jueves, 25 de abril de 2019

pobreza de espíritu

Hay personas rotas. Yo, por ejemplo.
Hay personas que sonríen. No es que sonrían con la boca, es algo más sutil, como que las moléculas de aire a su alrededor sonríen. Como alrededor de Perro. Salvo por mis exabruptos (más y más esporádicos a medida que aprendo y crezco como ser humano) o el de algún perro malo, nadie le ha hecho daño. Él va por la vida no solamente sin haber visto el lado oscuro, sino incluso sin saber siquiera que algo así existe. Las pocas cosas que podrían haberle dejado una cicatriz en el alma las escupe como Wolverine escupe una bala, y antes de que llegué al suelo, la herida se cerró sin dejar rastros. Eso es resiliencia, algo de lo que yo tengo poco y nada.
Esos seres luminosos sonríen y son como un florerito angosto y alto con una única rosa en una habitación de hospital. No te curan, pero te hacen posible curarte, potencian todos los cuidados de médicos y enfermeros, te recuerdan que hay algo lindo allá afuera esperando que puedas salir y volver a disfrutarlo, y mientras tanto te traen belleza y ternura a la asepsia y esterilidad en la que tenemos que reposar mientras nos recuperamos.
En mi experiencia, o quizás como resultado de una proyección de mis gustos, la gran mayoría de la población de seres luminosos es femenina. Las mujeres tienen un pedo en la cabeza que, como el tigre que probó sangre humana, cuando la vida las hiere o las desatiende las hace irracionales, estúpidas, víctimas profesionales y otras gansadas. Pero cuando la vida les proporciona el ambiente que necesitan para florecer (valga la analogía), se vuelven todo lo que un hombre necesita y desea para encontrarle sentido a su vida: son suaves, sonrientes, delicadas y fuertes al mismo tiempo, zonzas y vivas, pícaras, compañeras, sanadoras, irritantes, estimulantes, desafiantes, misteriosas y transparentes, masoquísticamente complicadas y sensacionalmente simples. Te preguntan cómo les queda un vestido y se lo cambian independientemente de tu respuesta, saben dónde está el paquete de azúcar sin abrir y el cumpleaños de tu sobrino. Cantan mientras se hacen un té y por más buenas que estén, no ven intenciones sexuales en ningún hombre que les sonría. Son ajenas al efecto que producen y eso las hace más irritantes y atractivas. A mí, en lo personal, me dan ganas de darles un beso y un chirlo en la cola al mismo tiempo. Son seguras de sí mismas y le hablan de igual a igual a un hombre que pesa el doble que ellas, pero dudan estar lindas cuando se ponen un vestido negro que para hasta las mareas.
Cuando esas personas lloran es porque el universo no está funcionando; hay que dejar lo que uno está haciendo y ocuparse. Cuando alguien las molesta, tienen empatía y comprensión y la primera reacción es una sonrisa y ver cómo ayudar. ¿Yo? Al mejor estilo Terminator, mi opción número 1 es agresión. Estoy enojado, furioso, de hecho, y frustrado con la estupidez imperante en la forma en que la gente va por la vida. No me refiero a la estupidez de no saber algo (eso es ignorancia) sino a la falta de interés de llenar los blancos y de aprender lo que no sabemos, y el empeño en seguir sumergidos en el guiso de la arrogancia e ignorancia, dos rasgos que van siempre de la mano.
Estoy enojado. Nací fruto de una unión que no debió ser, y desde mi concepción escuché peleas, recriminaciones, gritos, portazos y desdeños. El alivio vino a los pocos años con el divorcio, pero mi abuela materna tomó la posta y le puso toda su dedicación a la tarea de no dejar trauma sin sembrar.
Estoy enojado con el mundo, del que aprendí a desconfiar.
Estoy enojado con mi país, que no tiene la culpa sino sus habitantes. El análisis político excede cualquier intención en este contexto, pero se puede resumir en pocas palabras, ninguna un halago: egoísmo, deshonestidad, incapacidad, estupidez, mezquindad, necedad, desaprensión, ceguera. Lo peor de lo peor está instalado en las esferas políticas alrededor del timón de uno de los mejores y más capaces barcos que existen en este planeta. Los resultados están a la vista. Le sacan las ganas de vivir al más pintado.
Estoy enojado con el destino. No tengo pareja y no sé de dónde ni cómo conseguir una. De hecho no quiero "una", quiero "la" novia. La necesito para florecer, siempre fue así. Tener una compañera me ayuda a enfocarme, a ver a través de la tormenta mental que tengo, siempre huracanado. El sexo, la complicidad, la sensación de pertenencia... me mantienen en el ojo de la tormenta que me acosa desde que tengo memoria. Y no me conformo con llenar el puesto de novia, evidentemente eso nunca me funcionó. Pero como con todo el resto de las cosas en la vida, uno tiene que arar con los bueyes que hay. Y a mí hasta ahora parece que no me sale. Ya lo dije: no es tanto lo mal que estoy, ni siquiera la falta de una luz al final del túnel. Es más bien el estar convenciéndome de que a mí no me toca. Y punto. Así me voy a quedar. Y así el futuro se me hace muy poco apetecedor. Muy, muy poco.
Soy un amargado, no sólo como adjetivo sino también como participio pasado. Una sombra de lo que podría ser, exactamente en las mismas circunstancias, si no fuera por la historia y cómo la viví y la vivo. Soy incapaz de lidiar con cosas que a los demás apenas les pica un minuto.
Perro, a veces, paga por mis falencias. Voy mejorando, no lo niego y me pone orgulloso de mí mismo y mi insistencia en no dejarme vencer por mis limitaciones, sino evolucionar y dejar atrás (o aunque sea relegar) lo que me plantaron en lo más profundo e incipiente de mi alma. Siquiera estar en este camino, haberme dado cuenta de lo que soy y de qué hacer al respecto, ya es un avance enorme y se lo debo exclusivamente a eso de bueno que a pesar de todo tengo en el núcleo. Voy a seguir escarbando hasta... no, no tengo una línea de llegada en vista. Voy a seguir mejorando.
Pero no creo ser el alma de la fiesta. Siempre pienso que si una chica quiere estar conmigo es porque está haciendo servicio comunitario. Flor de graffiti habrá pintado.

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