Perro, depende cómo lo mire, me hace sonreír, me provoca ternura, amor o frustración y rabia. Y vergüenza.
Es como me habían dicho que iba a ser: un ser fiel hasta donde no lo merezco. Sabe un montón de comandos y palabras y reacciona a cada molécula de mi cuerpo que muevo. Lee lo que voy a hacer y se acomoda para tratar de no molestarme. Me sigue a todas partes sin poder perderme de vista y me mira con adoración. Me cuida cuando estoy enfermo, me mima cuando estoy mal. Me sonría siempre. Es lo mejor que me ha pasado. Soy lo peor que podía pasarle.
Sé que eso último no es tan así, pero dentro de cierto "segmento" de posibles candidatos a amos sí es verdad. Soy severo, impaciente, explosivo, rencoroso y con menos pulgas que él, que no tiene ninguna. Me avergüenza lo que soy, y él, con su bondad incondicional, me lo hace más evidente. Porque cuando uno tiene una cierta naturaleza solamente puede, con suerte, aspirar a aprender a comportarse en público domarla, refinarla. Y ese proceso lo acepto totalmente y estoy 25 horas al día esforzándome por mejorar, pero lo cierto es que el enojo que llevo dentro no es algo fácil de canalizar. Así que cuando perro hace cualquier cosa que no se ajusta a mis expectativas, la válvula se abre y exploto como una criatura de 3 años que los padres no le compraron exactamente el juguete que quería, del color que lo quería. Él, con toda su paciencia y amor, baja las orejas, intenta todo lo que le viene a la mente para conformarme, se siente, se hecha en el piso, se queda quieto (duro, congelado) y baja la mirada, que es la forma de los perros de someterse. Todavía más, si cupiera. Los pastores australianos tienen un instinto mucho más fuerte que otras razas para querer complacer a su amo, y cuando yo empiezo con mis berrinches estoy apretando ahí donde más le duele. No lo hago de malo ni con saña, y tampoco lo hago con él en particular: es mi forma de explotar. Y mientras más complaciente es la persona que me frustra (o en este caso, Perro), más lugar me da a explayar mi idiotez.
Retrocediendo un poco y tratando de tomar perspectiva, en realidad no soy tan terrible, y hay algo que Perro y yo tenemos a nuestro favor y es el amor verdadero que siento por él y que, junto con mi no tan chota forma de ser, hace que lo trate muy bien a pesar de lo estricto que soy. Incluso más: viendo a otros dueños, a veces me doy cuenta de que se podría decir que hasta soy "blandito". Veo gente gritarle a sus perros, o pegarles (con diferentes grados de violencia, desde un toque hasta un palazo), encerrarlos, no sé... varias cosas en las que no me gusta pensar así que no voy a extenderme. Pero el asunto es que cuando lo contrasto con lo que yo hago, puedo decir que llevo bastante bien a mis demonios internos, y logro que Perro reciba apenas un extracto de todo lo que corre bajo la superficie.
Y sin embargo...
A veces se manda macanas. Es un perro, no un robot, y un perro joven, energético, alegre y curioso. A veces, entonces, un correctivo en forma de reto o incluso "golpearlo" con el dedo es lo que hay que hacer. Los perros, por mucho que los humanicemos, requieren su alfa y no pedagogía. O mejor dicho: a veces un alfa es exactamente la pedagogía que necesitan. Siempre repito que hay dos y sólo dos situaciones donde no me la juego: cuando come algo del piso (afuera) y cuando baja a la calle. Cero tolerancia, porque en las dos se juega la vida, y en el mejor de las casos puede ser una muerte rápida. Pero a pesar de todas las razones que puedan surgir, todos los atenuantes que pueda argumentar, el hecho es que después de cada ocasión que le pego un reto siempre me quedo muy pero muy mal. Me siento una basura. Siento que aflora lo peor de mí y que no merezco tenerlo, ni su cariño, ni su paciencia, ni su compañía. Y después de unos minutos, cuando supera el miedo a mis reacciones y vuelve a acercarse, lo hace como pidiendo disculpas, haciéndose cargo del 100% de mi berrinche, sin entender que una gran parte de lo que ve no es por algo que hizo él, sino por algo que ya estaba ahí dentro de mí y él solamente tuvo la mala suerte de pisar la baldosa equivocada, a lo Indiana Jones en el Templo de la Perdición. Me mira con timidez y yo siento que no lo merezco, que tengo que bajar la mirada. Y él recibe mi caricia como si hubiera llegado de la calle durante una tormenta helada y mi mano fuera la ducha de agua calentita. Se frota y se regodea y se le nota cómo se recarga de mí, como si se le evaporara el miedo a que yo no lo acepte por lo terriblemente malo que fue y la decepción que me provocó.
No tiene idea de cuánto lo quiero ni de cuánto lo admiro. Hay días en que hasta rabia me da verlo tan dulce y resiliente, con esa alegría imbuida, siempre dispuesto a seguirme a donde sea, a la hora que sea. No sabe el buen ejemplo que es y la influencia que tiene en mí. Sé que nota (porque se ve en su comportamiento y en la confianza que me tiene) que voy aprendiendo a domar mi agresividad y mi furia y sabe que no le haría daño, incluso cuando le pego un grito para que venga. Pienso en cómo era cuando recién llegó a mi vida y era un desastre, una bomba siempre a punto de explotar. Ahora, 18 meses y medio después, soy un bombonazo, un ejemplo de madurez y serenidad; pero en mi interior me veo como un Balrog que se acaba de dar cuenta de que le chocaron el auto que había dejado estacionado. Es difícil vivir así con uno mismo si esa es la imagen que se percibe. El viejo adagio de que uno es su peor enemigo adopta una nueva dimensión.
Ayer terminé de ver una película que desconocía completamente: Anon. La empecé a mirar porque estaba Clive Owen, que me parece espectacular, pero me quedé con una frase que dicen en algún momento: uno cierra los ojos para rezar, llorar, besar, soñar... y quebrar la ley. Yo agregaría: y para acariciar al perro.
miércoles, 23 de octubre de 2019
bajar la mirada
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