viernes, 22 de febrero de 2019

¿querés quererme?

Cuando decidí volverme sabía que cambiaba la frialdad alemana por la estupidez argentina. Ese era básicamente el trueque de desventajas. Por el lado de las ventajas estaba la estabilidad y bonanza económica de allá por la calidez humana de acá. Listo, esa es esencialmente la historia. Lo sabía, lo preví, era consciente; me preparé hasta donde me dio la imaginación.
No alcanzó.
La estupidez es como la muerte: el muerto no sufre, sino los que están alrededor. Las dificultades económicas hacen que demasiados se larguen a hacer cosas con incompetencia y (me duele pero hay que decirlo) deshonestidad, y esparcen su hedor sobre todo el resto, erosionando la ya de por sí delicada convicción con la que tomé la decisión de volver a mi país, mi casa. Hay demasiada gente tratando de maximizar el lucro, que no es pecado, pero sin dar el más mínimo atisbo de contraprestación. Montan un aparato de engaño a tal nivel que raya la desaprensión que se necesita para chanchadas como la trata de blanca o la homeopatía. Como los políticos corruptos o las prostitutas, encuentran en su cabeza la justificación que les permite vivir con lo que hacen, frente a ellos mismos y a los demás.
Tengo una escala que va del 1 (no sirve) al 10 (cumple con creces, resiste el abuso y da gusto utilizarlo) con la que califico someramente un producto o servicio, pasando por dos hitos: el 3 (apenas usable) y el 5 (mediocre, cumple sin más). En esa escala, un Rolls Royce se merece un 10, un BMW un 7 o un 8, un Fiat un 5, un Tata un 3. Las regulaciones en el tema de seguridad y emisiones hace que los autos que no pasan de esa calificación (en su mayoría chinos) no se comercialicen en los países con un mínimo de sentido de responsabilidad por sus ciudadanos. En lo personal, hay instancias en que puedo aceptar un 3, pero no menos. Donde se me vuelan los patos es cuando me prometen y me cobran un 8 y me dan menos. Ahí tengo el derecho a pedir que me devuelvan mi plata y que se metan lo que me vendieron allá donde no les dé el sol. Me irrita soberanamente encontrarme con inoperantes e incompetentes que no entienden de lo que les estoy hablando, pero me toca todo lo que odio (que es poco) cuando sí me entienden e intentan tomarme el pelo. Afortunadamente puedo darme el lujo de sufrir un par de rasguños, desengaños y pérdidas, pero hay mucha gente que no y se la tiene que comer doblada. Y eso es injusto. Y si encima salta alguno y me dice que me tengo que acostumbrar o que "en este país" es así... Generalmente lo mando a la mierda, pero solamente si estoy de buen humor. También tengo malas contestaciones.
La depre no ayuda. Si bien no estoy lo que se dice mal, sin ganas de vivir, de salir o de levantarme de la cama, tampoco estoy bien: no disfruto las cosas, la comida o incluso esos pequeños lujos del día a día, como ir a un café. Para ser más exactos, hay pocas cosas que me entusiasmen y casi no me alegro por nada de lo que me pasa. Como siempre que me siento a escribir acá, me obligo a pensar en el tema sobre el que escribo indagándome, interrogándome, porque aprendí que me resulta muy difícil desentrañar cómo me siento, siempre con tanto ruido viniendo de mi cabeza. Y me surge el siguiente diagnóstico: no me animo a alegrarme. Entre el pie fracturado por una imbécil que dejó su perro bestia suelto, la basura de departamento que me cobraron como si fuera la suite del Versalles, los sinsentidos que atravesé para lograr patentar el auto y la moto, lo que se viene para sacar el registro de manejo y todas sus imbecilidades... no me animo a alegrarme. Y sé que esas son las que puedo prever. Pero sé que hay muchas que no, y aunque intento no entrar en pánico, basado en la experiencia es difícil relajarse. Es cierto, podría enterarme de que tengo un tumor. Siempre hay margen para abajo, lo admito. Basta mirar las fotos del concurso de WorldPress de este año, donde hay una que muestra dos chicos de unos 5 años de edad sentados delante de una carpa donde viven hace cuatro años, y son una ínfima parte de los 20 millones de personas en Yemen a punto de morir de inanición en este instante.
Paralelamente no me privo de sufrir el hecho de que me siento muy, muy solo. Estoy sentado en un café y de vez en cuando pasa alguna chica que me parece tan agradable que con una mezcla de desesperación y curiosidad, en proporciones no fijas, me da por preguntarle si no quisiera quererme, acurrucarse conmigo a mirar tele, salir a caminar, ponernos a cocinar juntos.


Y a pesar de todo estoy, me siento relativamente bien. Sospecho que el responsable número 1 de que esté así es Perro. Cada segundo que me tiene a tiro me abruma con su fidelidad y su cariño y su alegría y su perdón a mi mal humor, que cada vez es menos seguido. Con su ejemplo me enseña a perdonar, a olvidar, a "rebotar" cuando algo sale mal y a veces hasta a ni siquiera dejarme caer por tales cosas. Me mima, me deja rascarle la panza, me saca a pasear como cuatro veces por día, me lleva a la plaza a jugar y a conocer a los dueños de sus amigos, acepta la comida que le doy, trae sus juguetes para compartir conmigo apenas me despierto a la mañana, mantiene mis pies calentitos cuando estoy mirando tele, me avisa cuando alguien viene a la puerta, se alegra de verme... podría seguir párrafos y párrafos. Es lo más lindo que me pasó jamás. Pero al margen de lo que me da día a día, me está educando como nadie lo hizo, convirtiéndome en un mejor ser humano, desconstruyendo miedos (sobre todo a los demás) y construyendo cosas lindas en su lugar. Tiene una tarea enorme por delante, pero se lo ve muy dedicado.
Mi perrito hermoso. Él sí quiere quererme.

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