A los 19, cuando uno elige meterse a estudiar ingeniería, además de elegir la carrera profesional está haciendo un voto de castidad comparable a enclaustrarse en los monasterios de Meteora, en el norte de Grecia. No solamente hay pocas mujeres, sino que también son, en su mayoría, feas. Y sabemos lo que pasa cuando hay mucha demanda y poca oferta... Aquellos que no nacimos dispuestos a ceder nuestra dignidad a nuestras hormonas no tenemos gran éxito reproductivo. Como dijo un amigo: estamos condenados a la extinción. El aislamiento en que nos sumergimos mina además nuestra autoestima, hasta el punto en que creemos tener la respuesta a la pregunta de si hay algo defectuoso con uno.
El otro lado de la moneda, por suerte, es espectacular: cuando una fémina nos obsequia dos miserables segundos de su atención, el día se transforma en navidad, año nuevo y cumpleaños, todo junto. Y ni hablar si te dedica una sonrisa.
Te hace querer ser mejor. Tu mejor versión, si es posible.
Dan ganas de lavarte los dientes más seguido, comer más fruta y menos chocolate.
Te inspira a usar la escalera en lugar del ascensor, a ver lo bueno en la gente y a querer levantarte a la mañana.
Te abre los poros del alma.
Les presento a Sofía.
El efecto es más potente cuando uno, además de haber conocido a una tonta, una inerte y una desquiciada, ya hace rato (2 años, si preguntan) que no siente que le gusta a alguien, aunque sea un poquito.
El sábado a la noche saqué a pasear a Perro a la plaza y había varias personas con sus perros, y a medida que se hacía más de noche finalmente me quedé hablando con ella. De perros, mind you, pero en realidad tengo que reconocer que yo hablaba de cualquier cosa que me permitiera seguir viendo su sonrisa. No me acuerdo que haya pasado nada más en los 15 minutos que hablamos. Ni siquiera me acuerdo de que Perro haya estado ahí, o su bulldog francés negro de 4 meses, o si nevaba o si se estrelló un A380 al lado nuestro. Sé que nuestros perros ahí estaban... pero no tengo ningún recuerdo de eso.
Y ya está, eso es todo. No pasó nada más, no intercambiamos teléfono, nada. No hizo falta y tampoco sobró nada, pero desde ahora voy a ir todas las veces que pueda a la plaza a la misma hora para ver si la veo otra vez.
Hay un aspecto ineludible que no puedo dejar de mencionar: es joven. Y eso me obliga a decir algo, en un patético pero honesto intento de buscar la empatía del que lea esto. Cuando uno sale de una relación necesita un tiempo solo, un período de duelo, si se quiere. Después viene el período de crecimiento personal, donde uno retoma sus hábitos en soledad y busca reposicionarse en la vida. Cuando uno logra llegar al punto donde puede disfrutar de esto, ahí empieza lo difícil: volver al mercado, salir a buscar a la siguiente persona. Volver a abrirse y arriesgarse a darse contra la pared. Así que uno se pone selectivo; no quiere repetir malas experiencias. Pero el tiempo pasa y el amor nos elude, y empezamos a bajar las exigencias: menos linda, menos inteligente, más joven, más vieja, que viva más lejos, que tenga hijos, que vea demasiada televisión, y un millón de etcéteras que cada uno sabrá.
Sofía, decía, es joven. Recién terminó abogacía, así que no creo que pase de los 30. ¿Me da vergüenza? Un poco. Pero 2 años de soledad, y en la situación en la que me encuentro, me hacen muy dispuesto a aguantármela. Mejor eso a que fume, que tenga hijos o que viva en El Calafate.
Mientras escribía esto pensaba: ¿y si conozco a alguien más y lee esto? O el solo hecho de escribirlo y dejarlo acá, que es un poco una falta de respeto... No interesa, porque no es tanto esta Sofía lo que importa sino el sentimiento que me provoca (Sofía, Pepita o Fulanita) que se me haya acercado para decirme algo de un poco más de calibre que "hola, ¿quiere papas fritas con su hamburguesa?". Aunque esta no sea nada, me recuerda que todavía estoy vivo y que hay alguien ahí afuera que podría quererme y aceptar pasar tiempo conmigo. Ya es mucho.
miércoles, 11 de diciembre de 2019
Sofía
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