miércoles, 23 de octubre de 2019

bajar la mirada

Perro, depende cómo lo mire, me hace sonreír, me provoca ternura, amor o frustración y rabia. Y vergüenza.
Es como me habían dicho que iba a ser: un ser fiel hasta donde no lo merezco. Sabe un montón de comandos y palabras y reacciona a cada molécula de mi cuerpo que muevo. Lee lo que voy a hacer y se acomoda para tratar de no molestarme. Me sigue a todas partes sin poder perderme de vista y me mira con adoración. Me cuida cuando estoy enfermo, me mima cuando estoy mal. Me sonría siempre. Es lo mejor que me ha pasado. Soy lo peor que podía pasarle.
Sé que eso último no es tan así, pero dentro de cierto "segmento" de posibles candidatos a amos sí es verdad. Soy severo, impaciente, explosivo, rencoroso y con menos pulgas que él, que no tiene ninguna. Me avergüenza lo que soy, y él, con su bondad incondicional, me lo hace más evidente. Porque cuando uno tiene una cierta naturaleza solamente puede, con suerte, aspirar a aprender a comportarse en público domarla, refinarla. Y ese proceso lo acepto totalmente y estoy 25 horas al día esforzándome por mejorar, pero lo cierto es que el enojo que llevo dentro no es algo fácil de canalizar. Así que cuando perro hace cualquier cosa que no se ajusta a mis expectativas, la válvula se abre y exploto como una criatura de 3 años que los padres no le compraron exactamente el juguete que quería, del color que lo quería. Él, con toda su paciencia y amor, baja las orejas, intenta todo lo que le viene a la mente para conformarme, se siente, se hecha en el piso, se queda quieto (duro, congelado) y baja la mirada, que es la forma de los perros de someterse. Todavía más, si cupiera. Los pastores australianos tienen un instinto mucho más fuerte que otras razas para querer complacer a su amo, y cuando yo empiezo con mis berrinches estoy apretando ahí donde más le duele. No lo hago de malo ni con saña, y tampoco lo hago con él en particular: es mi forma de explotar. Y mientras más complaciente es la persona que me frustra (o en este caso, Perro), más lugar me da a explayar mi idiotez.
Retrocediendo un poco y tratando de tomar perspectiva, en realidad no soy tan terrible, y hay algo que Perro y yo tenemos a nuestro favor y es el amor verdadero que siento por él y que, junto con mi no tan chota forma de ser, hace que lo trate muy bien a pesar de lo estricto que soy. Incluso más: viendo a otros dueños, a veces me doy cuenta de que se podría decir que hasta soy "blandito". Veo gente gritarle a sus perros, o pegarles (con diferentes grados de violencia, desde un toque hasta un palazo), encerrarlos, no sé... varias cosas en las que no me gusta pensar así que no voy a extenderme. Pero el asunto es que cuando lo contrasto con lo que yo hago, puedo decir que llevo bastante bien a mis demonios internos, y logro que Perro reciba apenas un extracto de todo lo que corre bajo la superficie.
Y sin embargo...
A veces se manda macanas. Es un perro, no un robot, y un perro joven, energético, alegre y curioso. A veces, entonces, un correctivo en forma de reto o incluso "golpearlo" con el dedo es lo que hay que hacer. Los perros, por mucho que los humanicemos, requieren su alfa y no pedagogía. O mejor dicho: a veces un alfa es exactamente la pedagogía que necesitan. Siempre repito que hay dos y sólo dos situaciones donde no me la juego: cuando come algo del piso (afuera) y cuando baja a la calle. Cero tolerancia, porque en las dos se juega la vida, y en el mejor de las casos puede ser una muerte rápida. Pero a pesar de todas las razones que puedan surgir, todos los atenuantes que pueda argumentar, el hecho es que después de cada ocasión que le pego un reto siempre me quedo muy pero muy mal. Me siento una basura. Siento que aflora lo peor de mí y que no merezco tenerlo, ni su cariño, ni su paciencia, ni su compañía. Y después de unos minutos, cuando supera el miedo a mis reacciones y vuelve a acercarse, lo hace como pidiendo disculpas, haciéndose cargo del 100% de mi berrinche, sin entender que una gran parte de lo que ve no es por algo que hizo él, sino por algo que ya estaba ahí dentro de mí y él solamente tuvo la mala suerte de pisar la baldosa equivocada, a lo Indiana Jones en el Templo de la Perdición. Me mira con timidez y yo siento que no lo merezco, que tengo que bajar la mirada. Y él recibe mi caricia como si hubiera llegado de la calle durante una tormenta helada y mi mano fuera la ducha de agua calentita. Se frota y se regodea y se le nota cómo se recarga de mí, como si se le evaporara el miedo a que yo no lo acepte por lo terriblemente malo que fue y la decepción que me provocó.
No tiene idea de cuánto lo quiero ni de cuánto lo admiro. Hay días en que hasta rabia me da verlo tan dulce y resiliente, con esa alegría imbuida, siempre dispuesto a seguirme a donde sea, a la hora que sea. No sabe el buen ejemplo que es y la influencia que tiene en mí. Sé que nota (porque se ve en su comportamiento y en la confianza que me tiene) que voy aprendiendo a domar mi agresividad y mi furia y sabe que no le haría daño, incluso cuando le pego un grito para que venga. Pienso en cómo era cuando recién llegó a mi vida y era un desastre, una bomba siempre a punto de explotar. Ahora, 18 meses y medio después, soy un bombonazo, un ejemplo de madurez y serenidad; pero en mi interior me veo como un Balrog que se acaba de dar cuenta de que le chocaron el auto que había dejado estacionado. Es difícil vivir así con uno mismo si esa es la imagen que se percibe. El viejo adagio de que uno es su peor enemigo adopta una nueva dimensión.
Ayer terminé de ver una película que desconocía completamente: Anon. La empecé a mirar porque estaba Clive Owen, que me parece espectacular, pero me quedé con una frase que dicen en algún momento: uno cierra los ojos para rezar, llorar, besar, soñar... y quebrar la ley. Yo agregaría: y para acariciar al perro.

jueves, 17 de octubre de 2019

un poder

Como tantas cosas, después de casi 12 años y más de 300 entradas en este blog seguro que ya mencioné esto, pero no me puedo aguantar darle otra vuelta de rosca o mirarlo desde un ángulo diferente. En cualquier caso, al ser una etapa (muy) distinta de mi vida, seguro que no voy a repetir contenido.
El tema es elegir un superpoder, tipo superhéroe o extraterrestre recontra avanzado. No valen cosas que ya sean posibles como ser rico, o tener un avión propio o matar a alguien sin consecuencias, sino cosas imposibles: fuerza sobre-humana, visión de rayos X, supervelocidad, cosas así. Uno puede divagar un rato, hacer una lista, comparar ventajas, etc., pero cualquiera que pueda masticar chicle y caminar al mismo tiempo se da cuenta de que el asunto se reduce a dos posibilidades: hacerse invisible o poder volar. Y yo hace años que llegué a esta bifurcación pero todavía no pude decantarme por uno u otro, como no pude jamás contestar la pregunta de un amigo: tetas o culo. Las dos opciones me gustan, las dos son muy aprovechables.
Generalmente tiendo a la invisibilidad, y la explicación es simple: el poder de volar tiene dos ventajas fundamentales, que son disfrutar del vuelo en sí y llegar a lugares (puntas de edificios, puentes y esas cosas, como hace el Hombre Araña o el John de Alex Pettyfer en I Am Number Four). Lo de volar lo reemplazo hasta cierto punto andando en moto, y lo de llegar a lugares lo reemplazo con Lufthansa y compañía, por más patética y cara que sea esa opción comparada con tener el poder en sí. En cambio, si pudiera volverme invisible a voluntad podría lograr acceso a lugares donde de otra forma no entraría, incluidos aviones que van a donde yo quiero.
Últimamente me di cuenta de algo: si pudiera hacerme invisible no seguiría a una chica que me atrae hasta la ducha o esos lugares con los que típicamente se fantasearía. Más bien me gustaría mirarla cuando escucha música, o cuando lee un libro, o cuando llora. Cuando escribe una carta (no un e-mail o un mensaje en el teléfono) o cuando recibe una; cómo la abre, se toma su tiempo para desplegarla y se acomoda para leerla, cómo la recorre con los ojos, la relee, cómo respira o suspira. La observaría cuando escucha música y se pone a cocinar. La escucharía cuando habla sola, prestando atención a las inflexiones de la voz y el ritmo y no tanto a las palabras... como si hablara en algún idioma desconocido.
Hace unos días escuché que las cosas se hacen para llenar vacíos, y mientras más inútiles (coleccionar estampillas) y dolorosas (correr maratones), más grande el vacío. Sé que es un poco enfermizo andar elucubrando si uno preferiría poder hacerse invisible o volar, como es masoquista hacer una lista de cosas que uno haría si se ganara la lotería. Pero creo que todos alguna vez lo hicimos y, aunque no lo haga menos patético, sí lo hace más aceptable. Creo.
Mi vacío hoy es muy grande, más de lo que esperaba. Mi país es un chiste malo, un Estado con sus instituciones degradadas a tal punto que a los efectos formales compite con Sierra Leona. Estoy sin pareja, lo cual duele más de lo que puedo y quiero soportar saludablemente a largo plazo. La práctica de mis aficiones (fotografía, motociclismo) se ve coartada por cuestiones de falencias en la infraestructura vial y la educación sobre su uso, el atractivo geográfico y la seguridad. Tres de estas cuatro cosas son muy fáciles de solucionar, pero hace falta la iniciativa de arriba. En algún punto, algunos días, simplemente no tengo ganas de ir contra la corriente. Uno termina poniéndose esas anteojeras a lo caballo de lechero, se ocupa de sus cosas, contemporiza con lo que lo rodea y navega entre la desidia (otra vez la palabrita) para que lo afecte lo menos posible y poder seguir con su vida. Eso es rendirse, resignándose y abandonando la construcción de un futuro más digno y valioso; cambiando el vivir por el durar y transcurrir. Mi problema fundamental es que ya vi ese futuro y sé de sus ventajas y de los sacrificios que implica, y la relación costo/beneficio es ridículamente buena como para ignorarla. El tema es: ¿cómo convencer al resto? La invisibilidad no ayuda, y volar, menos.