viernes, 12 de julio de 2019

escupir o tragar

Sí, sí... estoy hablando de eso.
Cuando me fui a Suecia en 2002, además de varias sorpresas culturales que me sentaron de traste (transporte público eficiente, calles sin baches, respeto, puntualidad...) me encontré con gente de todo el mundo y tuve la oportunidad invaluable de intercambiar lo que en inglés le dicen world view, cosmovisión, creo. En particular, en mi clase éramos algo de 25 personas, de las cuales 2 eran mujeres (era una maestría en ingeniería) y había 22 nacionalidades: desde Bangladés hasta Islandia. Rusos, brasileros franceses, un par de suecos... un crisol de colores de piel y formas de sentarse a la mesa o estornudar. En algún momento aprendí a contar hasta 20 en unos doce idiomas, y también a decir gracias, perdón y por favor. Mi cerebro era una esponja, y yo estaba con los ojos bien abiertos, con un cincel en una mano y un martillo en la otra, haciendo moco las capas calcáreas de ignorancia (y los prejuicios asociados) de mi crianza en el culo del mundo donde queda Argentina.
Pero también me encontré con cosas que preferiría que no existieran. Sentado en Lejontrappan (la Escalera de los Leones) con un grupo de 6 o 7 que recién nos habíamos conocido y salimos a explorar la ciudad, un francés con una facha que ya le gustaría a George Clooney, nos explicaba que cuando él conocía una chica tenía una sola pregunta: ¿escupís o tragás?
Podría explayarme párrafos y párrafos sobre mi rechazo a semejante forma de vivir, pero a esta altura creo que está clara mi posición al respecto. Para los que les cuesta entender de lo que hablo, imagínense ser mujer, o tener una hija, hermana o el parentesco que sea, de 12 años y en camino a buscar pareja en el mediano plazo.
Hace unos días venía caminando con Perro y llegué a una esquina un poco particular de Mar del Plata porque coinciden tres calles: Rivadavia, Hipólito Yrigoyen y Diagonal Pueyrredón. El semáforo, de forma muy idiota, está después del cruce de la calle, en lugar de antes, como en Alemania; o sea que todos ven el color de la luz del otro. Eso hace, por ejemplo, que la gente estúpida (valga la redundancia) arranque cuando al otro le cambia la luz de verde a amarillo. Las motitos tienen esa puta costumbre. Por Yrigoyen estaban parados en primera línea un patrullero de la policía y un auto particular. La luz cambió a verde para los que venían por Diag. Pueyrredón, y el auto particular que estaba por Yrigoyen arrancó y cruzó. En rojo. Al lado de un patrullero, que increíblemente el que manejaba y su compañero no estaban ocupados con feisbuc o lo que sea. Yo, igual que otros peatones que empezábamos a cruzar Yrigoyen, nos quedamos duros. ¿Y los policías? Los miré. Me miraron. Se quedaron.
WTF?!
Sí, se quedaron donde estaban, con apenas un muy, muy ligero encogimiento de hombros. No sé, habré visto muchas películas, pero un servidor esperaba que encendieran la sirena y salieran a parar al infractor. Seguí soñando.
Pues seguiré soñando.
Será la fiebre de anoche, será el alcohol que no me tomé, pero de alguna manera no puedo dejar de ver la analogía entre lo que el franchute ese veía en las mujeres y lo que el Estado argentino ve en los ciudadanos: objetos de explotación. Nuestro Estado, desde hace décadas (por lo menos las que yo tengo de vida) planifica y ejecuta un esquema impositivo destinado a exfoliar a los ciudadanos honestos y trabajadores y les da la opción de tragar o escupir, pero que nos la mete, nos la mete, sin interesarle nuestros sueños, necesidades, talentos, potenciales o méritos. Esto incluye dejar pasar cosas en las que el estado tiene la obligación de fijarse e implementar los medios para evitar que pasen. Y en algunos casos no solamente no las evita, sino que las promueve, especialmente entre amigos, que en la política son, por su naturaleza, inherentemente de turno. Clientelismo, prebendarismo, acólitos o como se quiera llamar. "Hijos de puta" me viene a la mente, aunque no sé si no es demasiado elegante.
Triste, lenta y inexorablemente, mi cabecita juega con la idea de irme otra vez. No para ver el mundo, como en 2002, ni para abrirme la cabeza, o para ver otras bellezas. No. Para huir de esta locura autodestructiva en la que estamos están tan empecinados demasiados argentinos. El solo hecho de que la lista de candidatos para las próximas elecciones es tan difícil de distinguir de un diccionario médico es prueba de que estamos enfermos más allá de casi toda esperanza.
¿Qué me mantiene acá hoy? El amor. A mi Patria. A mi familia. A mis raíces. A mi hogar. Pero no es amor ciego, porque no estoy enamorado, no hay sexo, y hay muchas escenas dramáticas que no cuesta nada evitarlas, y sin embargo ahí están. Pinta para demasiado. Quisiera que más gente viera lo que yo vi: que no existen solamente las dos opciones de escupir o tragar. Uno puede también negarse a que se la metan. ¿Querés el privilegio de administrar mis impuestos y las riquezas del suelo que heredé? Ganátelo, HDMP.

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