sábado, 21 de marzo de 2020

catorcena

Hace unos días me llegó una carta de un amigo de Alemania, pero recién hoy pude pasar a buscarla. Mientras la leía y me contaba de cómo piensa agrandar su casa porque nació el segundo hijo, mi cerebro se retrotrajo a cuando lo conocí en un departamentito de Osnabrück cuando estaba de novio con una argentina, una que además de no ser lo que se dice la velita más brillante de la torta, terminó siendo también una trola de mierda que le metió los cuernos hasta que se cansó, se lo contó, y lo largó a su suerte mientras estaban en Bariloche. Una joyita la pendeja, bah.
En aquel entonces yo era inocente, más incivilizado que ahora, con más alegría de vivir y mentalmente a pleno; me tomaba cada dificultad como un desafío que había que superar, como si superar desafíos fuera un fin en sí mismo, una chapa que sumar a mi colección de trofeos, títulos y anécdotas exclusivas. Overachiever le dicen los psicólogos.
Pero la vida, como podía, se me hacía linda. La depresión no se había presentado, aunque en las cavernas y resquicios de mis psique trastornada se cocinaba de todo. El pasto todavía olía a verde, los locales no habían mostrado (o yo no había visto) su lado más feo, la Suzuki era un Soyuz con ruedas, las mujeres no eran una motosierra en el esófago. Todo estaba sembrado, pero no había sido regado; Alemania se encargó de eso. Gracias totales.
Este amigo vive en un pueblo chiquito en el norte y es carpintero. No hay que imaginarse a Geppetto, el papá de Pinocho, sino que la empresa para la que trabaja se especializa en amoblamiento a medida para yates de lujo. No se trata para nada de algo artístico, aunque hay que tener oficio para saber dónde está la línea entre lo que es factible y lo que es un delirio del cliente, que puede estar muy dispuesto a pagar para que se realicen sus delirios; ahí es donde el oficio se aplica a empujar la línea. Los dos dueños de la empresa tienen las ideas, él hace los planos, y otros fabrican. Y él a veces también instala.
Después de que la estúpida ex-novia argentina lo descartara en Bariloche, decía, pasó un tiempo solo hasta que encontró una alemana que hoy es su esposa, y en los últimos años tuvieron dos hijos. ¿Yo? Bien, gracias, con Perro y mi séptima moto estacionada abajo en la cochera, y una familia chica, trastornada, pero que todavía me habla. No es poco.
Pero... no es suficiente. Quiero novia. Sí, sí... surprise!, nunca lo mencioné: quiero novia. Y como yo tengo tanta suerte que cuando me tomo un taxi viajo parado, teniendo una candidata preciosa a mi alcance, vino lo que vino de China y se dictó cuarentena. Catorcena, más bien, porque por ahora se prevé que dure catorce días, no cuarenta. Tiempo después del cual ella habrá encontrado a otro.
Pero antes de hundirme en algún lloriqueo (y peor todavía: repetido) voy a encarar hacia el tema del momento, que ni hace falta nombrarlo, con algunas observaciones.
Esta semana se copió la iniciativa que tuvieron los españoles y el 19 a las 21:00 la gente salió a los balcones o a las ventanas y dio un gran y emotivo aplauso dedicado a las personas de las distintas ramas de los servicios de salud, por el esfuerzo y el riesgo de estar en la primera línea en el combate contra lo que estamos pasando. En mi opinión, fue como el Premio Nobel de la Paz que le dieron a Obama en su momento: un voto de confianza y una forma de pedirles a médicos, enfermeros, conductores de ambulancias y demás que se pongan las pilas, no realmente algo que se hayan ganado. Los que horas después, una vez que se inició la cuarentena, realmente se hubieran merecido un aplauso son los de las fuerzas de seguridad, los simples policías de a pie que tienen que recorrer la calle y decirle a cada ñato que se encuentran que vuelvan a su casa, que todos tenemos que colaborar. Esos pobres policías se tienen que bancar idioteces del calibre de "a mí nadie me dice lo que tengo que hacer" o "no exageremos, es una gripe" o el infaltable "andá a LPQTP", y en el interín se exponen a contagiarse. Por lo menos los médicos, una vez que reciben a un enfermo, ya saben con lo que están tratando y están preparados con barbijos y demás. Los policías no tienen el entrenamiento necesario para cumplir esta tarea: si alguien se retoba, tienen que entrar en el contacto físico típico de una detención y corren el riesgo de que los escupan o los lastimen, y eso los expone. Mis aplausos por no quedarse en casa y salir a protegernos a todos de nuestra propia estupidez.
Feliz comienzo del otoño.

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