lunes, 25 de febrero de 2019

un millón y medio

Hay algo que no puedo evitar extrañar del tiempo que viví en Europa y no creo que se me cure nunca: los viajes en moto. Me derrite el alma cerrar los ojos y revivir el hacer un paso alpino. El aire quieto (bue... en realidad, pasando para atrás a velocidades ilegales), las curvas, el asfalto, la sinfonía del motor y el escape. Ese era el viaje tipo, pero habrá sido la cuarta parte de los que hice. Viajé mucho y de muchas formas. Siempre en la moto, pero tuve etapas de 900 km (me acuerdo de Roma-Múnich) en menos de 8 horas, sin parar más que para combustible o ir al baño, o tuve días en que hacer 100 km me llevó de amanecer a atardecer. Una vez en el norte de Grecia había una bruma que me permitía ir apenas lo suficientemente rápido para mantener el equilibrio.
Me acuerdo cuando renuncié al trabajo en septiembre de 2015: salí a las 2 de la tarde para dejar en cero las horas extra, y a las 8 de la noche estaba en el hotel 50 km al sur de Florencia. Al día siguiente me fui a Roma e hice noche en un convento donde las monjas hablaban castellano, y a la noche me tomé el barco de Civitavecchia a Palermo. Una vez me tomé el que sale de Génova, pero comprobé que 12-14 horas son lo máximo que mi estómago se aguanta flotando. Avión: nou problemo. Barco: a las 12 horas siento que me muero, y las 14 quiero morirme. Me mareo mientras escribo esto...
Me acuerdo la primera vez que fui a Sicilia, en 2012. No lo planeé, medio que se fue dando, enlazándose con un viaje que fui haciendo para poner un tilde en una de esas listas de destinos que hay que visitar antes de morir, y que ahora me muero por volver: la Costa Amalfitana. Me pedí libres los 2 días anteriores y posteriores al último fin de semana de septiembre, sin haber pensado que el 3 de octubre, que ese año caía un miércoles, es el día de la re-unificación alemana. Feriado, bah. Así que lo llamé a mi jefe desde algún lugar en Calabria y le pregunté si también podía tomarme el jueves y viernes de la primera semana de octubre, y en lugar de apurarme en volver a Alemania el martes a la noche como había planeado, aproveché y me fui a Lípari, la islita de donde salió mi bisabuelo con 6 u 8 años, allá en la última década del siglo XIX, y a Ortigia, la isla de donde surgió Siracusa. Otra vez con la idea de tildar algo, fui ahí en particular porque estaba más al sur que el punto más al norte de África, pero me encontré con un lugar a donde me mudaría sin otra cosa que la ropa puesta y una buena cuenta bancaria. Volví unas diez veces, cada oportunidad que tuve; en tren, en moto, en auto, en barco. Siento cómo me palpita el corazón (como en este momento) cada vez que voy entrando en Siracusa. Empiezo a pensar en dónde voy a estacionar, cómo llegar a la plaza de la Fontana di Diana, ir a comer a Lungolanotte, dormir en cualquier lado entre el laberinto de vicoli.
Mientras iba de una ciudad a otra en Sicilia me di cuenta de que estaba en un lugar pobre, con pueblos enteros abandonados, ya sea por la economía, por un resbalón entre la placa apuliana y la africana o por algún hipo del Etna. Este volcán se ve desde cualquier punto de la isla, y la primera vez que lo tuve a tiro pensé que lo que había encima eran nubes. Casi me muero del susto cuando empecé a entender lo que estaba pasando. Los volcanes son esas cosas que uno ve en las películas de catástrofe, no esas cosas a la vuelta de una curva o mientras uno disfruta el solcito y un gelato.
Otro recuerdo muy vívido es el de Escocia, su soledad y su costa, llena de caminos que menos usan a medida que uno va más al norte. Y a pesar de que solamente lo hice una vez y llovía un poco, me acuerdo lo lindo que fue el tramo de Grecia a Bulgaria. A veces ruta, a veces autopista, siempre lindo, mucho más lindo de lo que recuerdo jamás a alguien mencionar. Son lugares que por cuestiones políticas o económicas no se registran en esos libros de lugares a visitar. Una pena.
Y el sur de Francia. Hay un parque nacional muy chiquito unos 20 km antes de llegar a ese vómito que es Saint-Tropez, y las curvas entre medio son increíbles. Todavía tengo el aroma de la lavanda y de la vegetación que alfombra lo que no sea roca o pavimento.
Donde sea que haya ido estaba el hecho de estar solo, jugándome la vida constantemente por el simple hecho de estar en moto. La concentración que uno necesita para mantenerse con vida es tal que no queda lugar en el consciente para los problemas que en casi cualquier otra circunstancia nos abruman, esas cosas típicas que hace que nos distraigamos hasta durante el sexo.
Ese millón y medio de recuerdos que me enriquecen tanto están ahí, en el fondo de mi alma, no reprimidos ni olvidados sino vivitos y coleando, disfrutando de un servicio a la habitación, como un asesino a sueldo esperando la llamada para indicarle el blanco, hora y lugar. Idealmente, quisiera no ser tan viejo cuando pueda revivir todo eso, no en una conversación sino en una moto.

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