sábado, 28 de diciembre de 2019

estamos fritos

"En teoría, la práctica es igual a la teoría; en la práctica, no."
Esta frase la leí hace mucho en algún lado y me quedó. Nadie está seguro de dónde viene, pero el registro más antiguo que se tiene parece ser de Benjamin Brewster en la edición de febrero de 1882 de "The Yale Literary Magazine". Como sea, es tan buena que poco importa el origen.
El tema es que a mí en particular me estimula a pensar en muchas situaciones sobre las diferencias entre teoría y práctica. Por ejemplo, se puede argumentar que la teoría es como cada uno de nosotros esperamos, pretendemos o hasta exigimos que nos traten; la práctica es cómo tratamos nosotros a los demás.
Otra situación donde esto viene a colación es en lo que se percibe como el nivel de desarrollo de los países. Escucho siempre a mis compatriotas despotricando por cómo en los "países en serio" la gente hace esto o aquello, o pasa tal cosa o se hace tal otra, como si los genes de las personas que viven en esos países les confirieran poderes especiales. No parecen entender que un alemán, un japonés o un sueco también tiene dos piernas, dos brazos, una cabeza... en principio son indistinguibles de un argentino. No tiran la basura en el tacho correspondiente porque ellos pueden y nosotros no, ni evitan parar el auto en una senda peatonal porque en Alemania, Japón o Suecia esté prohibido y en Argentina no. Sorprendentemente, las leyes en esos países y en Argentina son muy, muy similares.
Suponiendo (pero sé que no es el caso) que la mayoría de los que leen esto son argentinos, casi que me dan ganas de dejar el tema como tarea para el hogar y develar el misterio en una semana o algo así. La razón, entonces, por el que un país es desarrollado no es que la economía esté mejor, que haya menos desempleo o que un televisor de LCD de 85" cueste menos. La razón por la que los países desarrollados lo son es lamentablemente simple: siguen las reglas. Dicho en otras palabras: la teoría y la práctica se solapan mucho más que en Argentina. Hay una correlación entre ambas y se conocen las ventajas de respetar las reglas. En Argentina no solamente se desconocen (a veces, a niveles muy altos) sino que hasta se cultiva en el imaginario popular el famoso concepto de "las reglas están para romperse". Trágica idiotez que cualquier mente curiosa y con una mínima capacidad de observación y análisis puede superar simplemente mirando alrededor suyo y probando qué pasa poniendo en práctica uno u otro sistema. Ignorar, conscientemente o no, una regla no significa cagarse en la tinta y el papel en la que está escrita, o en el que la escribió; significa jorobar a alguien. Porque justamente para eso están las reglas: para posibilitar la convivencia.
¿Por qué se vive mejor en Suecia: porque es Suecia, o porque ahí hacen las cosas los suecos a su manera, o sea, siguiendo las reglas? Si agarramos hoy a los 9 millones de suecos y los ponemos en BsAs, y sacamos a todos los argentinos de BsAs y los ponemos en Suecia: ¿a dónde nos mudaríamos los marplatenses dentro de 3 meses?... o 3 semanas. Más tarea para el hogar.
Para no depender tanto de subjetivismos personales, la teoría requiere instituciones que determinen las reglas, instituciones fuertes que tengas sus propios mecanismos de funcionamiento y control interno para resistir ataques individuales, e incluso alguno coordinado, desde adentro mismo. Alguien lo entendió hace algún tiempo y se le ocurrió el sistema de división de poderes para implementar un gobierno, los famosos poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Así, cuando a alguno se le suben los humos, los otros dos pueden pegarle un chancletazo en la nuca.
Lamentablemente, en Argentina eso tampoco funciona porque no hay cultura. Un cambio como el que se necesita para siquiera soñar con la calidad de vida de los suecos (no sus Volvos ni sus rutas, sino su seguridad institucional y todo lo que eso trae) es en el tema de cultura, que se adquiere tanto con educación como con ejemplo. Los que están arriba timoneando las instituciones no quieren, no pueden o no saben qué hacer, y eso se derrama hasta abajo del todo, a los policías que están en la calle controlando que se respete la Ley. Que la práctica se asemeje a la teoría. Dos ejemplos:
- en la Plaza Mitre de Mar del Plata hay un destacamento de la Policía Local, que tiene un cambio de turno a las 7 de la mañana. Todos los días a esa hora empiezan a venir autos y motos adentro de la plaza. Como muchísimas plazas en Argentina, esta tiene cuatro manzanas y las calles originales todavía están asfaltadas pero con barreras para que el tránsito no entre. En el caso de la Plaza Mitre, esas barreras se pueden abrir, y la que queda más cerca del destacamento está permanentemente abierta y es la que usan estos señores para entrar y salir. Hasta ahí ya es irritante, porque no solamente entran patrulleros (es difícil decirle a un policía que no transite con su patrullero por algún lugar) sino también los vehículos particulares de estos policías, que no pueden hacer el esfuerzo de caminar los 50 m desde la avenida, donde hay 70 lugares libres para estacionar a esa hora, y estacionan en la plaza; he visto 11 autos estacionados al mismo tiempo. Pero el gran premio se lo llevan un par que llegan en motito todos los días sin casco, espejos, patente, escape o perfil en las ruedas, y con el arma reglamentaria colgando de la cintura, cruzando la diagonal de la plaza a 40 km/h por donde pasea la gente con perros y juegan los chicos.
- caminando de vuelta a mi casa, llego a la esquina y no puedo cruzar. Motivo: un semáforo calle abajo está en rojo y los autos hacen cola, tan pegados que no se puede pasar entre ellos, y con uno en especial cruzado completamente sobre la senda peatonal. Cuando me acerco veo que es un policía, en su auto particular. Cuando le pregunto qué hace ahí me trata como basura y me amenaza. Cuando saco el teléfono para sacarle una foto a su patente, empieza a filmarme con su celular haciendo comentarios que avergonzarían a una criatura de 4 años. Me acerqué para que pudiera tener un buen primer plano, y vi que no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Casi que pasa a ser anecdótico que se tapó con la mano la insignia con el nombre.
Esa gente se supone que son policías, la última línea de defensa para que la práctica no se lleve puesta a la teoría.

viernes, 20 de diciembre de 2019

así de mucho

Mi cerebro es muy bueno para crear y para ver analogías o relaciones entre cosas aparentemente sin relación entre sí. Pero a veces se me pasan cosas que, en retrospectiva, una vez que las veo no puedo evitar preguntarme cómo es que no me di cuenta antes.
Una de estas situaciones me pasó la semana pasada cuando le expliqué a la novia de un amigo el porqué de un cierto comportamiento de él. Esto fue hace diez días, y sin embargo recién esta mañana creo que le encontré respuesta a una pregunta que venía cascoteándome la existencia desde hace 2 décadas: ¿por qué me separo de mis novias?
El asunto empezó cuando esta chica se quejaba de que el novio está muy obsesionado con el dinero. Y tiene razón. Lo conozco desde hace mucho y ese siempre fue un tema central en su personalidad. Todo lo mide en función de su precio, sin poder distinguirlo de su valor. Nos pasa a todos en mayor o menor medida, pero lo de él es extremo. La explicación es fácil: al no tener un buen criterio sobre lo que determina el valor de las cosas, lo que nos queda es mirar las métricas, lo que podemos comparar objetivamente. El problema surge de que no tenemos un criterio subjetivo (correcto o no, no interesa) en el que confiamos y al que podemos remitirnos para preguntarnos qué es lo que nos gusta, más allá de lo que opinen otros, lo práctico que sea o lo que cueste. Esta falta de conexión con nuestros propios gustos surge muchas veces por haber pasado tiempos de un sufrimiento tal que la única forma de superarlos fue desconectarnos de nuestros sentimientos. El problema es que uno no puede apagar los sentimientos en forma selectiva; no hay un panel de control sectorizado que nos permita no sentir lo malo y seguir disfrutando lo bueno. O apagamos el sistema (o aunque sea lo anestesiamos), o sentimos todo: las alegrías y los bajones. Al usar ese interruptor uno deja de sentirse mal, pero también deja de sentirse bien. Y es muy fácil y normal olvidarse de que existe ese mecanismo. Sin siquiera darnos cuenta la vida se torna gris, sin blancos ni negros, y la única forma en la que podemos sopesar las opciones es recurriendo a esas métricas que mencioné antes: metros cuadrados, kilos, precio. Pero de si nos gusta o no, ni hablar. Y no sabemos cómo preguntarle a nuestro interior si algo nos llama intuitiva, subjetiva y emocionalmente, aunque sea más caro, menos útil, que ocupe más lugar o lo que sea.
Novia, entonces. Sobrevivida la etapa inicial de la novedad, la sorpresa, el cuchi cuchi, la dopamina y todo eso, el enamoramiento da lugar a sentimientos verdaderos como el amor y su oxitocina, la fidelidad, la generosidad y alguna otra cosa. Y es ahí donde mi cerebro entra en acción con todos los pedos posibles y, como ya pasó la etapa de las sensaciones, me enfrento al abismo vacío de sentimientos. No sé si es que no siento, o si siento pero no logro escuchar a mi corazón, pero el tema es que no logro discernir lo que quiero. Mi corazón es como un miembro totalmente silencioso o hasta ausente en esas reuniones de directorio que tengo internamente para tomar decisiones. Los sentimientos no son parte de lo que me empuja en una u otra dirección, así que termino decidiendo con la cabeza. No digo que esto no tenga ventajas, pero hay no pocas ocasiones en que hacen falta otros puntos de vista, y simplemente no los tengo. Ergo, dejé de sentirme (en el sentido de tener sensaciones) bien con alguien y simplemente no le vi más caso a seguir con ella.
Sí soy lo suficientemente inteligente como para saber que las pocas métricas que hay para "evaluar" a una mujer no son lo importante: belleza física, dinero, posición social, you name it. Pero no es lo mismo saber qué no es importante, que saber qué sí lo es, o cómo me siento al respecto. Mi corazón, en esas instancias, no contesta los mensajes, se le quedó sin batería el teléfono, salió a almorzar, se fue de vacaciones, se mudó a otro país.
Perro, curiosamente, me produce amor. Siento amor por él, no hay dudas, y se lo agradezco enormemente. Se lo agradezco tanto que me duele físicamente no poder hacérselo saber, así que hago todo lo que puedo por él, incluyendo salir a pasear con él en lugar de dejarlo en casa e irme a andar en moto. Así de mucho lo quiero.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Sofía

A los 19, cuando uno elige meterse a estudiar ingeniería, además de elegir la carrera profesional está haciendo un voto de castidad comparable a enclaustrarse en los monasterios de Meteora, en el norte de Grecia. No solamente hay pocas mujeres, sino que también son, en su mayoría, feas. Y sabemos lo que pasa cuando hay mucha demanda y poca oferta... Aquellos que no nacimos dispuestos a ceder nuestra dignidad a nuestras hormonas no tenemos gran éxito reproductivo. Como dijo un amigo: estamos condenados a la extinción. El aislamiento en que nos sumergimos mina además nuestra autoestima, hasta el punto en que creemos tener la respuesta a la pregunta de si hay algo defectuoso con uno.
El otro lado de la moneda, por suerte, es espectacular: cuando una fémina nos obsequia dos miserables segundos de su atención, el día se transforma en navidad, año nuevo y cumpleaños, todo junto. Y ni hablar si te dedica una sonrisa.
Te hace querer ser mejor. Tu mejor versión, si es posible.
Dan ganas de lavarte los dientes más seguido, comer más fruta y menos chocolate.
Te inspira a usar la escalera en lugar del ascensor, a ver lo bueno en la gente y a querer levantarte a la mañana.
Te abre los poros del alma.

Les presento a Sofía.

El efecto es más potente cuando uno, además de haber conocido a una tonta, una inerte y una desquiciada, ya hace rato (2 años, si preguntan) que no siente que le gusta a alguien, aunque sea un poquito.
El sábado a la noche saqué a pasear a Perro a la plaza y había varias personas con sus perros, y a medida que se hacía más de noche finalmente me quedé hablando con ella. De perros, mind you, pero en realidad tengo que reconocer que yo hablaba de cualquier cosa que me permitiera seguir viendo su sonrisa. No me acuerdo que haya pasado nada más en los 15 minutos que hablamos. Ni siquiera me acuerdo de que Perro haya estado ahí, o su bulldog francés negro de 4 meses, o si nevaba o si se estrelló un A380 al lado nuestro. Sé que nuestros perros ahí estaban... pero no tengo ningún recuerdo de eso.
Y ya está, eso es todo. No pasó nada más, no intercambiamos teléfono, nada. No hizo falta y tampoco sobró nada, pero desde ahora voy a ir todas las veces que pueda a la plaza a la misma hora para ver si la veo otra vez.
Hay un aspecto ineludible que no puedo dejar de mencionar: es joven. Y eso me obliga a decir algo, en un patético pero honesto intento de buscar la empatía del que lea esto. Cuando uno sale de una relación necesita un tiempo solo, un período de duelo, si se quiere. Después viene el período de crecimiento personal, donde uno retoma sus hábitos en soledad y busca reposicionarse en la vida. Cuando uno logra llegar al punto donde puede disfrutar de esto, ahí empieza lo difícil: volver al mercado, salir a buscar a la siguiente persona. Volver a abrirse y arriesgarse a darse contra la pared. Así que uno se pone selectivo; no quiere repetir malas experiencias. Pero el tiempo pasa y el amor nos elude, y empezamos a bajar las exigencias: menos linda, menos inteligente, más joven, más vieja, que viva más lejos, que tenga hijos, que vea demasiada televisión, y un millón de etcéteras que cada uno sabrá.
Sofía, decía, es joven. Recién terminó abogacía, así que no creo que pase de los 30. ¿Me da vergüenza? Un poco. Pero 2 años de soledad, y en la situación en la que me encuentro, me hacen muy dispuesto a aguantármela. Mejor eso a que fume, que tenga hijos o que viva en El Calafate.
Mientras escribía esto pensaba: ¿y si conozco a alguien más y lee esto? O el solo hecho de escribirlo y dejarlo acá, que es un poco una falta de respeto... No interesa, porque no es tanto esta Sofía lo que importa sino el sentimiento que me provoca (Sofía, Pepita o Fulanita) que se me haya acercado para decirme algo de un poco más de calibre que "hola, ¿quiere papas fritas con su hamburguesa?". Aunque esta no sea nada, me recuerda que todavía estoy vivo y que hay alguien ahí afuera que podría quererme y aceptar pasar tiempo conmigo. Ya es mucho.

jueves, 5 de diciembre de 2019

F menos 5 días

No puedo evitar sentir una pequeña molestia por haber caído en ese círculo de quejas de las últimas veces que escribí, en los últimos... 40 años. No es que vaya a ponerme a describir el color de los globos de cumpleaños en un intento de compensar, pero sí voy a hacer el esfuerzo por despejar la cabeza de algunas cosas negativas, y supongo que eso se va a reflejar acá. Sin forzar las cosas, pero con un poco de dirección, timoneo. El maldito libro escrito con crayones podría... tener... razón. Auchi.
La explicación para esto es bastante evidente: a riesgo de sonar arrogante, el hecho es que además de observador soy inteligente, y peor todavía, nostálgico. Revolvé bien y... depresión. Oh, well. Criticar es inevitable; es como un grito en voz baja para hacer catarsis de todo lo que acumulo de tanto observar. Las cosas están mal por dentro y supongo que para no hablar de eso hablo de las que están mal por fuera. No sé, estoy divagando, pero así al tuntún me resulta razonable.
En fin, lo que voy a tratar de hacer es algo que intenté en Alemania y me dio resultado limitado y solamente por un tiempo, pero ayudó a pasar el rato, aunque en retrospectiva sospecho que fue lo que terminó dictando mi salida barra escape barra huida de ese agujero. Consiste en tratar de ignorar lo que pasa alrededor de mí, hacer la vista gorda, dejar pasar las cosas. Concentrarme más en el momento y no tanto en lo que se deriva a largo plazo. Sin embargo...
Hace un par de días alguien me tiró el auto encima. Yo iba a pie cruzando la calle, y el animal que venía de mi izquierda miró si venían autos de su izquierda (mi frente) para doblar a su derecha, sin fijarse en peatones. Casi me lleva puesto a mí y, por supuesto, a Perro. Coincidente y lamentablemente para el animal, llovía, o sea que yo tenía mi paraguas en la mano. Un paraguas precioso, con el tubo principal hecho de fibra de carbono, que me quedó de mi feliz paso por la Fórmula 1 junto con otros souvenirs. Resultado: paraguas 3, auto 0. Catarsis.
Pero no me quejo, no, no. Sigo caminando y llego a otra esquina, esta vez una avenida. Semáforo en rojo para mí. Espero. Viene una moto de reparto por la avenida y otra por la calle por donde yo iba. La de mi calle pasa el semáforo en rojo, la de la avenida dobla a la izquierda. Casi chocan. Lamentablemente Darwin estaba distraído. Sin caer en Schadenfreude, hubiera sido más catarsis.
Extraño la fotografía, lo que me lleva a reconocer que Perro a veces me coarta. Tengo a quién dejárselo, o podría llevarlo conmigo, pero hacer fotos es una disciplina parecida a escribir, donde uno tiene que tener los jugos creativos ya corriendo, y para eso se necesita cierto preámbulo que un pastor australiano... me río solo. Incluso cuando quiero salir con la moto me doy cuenta de que disfruto más el tiempo con Perro en el auto o caminando por ahí, y desisto y salgo a pasear con él. Es una droga. A veces me frustra, creo que más por mis propias expectativas que porque él haga algo "mal", pero las satisfacciones son 1000 veces las frustraciones. Y cuando sí junto suficientes ganas de salir solo y lo dejo con alguien, a la hora de haberlo dejado empiezo a extrañarlo y a planear la vuelta y a reírme pensando en el escándalo que va a hacer cuando nos veamos de nuevo, y en acariciarlo y sacarlo a la plaza. Es mi cocaína, mi oxitocina, mi serotonina... y a baldazos.
Pero hay algo profundamente necesario en andar en moto o en hacer fotografía. Mi mente es una tormenta constante y esas dos actividades requieren concentración, o el resultado es una cagada, en sus diferentes acepciones. Conseguir una imagen que cosquillee el alma a quien la observe requiere perfección técnica pero más que nada intimidad, apreciación, composición, luz, y un equipo que permita plasmar lo que uno ve, no tanto con el ojo, sino con el alma. Para lo demás están los celulares. Andar en moto es una actividad de riesgo donde la mejor estrategia es poner toda la atención en lo que uno está haciendo. Ese nivel de compenetración con lo que uno hace solamente se consigue si uno se saca todo lo otro de la cabeza, aunque sea momentáneamente. Hay un libro/película que se llama "La mujer del viajero en el tiempo", donde el protagonista tiene un defecto genético que hace que viaje en el tiempo incontrolablemente, y le cuenta a su esposa que durante el sexo todo se alinea en su cabeza y los saltos temporales no suceden. Esa tormenta en mi cabeza que mencionaba antes se tranquiliza, y el efecto es duradero. Me bajo de la moto y me siento feliz, relajado, realizado. Como cuando logro producir una buena imagen. Por el contrario, la vida diaria, el lidiar con la estupidez de la gente, las agresiones, las injusticias, las frustraciones... solamente avivan la tormenta, y aunque no existe el paraíso, sí es real que esas dos actividades que tanto me sirven necesitan de cierto contexto donde practicarse, y los riesgos de salir a la calle con una cámara o una moto cara, y los motivos para fotografiar o las rutas donde andar juegan un papel primario. Argentina, así como está, no me convence. Y lo que se viene es mucho peor.