sábado, 6 de abril de 2019

pobreza de mente

El 24 de junio de 2016 fue viernes. Fui al supermercado, a unas 10 cuadras de donde vivía, y pasé por uno de esos hipermercados de materiales de construcción y que uno siente que venden todo lo imaginable, y había un chico sentado en el piso, al lado de su moto, tratando de conectar algo, o cambiarle las pilas, no sé. Me fijé que la moto tenía chapa de Inglaterra, así que nos pusimos a charlar y le pregunté si necesitaba algo. Me explicó que se le quedó sin batería el navegador y necesitaba conectarlo de alguna manera. Básicamente, lo que necesitaba era pasar la noche en Múnich antes de seguir su camino a Italia o Croacia. Como no hablaba ni sch de alemán, y encima el navegador en cuestión era su celular, estaba en una situación precaria. La cosa que le ubiqué un hostel, agarré la moto y lo guié hasta allá. En el camino paramos a cargar nafta y fue cuando nos pusimos a charlar del Brexit. Ese día fue la votación, y a medida que avanzaba la tarde empezaba a cristalizarse lo que después se confirmó. No me voy a meter en mi opinión personal del resultado, eso da para mucho más de lo que le quiero dedicar hoy acá, que es otra cosa.
También me contó su historia, por lo menos la de los últimos años. Madre recientemente muerta de cáncer, novia bipolar, drogadicta, intentos de suicidio, puñaladas... no me acuerdo los detalles exactos, pero me acuerdo y lo siento en el estómago y en el corazón, que en ese hombre de 30 años y un metro ochenta quedaba el desamparo de un chico de 4 años que se separó de los padres en la playa. Estaba solo en el mundo y sin nadie en quien apoyarse. No me acuerdo por qué, pero me acuerdo y hasta siento la tristeza que sentí entonces cuando me contó su historia. Y básicamente estaba huyendo de todo, con una moto prestada, para despejar la cabeza. Intercambiamos teléfonos, creo que hasta dirección de correo electrónico; le mandé un par de mensajes en los días siguientes para ver cómo estaba, pero nunca contestó. Quién sabe lo que fue de él.
Hoy volví a pensar en todo esto mientras miraba un documental hecho por el fotógrafo Martin Middlebrook sobre la ciudad de Bradford, en el norte de Inglaterra, de cómo se vive el Brexit y la pobreza de esa ciudad, habiendo sido la más rica del mundo a finales del siglo XIX gracias a la revolución industrial. Mr. Middlebrook comenta que la gente, a pesar de la pobreza en la que está sumergida, no cae en lo que los ingleses llaman la pobreza mental o poverty of mind, ya que tienen una buena educación y se mantienen bien informados. Y eso me remite a lo que escribí hace unos días.
Un ciudadano puede estar o no informado y nadie se lo puede recriminar. Ser estúpido tampoco es delito. Es como que te falte una pierna, o ser ciego, o retrasado. Son cosas en las que nadie pidió tu opinión, simplemente sos así y no tenés control. Al contrario de la gordura, pero eso también eso otro tema. Pero tener todas tus facultades, físicas y mentales, y elegir no usarlas... eso es un crimen, una falta de respeto a todos aquellos que se esfuerzan para superarse a pesar de, o gracias a, las limitaciones que el contexto les impone.
En cambio, un policía no puede estar desinformado. Así como a un ciudadano se lo castiga por romper la Ley y la ignorancia o el desconocimiento no se acepta como excusa, un policía, además, tiene el deber de dar el ejemplo. Incluso más: es una referencia, uno de los pilares en los cuales se apoya la sociedad. El policía (y eso incluye todo el aparato de gente que se dedica a vigilar que se respete la Ley) ofrece al resto una guía y un respaldo. Cuando las cosas se ponen feas, ellos son los que nos indican hacia dónde está la salida o por lo menos el lugar menos inseguro. Ponen el pecho, educan con el ejemplo, son los primeros en llegar y los últimos que se van. Algo así como unos infantes de marina sociales. No alcanza con que tengan uniforme y un arma: tienen que estar educados e informados. Y no lo están.
Mar del Plata, y supongo que muchas otras ciudades del país, cuenta con un ejército de corta edad formado por una horda de chicos que carentes de talento, formación o capacidad, eligen esa profesión para salir adelante económicamente. Los meten en el aula por unos meses, les dan un arma para que vacíen un cargador, y los largan a la calle. No hay peor combinación. No tienen interés, capacidad, conocimiento, motivación o autoridad. Si las "charlas" que les dan durante ese periodo de formación son del doble de la calidad de la que a mí me dieron hace unos días para sacar la licencia de conducir, no creo que estén capacitados ni para vestir una media azul, ni hablar del uniforme completo y mucho menos de un arma. Lo mejor a lo que pueden aspirar es a llenar en una o dos horas la cuota de multas de tránsito que les pida el intendente ese día.
Y ahí están. Es lo que hay, y va a seguir habiendo. Porque la pobreza mental en la que estamos no tiene indicios de mejorar. Si me tengo que basar en lo que experimenté en carne propia, las nuevas camadas de conductores no tienen idea de por qué manejar a 40 implica el doble de riesgo que manejar a 30 al llegar a una "intercepción". Tampoco tiene intención, curiosidad o ética para documentarse en lugar de escuchar dos o tres opiniones y con eso salir al mundo con una visión ya solidificada en hormigón.
Se le atribuye a Einstein el haber dicho que la locura es hacer las cosas una y otra vez de la misma manera y esperar resultados diferentes. Estamos nadando en un lodo que ilusoria y delirantemente podría aspirar a mediocridad, pero que en realidad es una pobreza mental que no se termina cuando escalamos a la clase dirigente y en posición de influir con sus decisiones, sino peor: se le suma la pobreza moral. Esa gente, y los que salen de sus "centros de formación" de policías o conductores, por ejemplo, son los que establecen la marca de agua para la siguiente generación.
¿Te imaginás?

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