domingo, 30 de agosto de 2020

el gran agujero

De esto no hablo. Nunca. Con nadie. Es un poco una cuestión de privacidad, un poco que simplemente no lo necesito, y un poco que mejor no revolver algunas cuestiones. Pero un mucho se trata de lo insondable que es para mí, por dos aspectos: lo que se me escapa del tema, y lo que me duele.
Padre.
No tengo. Tengo un progenitor, obvio, pero lamentablemente eso es todo. Llamar padre a lo que yo tengo es como llamar arte a una mancha de humedad en la pared, música al ruido a platos rotos. En el curso de mi vida no faltaron quienes se opusieron a esta visión y quisieron convencerme de que mal que mal le debo la vida, de que él a mí no me debe nada, y variaciones sobre lo mismo. Están todos equivocados. Tener sexo con una mujer es condición necesaria pero no suficiente. Si no, todos los que no somos vírgenes tendríamos que cobrar la asignación universal por hijo, ¿no? Total, era cuestión de ponerla, nomás, y eso nos da el diploma de padre.
O no. Una corbata sin remitente el tercer domingo de junio no es ser padre.
Bien, zanjada esa discusión, los efectos no dejan de ser profundos y ya pasado el cenit de mi existencia sigo descubriendo implicaciones. Al día de hoy tengo dificultades para lidiar con el  autoritarismo; me revienta que ejerza la autoridad gente que no tiene una pálida idea de lo que está hablando. Uno pensaría que a todos nos pasa, pero lo mío se ramifica hasta el tema de las injusticias y es una cuestión muy profunda con la que no logro convivir saludablemente. Las injusticias, mías o ajenas, me pueden y punto.
Tampoco sé qué hacer con los hombres. Siempre me resultó más fácil relacionarme con mujeres y con sus pedos y divagues que con la franqueza y las formas desadornadas de los hombres para decir las cosas. Soy demasiado sensible, no supe ni pude desarrollar resistencia a la brutalidad. Los hombres que hubo en mi vida eran unas bestias o no hubo, y eso a la larga se paga. No sobra aclarar que el camino para llegar a este punto de mi evolución y a estas conclusiones no fue ni corto, ni fácil, ni barato en términos emocionales.
Incluso más. Durante años dudé de mis preferencias sexuales, lo que cual me resultaba confuso porque las mujeres me gustan muchísimo, mientras que los hombres, y hasta una fugaz imagen de contacto físico con uno a modo de experimento mental y desprovisto de prejuicios hasta donde honestamente pueda, me inspiran un rechazo cierto, claro y profundo. Pero un día me di cuenta de que cuando me "gusta" un hombre no es atracción sexual sino admiración y deseo de imitación, y de lograr su éxito, sea en la vida, sea por su potencial con las mujeres, del cual yo creo carecer. No fue fácil distinguir eso porque me faltó un modelo de mi propio sexo pero claramente asexual en mi vínculo con él, con el cual relacionarme y dar los primeros pasos en este aspecto de mi desarrollo; me faltó un padre. Dicen que un hombre se descubre como tal y deja de ser simplemente una persona más o menos entre los 4 y 8 años; sin entrar en detalles, eso a mí se me hizo imposible y las alternativas eran inexistentes.
Algo que creo que me falta es resiliencia, o por lo menos me falta ahora. Siempre tengo que distinguir un antes y un después de la depresión. No es que haya sido un evento puntual, pero el quinquenio 2010-2015 signó mi vida más que ningún otro período que yo recuerde, y si antes era una tromba cuando me proponía algo, ahora soy un castillito de naipes. El hecho es que soy sensible, y eso lo veo como el resultado de no haber tenido a alguien en mi vida que cuando me pasara algo (un golpe, una lastimadura, un insulto) me diera un boleo en el tujes y me empujara a seguir como si nada. Hoy está de moda atacar al machismo y adjudicarle la culpa de las cosas más inverosímiles (incluso han llegado a sugerir que tiene la culpa de la falta de responsabilidad de las mujeres sobre su propio destino), pero como casi todo en este universo, tiene ventajas y desventajas. Entre las ventajas está el no pararse a analizar todo como si de ello dependiera el fin del mundo sino que sigue con lo que hay que seguir y deja los pañuelitos para otro momento. Como el no pensar constantemente en la inexorable muerte o en el sexo oral que tuvo nuestra pareja con alguna pareja anterior, hay cosas que podemos llevar con nosotros sin resolver. Eso no lo aprendí.
Una cosa es la ausencia de alguien y todo lo que nos deja pendiente, y otra muy diferente es la ausencia de alguien que estuvo pero se fue; el efecto es devastador. Esa acción de irse, de dar la vuelta, mostrar la espalda y empezar a caminar... a alejarse... a ausentarse... a no llamar... El legado emocional es una caries permanente en la autoestima, y creo que en situaciones como reunir fuerzas para enfrentar una mujer e invitarla a salir es cuando más se nota.
Profundizando en el tema de la autoestima, y un poco como resultado de una nota que leí una vez de cómo pensamos (no qué pensamos, sino cómo procesamos la información que nos llega y la convertimos en nuestras certezas), muchas veces reflexiono sobre por qué me gustan determinadas cosas, como por ejemplo la fotografía, o andar en moto, o tener perro, o una prenda de ropa determinada. Creo que es como mínimo un factor el tema de que necesito ser validado. Necesito gustar, caer bien, que me acepten. Uno de los máximos placeres que tengo en mi existencia es lograr sacudirme eso de encima. Lo consigo muy de vez en cuando y con estados de ánimo excepcionales, pero de tanto en tanto lo logro y me hace muy feliz, como esta mañana cuando salí a caminar sin preocuparme por lo que me ponía, sino más bien tirando a zaparrastroso. Algo que sería muy largo de contar por qué lo empecé es el andar en moto. Un factor fue por supuesto el qué dirán, la imagen que proyectaría, etc., pero con el tiempo eso se fue diluyendo y hoy se ha transformado por mérito propio en una de las actividades más satisfactorias que conozco. Tengo una dificultad monstruosa para estar donde estoy y no ir a otro lado, metafóricamente, me refiero. Estoy mirando una película y pensando en lo que voy a hacer cuando termine; esperando el tren y pensando que sigue cuando llego; hablando con alguien y elucubrando a dónde voy después. Pero cuando ando en moto quiero seguir andando en moto, o mejor dicho, no pienso en nada. Estoy en el momento: no hay antes ni después. Es una de las pocas cosas (de hecho, ahora mismo no se me ocurre ninguna otra, pero sé que las hay) que me ponen en ese estado de alineación de los planetas, una forma de sentirme que me aproxima a la razón de mi existencia. Es un lujo que algo que me provoca eso sea alcanzable con dinero, cuando en general en esta vida las cosas importantes son invaluables.
El hecho persiste y la necesidad de sentir que valgo algo tiñe todo lo que emprendo, desde vestirme a la mañana hasta el color del techo de la casa donde vivo. Todo lo veo a través de ese filtro, esa prueba pasa/no pasa que necesito cumplir para verificar si con eso sí, si con eso ahora soy potable para el mundo. Ese hueco en mi autoestima se puede rastrear hasta su origen muy claramente: mi propio padre me dejó, por lo tanto, hay algo en mí que es inaceptable. Así de fácil. Y eso, cableado así desde el principio de mi existencia (apenas había cumplido 4 años) no se soluciona con alguna cita tipo "ya tenés 30 años, dejate de mirar lo que pasó cuando eras chico" dicha por algún famoso desconocido recitada con eco y música oriental de fondo. Ningún yoga puede hacer que vuelva a crecer un brazo amputado.