Cada vez que paso por Suiza me surge la misma pregunta: los que envidian a los suizos por su nivel de vida, ¿tienen alguna idea de lo que están hablando? Siempre se usa a Suiza como ejemplo de país del primer mundo, de desarrollo, de país "en serio"; pero la mayoría de los que esgrimen este argumento a lo sumo escucharon hablar de Suiza, quizá leyeron, pero muy pocos estuvieron ahí más que de paso, al mejor cambiando de avión o de tren. Alguna caminata por Zúrich, noche de hotel y el siguiente país en uno de esos famosos visite-16-países-en-10-días que adornan las vidrieras de las agencias de viajes. Y ni hablar de los que tiene experiencia de primera mano viviendo en Suiza, sumergiéndose en su cultura, rozándose con el día a día y en definitiva viendo las dos caras de la moneda. Esto de recomendarla como la panacea suprema, entonces, es como alabar una hamburguesa con queso porque te saca el hambre. A nadie se le ocurriría sugerir siquiera que hay que alimentarse de hamburguesas, pero no estoy seguro de que muchos de esos apologistas realmente tengan idea de lo que están diciendo, o lo que significa vivir en Suiza o, más precisamente, residir ahí mientras uno trata de vivir. Porque una cosa es tener el recibo de la electricidad a tu nombre y con dirección en Suiza (o donde sea), y otra muy diferente es llevar adelante una vida, con todo lo que eso implica: relaciones satisfactorias, que nos hagan crecer, desarrollarnos, que nos apoyen cuando los necesitamos, que nos necesiten, que nos cultiven. Que el vecino sea un prójimo, no un espía enemigo.
Es fácil pensar que porque en un lugar tienen lo que en otro falta, el segundo tiene que aspirar al primero. En Argentina falta el orden, la rectitud, la puntualidad. Estas son cosas que en Suiza sobran. Y no es una metáfora: sobran. Pero eso no quiere decir que debamos volvernos como los suizos. En mi corta experiencia, nadie debería volverse como los suizos. En los tres meses que pasé viviendo y trabajando ahí, extrañé de corazón Alemania, esos simpáticos, bonachones y reconfortantes alemanes con su vocecita dulce y sus maneras alegres y relajadas. El país de la joda, digamos. Del viva la pepa.
En Suiza, a los pichones de bache se los lleva amablemente del brazo hasta el costado de la ruta y se los ejecuta de un tiro en la nuca. La impuntualidad es la lepra. La arquitectura tiene la calidez del nitrógeno líquido. Cualquier cosa que se asome (no ya salirse) de las reglas se guillotina inmediatamente y sin pensarlo. No vaya a ser cosa que sea contagioso.
Y en el centro del centro de todo eso está Saint Moritz: un lugar donde manejar un Mercedes-Benz te hace beneficiario de los programas de ayuda social, un Rolex es vulgar y una habitación de hotel llega a los USD 35 000 la noche. En Múnich, una ciudad cara, un tontería dulce en una buena confitería cuesta 2 euros. ¿En Saint Moritz? 8. ¿Es mejor, tiene mejor gusto, saca más el hambre, es más grande, tiene propiedades curativas del cáncer? No. Es una tontería dulce de una panadería.
Y la pregunta estúpida del millón: ¿los sueldos son acordes? En general, sí, con el consabido beneficio de que la capacidad de ahorro, por muy modesta que sea en términos relativos, implica mucho en términos absolutos. Pero el dinero compra una casa, no un hogar. Compra sexo, no amor. Y hasta compra entretenimiento, pero ni en pedo la felicidad.
Nogracias. Así, todo junto, sin una sombra de duda.
Así, con estas cosas en la cabeza crucé los Alpes, y al final de una mini-maratón llegué a las 7 de la tarde con la moto a Génova, con ese poco de lluvia que empezó apenas media hora antes pero más que suficiente para empaparme soberanamente. Un rato más tarde me embarqué en el transbordador en que voy a pasar casi un día de mi vida. Ahora mismo estoy, de hecho, navegando entre Roma y Córsica, esperando que las siguientes 8 horas y media se pasen como pedo hasta que amarremos en Palermo y pueda pisar de nuevo Sicilia. Cefalù, con todos sus defectos y carencias, me espera con los brazos abiertos. Y el sentimiento es mutuo.
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