viernes, 18 de julio de 2025

trabajo en progreso

Acabo de mirar The Thorn Bird (El pájaro canta hasta morir, en castellano). Son 4 episodios, de casi dos horas y media el primero y el último, y de una hora y media el segundo y el tercero. Es un montón de nostalgia, no solamente por el hecho de que con 9 años vi el estreno en 1983 con mi mamá (Richard Chamberlain era el George Clooney de la época), sino porque me hace revivir muchas cosas, como el formato 4:3, la falta de computadoras para hacer cualquier cosa, la dignidad de la actuación, sabiendo que estaban quemando película al dope si lo hacían mal, la falta de connotaciones pedófilas en la relación de los protagonistas (recordemos: un cura y una nena), la ausencia de esfuerzos por incluir igual cantidad de mujeres que de hombres en el reparto, o de negros, o de chinos, o lo que puta fuera el subgrupo de vaya uno a saber qué cromosoma o gen o gusto de helado es la víctima de moda esta semana. Cuando veo producciones de esa calidad artística, humana, y por supuesto comercial, me viene a la mente el viejo principio de que la televisión está para informar, educar y entretener. Hoy en día, el principio rector de los medios, sobre todo audiovisuales, se ha convertido en vender y punto, al costo moral que sea, llevándose puestas la verdad, la privacidad, la dignidad y tantas otras cosas "pasadas de moda".
En eso pensaba cuando hace unos días se mencionó en varios programas el aniversario 45 de la televisión a color en Argentina, y se romantizó a la televisión en general como "lo que unió a la familia" y un par de gansadas más. En mi opinión, lo que hizo fue ponernos a todos en el hemisferio delantero del televisor y desalentar cualquier contacto transversal entre los a partir de ese momento televidentes, ya no seres humanos. Esa tele, como la radio, se mantenía con publicidad, por supuesto, pero había programas que buscaban audiencia, y con eso promotores, a base de contenido: El Deporte y el Hombre me viene a la mente como uno de los exponentes de lo que quiero decir. Como sea, la familia se "unía" para ver un programa y había que callarse para escuchar el programa, sin charlas entre los familiares, todos ahí mirando la tristemente famosa "caja boba". Cuando terminaba, en lugar de hablar de actualidad o de cosas importantes, empezamos a hablar de si Carlos Alberto se había enamorado de la que sea que personificara la Verónica Castro del momento. Una forma muy eficaz de vaciar de contenido las conversaciones familiares. Todo eso, obviamente, con nuestra connivencia; hay que ser adulto y hacerse cargo de que fuimos cómplices, no víctimas.
En las últimas dos décadas soy testigo del refinamiento de ese proceso con la aparición de las también tristemente famosas redes sociales, con Instagram, Facebook, TikTok y hasta cierto punto Twitter a la cabeza. Ahora, en lugar de hablar con los amigos, se publica. Y se junta seguidores y pulgarcitos para arriba. Fui testigo múltiples veces de parejas alquilando una góndola en Venecia, ciudad "fea" si las hay, y enterrando la nariz en el celular durante cientos de metros sin enterarse que acababan de pasar al costado de Piazza San Marco. Patético no me parece que alcance para describir lo que es llegar a eso. Y es apenas la punta del iceberg. Eso sí: casi podemos saber al instante lo que los famosos (y los que quieren serlo) están desayunando o cagando. Menos mal.

La semana pasada leí en algún lado que el exceso de razonar, de introspección, puede inhibir la capacidad de simplemente vivir y sentir. La disponibilidad de tiempo libre que me provoca mi celo por mi tranquilidad hace que caiga en eso, y si bien lo disfruto, también trae consecuencias negativas. La frase pensás demasiado es la que más he oído en mi vida y la que menos tarda en tirarme cada persona que me conoce, y si bien tienen un poco de razón, yo sigo atesorando mis pensamientos; mejor dicho, más que mis pensamientos en sí, me gusta y busco en otros el esfuerzo de analizar el mundo más allá de la superficie, de lo obvio. Hasta donde puedo, y pretendo refinar esto, navego entre mis sesgos para arribar a la verdad, no a la opinión sobre los hechos, mía o ajena. La opinión de una persona sobre un hecho da información sobre la persona, no sobre el hecho. La mayoría de las personas que conozco se conforman con tener una opinión, la que sea, para evitar el penduleo y a la mierda la realidad. Ahora que lo pienso, de ahí debe surgir esa estupidez de "mi verdad", como si mi versión (limitada, como humano que soy) pudiera equipararse a la verdad. Flor de arrogancia.
Hecha esa salvedad, me gustaría sentir más. Lo de vivir más... no sé, no es algo que me surja como necesidad, más bien me siento relativamente satisfecho en ese aspecto. Pero volviendo a lo de sentir, ya lo dije muchas veces y creo que he hecho algunos avances, pequeños pasitos que igual valoro. El principal instrumento es, cómo no, Perro, y ahora recibió refuerzos, aunque sean temporales. Un conocido se fue de vacaciones por 2 semanas y a pedido mío me dejó a su perra, que es un bombón de criatura y complementa muy bien a Perro. Esta criatura fue adoptada de la calle con alrededor de 1 año de vida y a pesar de eso viene con impecables modales: no hace sus necesidades adentro, no muerde cosas, en la calle camina al lado de mí sin necesidad de correa, no reacciona mal si se la toca mientras come, no es posesiva con juguetes, y varias cosas más. Una cosa tiene y es que es asustadiza, se aterra apenas escucha un ruido fuerte cerca o si le pego un reto a Perro, me parece que porque no distingue de si es para ella o no. Todo esto me obliga, oh sorpresa, a analizar cómo me comporto y me apunta a lo que puedo mejorar. Alucinante.

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