sábado, 22 de junio de 2019

tiempo al tiempo

Creo que cualquiera que haya oído hablar de ese aparato llamado "televisor", alguna vez vio (y recuerda, seguro) la película Groundhog Day, o su traducción "El día de la marmota". Cada vez que la veo, sin excepción, me agarra dolor de panza de tanto reírme cuando Phil (Bill Murray) descubre lo que está pasando y le importa todo un carajo, al extremo de ir con Rita (Andie MacDowell) a un café y de un bocado se zampa una porción entera de torta.
Pero Phil hace algo mucho mejor: decide aprovechar el tiempo para convertirse en su mejor versión. Después del período inicial en que se manda algunas macanas sabiendo que no tiene que lidiar con las consecuencias, aprende a tocar el piano, a bailar, a contar chistes, idiomas, lee libros... todo lo que significa cultivar el espíritu como ser humano. En la última etapa de su transformación, aprende a escuchar, a interesarse por los demás genuinamente, sin propósito ulterior, por el simple hecho de que los demás existen y están ahí, en su círculo de influencia. Sabe que él puede afectarlos para bien o para mal, y descansa en él la decisión. Ahí es cuando el periodista cínico y oportunista que llevaba a cuestas muere, y da paso a su verdadera esencia. The End. Luces. Ah... no... estábamos mirándola en la tele, no en el cine. Perdón, me exalté.
Es una de esas historias/películas/libros que, si uno prestó atención, no puede más que llevarlas siempre en algún pliegue del neocórtex y dejar que influyan en las decisiones, sean cotidianas, sean una-vez-en-la-vida. Mi día de la marmota fue, sin dudas, el fin del verano y principio de otoño de 2015 en Sicilia, cuando renuncié a mi trabajo en BMW.
Pero por más eternamente tentador que sea dejarme invadir por la nostalgia de esa página de mi historia, sobre lo que quería escribir hoy era el tema del tiempo.
Hay dos situaciones muy claramente definidas en las que me encuentro a veces y donde me gustaría tener la posibilidad de manipularlo: cuando veo una chica linda, y cuando entro a un lugar lleno de libros, sea librería, biblioteca o sótano, por decir algo.
De atrás para adelante, los libros son algo que me fascina. Me abducen de mi existencia y me sumergen en otra realidad, con otras reglas, recursos, personajes, geografía y qué sé yo cuántas cosas más. Me educan, me retrotraen, a veces, y me muestran posibilidades que no aprendí en su momento, o incluso las que en algún momento futuro me van a venir útiles. Enseñanzas de gente a la que ya le tocó vivir cosas que nos van a tocar a los que les seguimos, y que con gentileza y talento se tomaron el tiempo de plasmarlas en una historia. Pocas cosas son más humanas que eso. Y si uno vivió en Alemania lo suficiente (5 segundos) a base de abstinencia aprende a apreciar esos gestos.
El tiempo, entonces, es lo que más deseo cuando entro a uno de esos lugares llenos de libros y quisiera leerlos todos. Cuando cierro la página del último lo devuelvo a su estante, salgo a caminar con el amor de mi vida, cenamos, y me duermo para siempre.
La segunda situación en la que quisiera manipular el tiempo es, decía, cuando veo una chica linda. Se me pasó el cuarto de hora. Excedo en más de un par de años lo que las estadísticas indican que es la mitad de lo que voy a vivir. Tengo panza, tengo caídas (árboles, escaleras, caballos, motos) y tengo entradas en el cuero cabelludo, muy acorde a mis 45 años. Al contrario de lo que piensan las mujeres, que prefieren victimizarse antes que asumir su cuota de responsabilidad, los hombres no queremos salir con pendejas de 20 solamente por lo buenas que están. Los habrá, pero no es mi caso. Muchos hombres querrán voltearse alguna por esa razón, pero cuando hablo de salir con una me estoy refiriendo a cultivar una relación, a charlar, tomarse de las manos, hacerse cosquillas, besarse bajo la lluvia, dormir acurrucados, olerse el pelo, conversar por teléfono por horas cuando uno tuvo que viajar solo por trabajo, y tantos detalles que prefiero no esforzarme en evocar porque me duele, físicamente, no poder disfrutarlos. Porque una mujer de mi edad está resentida por no haber podido conseguir el príncipe que la mantenga y le diga que sí a todas sus ocurrencias y le cultive la bendita costumbre de no pensar.
Esa chica linda que mencionaba al principio del párrafo anterior es, estadísticamente, 20 años más joven y tiene cero interés en un fósil como yo. Y lo bien que hace si no quiere convertirse en enfermera geriátrica si algún camión no me estampa en la moto a tiempo. Amor, respeto y lealtad me sobran, pero cuando las veo siento que están del otro lado del alambrado, que no tengo derecho a mirarlas y mucho menos a codiciarlas. Finger weg! (¡sacá los dedos!), que eso no es para vos, no está en tus cartas, no te tocó. Mejor seguí caminando y mirando para abajo. Estoy parado afuera del salón, escucho la música, las risas y los brindis, pero tengo que seguir en mi puesto estacionando autos. Verano del '98, Mar del Plata, Hotel Costa Galana, víspera de año nuevo.
Cuando pienso en manipular el tiempo, pienso en volver al momento en que tenía menos años, no para tener más energía o menos arrugas o cosas así, sino para tener derecho a esperar encontrar una chica de esa edad con la que pueda enamorarme y que me inspire y hasta me guíe para convertirme en la mejor versión posible de mí mismo, y que a ella le pase todo eso mismo.
Me cago en las coincidencias. Estoy en una Fonte y pasan una versión acústica de For Ever Young.