pero no llenaría mi sed de crear algo bello y dejarlo para la posteridad.
Y cuando digo que pienso en crear algo bello, creo que vale la pena ser más explícito y dar un ejemplo del tipo de aspiración que tengo. Cuando pasé por Dinamarca con la moto hace un par de años, mientras caminaba por los alrededores del centro de Copenhague vi que en esos lugares donde estaban haciendo alguna obra (en la calle, un canal, un puente) había vallas de unos 2 metros de alto en las que habían expuestas fotos de algún fotógrafo famoso, y hasta exposiciones completas. Estas fotos eran aportadas por una asociación de vecinos que aspiraban a que, incluso en esos lugares donde había que romper una vereda, excavar, arreglar un caño y cosas por el estilo, uno pudiera disfrutar de algo bello. Pues bien: ahí es donde me gustaría que expongan mis fotos, incluso (preferentemente, de hecho) sin mención de mi autoría. La sola satisfacción de llegar a las personas y provocarles una reflexión sobre la vida y la existencia, una sonrisa, un recuerdo, una visión o pensamiento... son más que suficiente. Ni aplausos, ni notas con preguntas pseudo-provocadoras, ni atribuciones metafísicas de críticos que no saben sostener una cámara y creen que compensan escribiendo sus ocurrencias llenas de firuletes literarios robados a gente que sí sabe escribir.
Así que ahí estoy, con mi pequeña epifanía de la semana, que no es menor. El hecho de que otros estén haciendo cosas no significa que estén alcanzando esos logros que a mí me gustaría, y eso, honestamente, me estaba machacando un poco el ánimo. Pero resulta que me di cuenta no sólo lo que no merece hacerse malasangre, también me di cuenta de qué es lo que quiero lograr, dónde está el placer que busco. Dato no menor para nada.