jueves, 20 de marzo de 2014

una pausa histórica

Aunque tengo temas millones de veces más importantes en la cabeza (depresión, novia, familia, trabajo... en ese orden) se me ocurrió escribir mi historia con las motos, el equivalente literario a inflar globitos de colores durante un ataque terrorista.

De chico siempre me gustó moverme. Tenía mucha energía y frustración, no entendía al mundo y tenía miedos heredados y aprendidos; metidos de prepo y por gente miedosa, creo que sería una mejor descripción. Necesitaba distancia.
La bicicleta y los patines fueron el primer paso con la velocidad más allá de lo que daban las piernas por sí solas, y tendría 14 años cuando experimenté potencia de un motor de combustión interna (una Zanella de 49 cc) vi hacia dónde iba el instinto. El novio de mi prima tenía una Honda CB400N que me pareció igual de llena de posibilidades que un transbordador espacial. Nunca anduve en ella, pero la sola vista me disparaba las neuronas.
Años después, a los 18, trabajando en un restaurante en Lomas de Zamora, al sur del gran Buenos Aires, un compañero de trabajo tenía exactamente esa moto y lo convencí de que me llevara unos metros. Y vi la luz. A partir de ese día mi vida no tuvo otro sentido que ahorrar para comprarme una moto, aquella Honda o cualquier cosa que se le pareciera. Junté la mitad de lo que necesitaba (3000 USD en total) y la otra mitad me la prestó mi mamá, y ahí llegué a una Kawasaki 440 Ltd, modelo 1981, roja. Era 20 de noviembre de 1992. El 6 de diciembre obtuve mi registro de conducir (¿qué, había que tener registro para manejar?) y dos semanas más tarde, en el km 92 de la ruta 2, mano a Mar del Plata, choqué contra un auto que se mandó a la ruta sin mirar, y yo tampoco estaba concentrado. Esa Kawasaki era una moto simple que daba satisfacciones básicas. Como dijo un amigo de aquél entonces: libertad en movimiento. Como leí alguna vez en una publicidad: cuatro ruedas mueven el cuerpo, dos ruedas mueven el alma.
Hechas las reparaciones (otros 1600 USD) tuve la moto por unos 2 ó 3 años en los que le habré hecho 10 000 km, hasta que se la vendí a un amigo de mi padre, que la compró en secreto y sin decirle a la esposa, hasta que aterrizó abajo de un Fiat Duna blanco y tuvo que confesar. En terapia intensiva. Se rompió unas cuantas cosas pero ahí anda. Él todavía la cuenta, la moto no sé. Aquella moto, a pesar del costo de la lección inicial (eyes on the road, baby) simplemente mejoró mi calidad de vida. En lugar de pasar una hora en colectivo-tren-colectivo para ir al trabajo, mucho más que eso para ir del trabajo a la facultad, y 45 minutos de la facultad a casa, o sea, más de 3 horas por día en transporte, ahora estaba pasando algo más de hora y media, y al mismo precio. Con ese tiempo podía hacer alguna hora extra en el trabajo o estudiar más para la facultad. Y disfrutar de la libertad que vienen con un juego de ruedas a motor.
Después de una pausa logré juntar no me acuerdo cuánto (creo que unos 4500 USD) y en 1996 o algo así  me compré una Honda Magna VF700C del '85, negra. No tengo ni idea de cuántos km hicimos juntos, pero no habrán sido más de 10 000. Esa Magna representó el siguiente paso en la evolución de un servidor como motociclista: si la Kawasaki era un medio eficiente y gratificante de transportarme, la Honda me hacía tomar el camino largo a casa. Tenía un motor increíble cuando la compré, pero fuera de punto. Después de un año o algo así logré juntar el dinero y el ánimo para mandarla a carburar por un genio que me habían recomendado, y que hizo un mundo de diferencia. Se transformó en una moto deliciosa, a falta de un mejor término. Cuando a fines del '97 me volví de Buenos Aires a Mar del Plata, me la llevé conmigo y la tuve por un año hasta que la vendí para financiarme la facultad y no tener que trabajar en invierno. Fue la última moto que pude tener en Argentina.
En marzo del 2005, viviendo en Osnabrück, en el norte de Alemania, me empezó a picar otra vez el bicho (que en realidad nunca me dejó) y decidí que era tiempo de privarse de cosas superfluas (jabón, leche, pan...) y me compré una Suzuki Bandit GSF600S azul, del 2003. Con mi magro salario haciendo el doctorado, logré pagar 1300 euros de entrada y resto, 3000 euros, en 36 cómodas cuotas a un extorsivo 6% de interés anual. Sí, a pesar de que ya estaba viviendo en Alemania por un tiempo, la Suzuki me introdujo al mundo de la estabilidad, ese universo paralelo en el que vive una parte de este mundo donde la recompensa es proporcional al esfuerzo, el derecho a reclamar se ejercita, y las reglas se aplican. Lo que más me impresionó de la Suzuki siempre fue el sonido del motor. En aquella época trabajaba en un equipo de Fórmula 1 y mi escritorio estaba a 15 metros de los bancos de pruebas y estaba todo el día oyendo motores V8 a 18 000 rpm, múltiple de escape al rojo vivo y un consumo de combustible que medía en litros por minuto. O sea, mi referencia era alta. Y sin embargo la Suzuki, entre las 8 y las 11 mil vueltas era un bombonazo. Uno salía tarde a donde sea que tenía que ir, para obligarse a apurar el motor y poder disfrutar de ese equipo de sonido. Esa moto la tuve hasta mediados del 2008 cuando ya vivía en Múnich, que se la vendí a un amigo de Texas que estudiaba en Aachen, que todavía la tiene y nunca le pasó nada. Cuando la compré tenía 2600 km y la vendí con 36 000. Una vez más, la Suzuki representó un nuevo paso en la evolución del motociclista en mí: los viajes en moto. Con ella fui a los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Suiza, Liechtenstein, Austria e Italia.
En abril del 2008 me compré una BMW R1200RT, mi primera moto nueva, pero en los dos años que la tuve apenas le metí 7500 km. La moto en sí era genial: cómoda, suspensión ajustable electrónicamente, control de crucero, pantalla ajustable, calefacción en puños y asientos... pero simplemente no era mi tipo de motor. Demasiado tacto de tractor. O mitad de tractor. Y demasiado cómoda, demasiado auto. Y ni hablar del tacto de la rueda delantera, que pasa menos información que Corea del Norte. Así que sin siquiera esperar a venderla (por la crisis no hubo forma), el 23 de marzo de 2009 tomé posesión de mi actual Kawasaki 1400GTR, también nueva, con la cual llevo más de 77 000 km y unos 25 países visitados, y que por ahora no pienso vender. Era una oportunidad impasable, porque como no se vendía nada, el precio de lista de 17 000 euros cayó hasta los 12 500, y ahí es cuando la agarré. En mayo de 2010, cuando Alemania empezó a salir de la crisis, me saqué de encima la BMW. Esa básicamente no me costó demasiado porque la financió la empresa con una tasa todavía más ridícula que la Suzuki, pero entre pitos y flautas igual dolió unos 4000 euros, y para lo poco que la usé, fue suficiente para no querer repetir. A los japoneses no hay con qué darles.
Y acá estoy, viajando con mi Kawa todo lo que puedo mientras esté en este rincón del mundo.

2 comentarios:

Ashiku dijo...

interesante
recorrido por las motos de tu vida, que por lo visto son una presencia
constante y de un peso hasta sicológico. Te ves sin moto? Me encanta
tu entusiasmo, aclaro igual pa ser honesta que no me suben ni atada...
hoy, al menos, que soy grande y dos pichones me requieren lo más
enterita posible.

Martín dijo...

mirá, en este momento (con la depre + una gripe que venía incubándose hace 2 semanas + pelea con novia) la verdad que la moto es una de las pocas satisfacciones que tengo. Mis fuentes de placeres son precarias, at best...