Desentrañar lo que mueve a una persona a hacer las cosas que hace es fascinante, pero requiere de mucho trabajo. Uno necesita motivación, y sobre todo necesita deshacerse de preconceptos. Obviamente esto es lo ideal, pero como seres humanos no solamente no podemos evitar tener un preconcepto aunque sea, sino que lo necesitamos a modo de punto de partida en el proceso de apendizaje. Lo que sí hay que evitar es agarrarnos a ese punto de partida sin la modestia para decir "esto es lo que pienso, ahora lo comparo con lo que la realidad me sugiere". O sea, un poco de empirismo, esa cualidad que hace tan útil al método científico. No importa las deducciones ni las presuposiciones, sino lo que la realidad es. No enamorarse de una idea, por más que coincida con nuestra visión de las cosas, sino aceptar que es una visión sesgada y parcial, evitando caer en la necedad.
Hasta ahí todo bien, suena bonito, bien intencionado, razonable. Pero ¿qué pasa cuando uno tiene esas presuposiciones tan metidas en la cabeza, de chiquito, sin opción a protestar, a preguntar, a cotejar? Las religiones son un buen ejemplo. A uno le meten que la virgen, que la montaña, que el crucifijo... hasta donde me concierne, el mismísimo Francisco tiene tanta prueba de todo eso como de Campanita, el hada de Peter Pan. No tiene ni el teléfono, ni la dirección, ni siquiera el correo electrónico de ese dios al que le han construido tantos templos. Empiezan diciéndonos que no toquemos la olla caliente, que no molestemos al perro enojado, y que hay un cielo y un infierno, y uno, con el cerebro esponja de un chico de 4 años, mete todo en el mismo canasto y, habiendo cotejado los dos primeros, infiere que el tercero también es verdad. Y acá estamos.
Un servidor tiene metido en la cabeza que una mujer que se acuesta con un hombre es una puta, no merece consideración, y si la oportunidad surge, echarle un buen escupitajo también. De chico no fui uno de esos chicos alegres que sonreían todo el tiempo.
Como dice la canción, me dijeron que cerrara la boca apenas aprendí a
hablar. No puedo argumentar que la vida me amargó y me robó la inocencia.
Nunca la pude disfrutar. Colegio católico, elitista y de varones solamente, una abuela amargada y borderline cruel, un padre que se fue, un chico inteligente y sensible cuyo mundo se derrumbó apenas tuvo conciencia de lo que es el mundo. Ni siquiera me dejaron tocar las miguitas, ni hablar de tratar de volver a juntarlas y ver qué podía armar con lo que me quedó. Tuve que empezar de cero, con años de retraso respecto a mis coetáneos, y sin nadie a quién preguntarle. Mi mamá tardó un lustro en recuperarse del divorcio, mis abuelos estaban mucho más ocupados en que yo no saliera como mi padre que en que saliera bueno, y yo intentaba desarrollarme y ver de dónde puedo agarrarme que no se vaya a hacer añicos por pensar siquiera en depositar algo de confianza. No es extraño entonces que me haya volcado a las ciencias exactas, donde las cosas son difíciles de aprender pero claras, repetibles, inmutables. Seguras.
Como esas adolescentes que aprovechan cualquier superficie reflectante para mirarse y sentirse seguras de que se ven bien, cuando me veo reflejado en alguna vidriera pienso "¿qué hago con eso?" o "¿dónde lo meto?", porque realmente no sé qué hacer conmigo. Vender el departamento me liberó económicamente, por lo menos por algunos años. Renunciar a mi trabajo de 9 a 5 liberó mis días. Pero ahora que el polvo se asienta veo que no me liberé de mis fantasmas, mis miedos, mis creencias inculcadas. De hecho, me veo todavía más enfrentado a ellas, la situación es más nítida, y es tremendo. Ahora que no tengo que preocuparme por cosas esenciales pero mundanas, la cuestión se puso en foco y me siento totalmente indefenso para afrontarlas. Es muy frustrante.
Novia me desafía en tantos sentidos que es abrumador, y de hecho es también peligroso. Siento que no puedo con todo y la depresión se frota las manos. Perro, cuestiones psicológicas, familia, sociedad, vivienda, y en general su actitud hacia la vida, que no es que sea mala, sino que es tan diferente, tan poco convencional, y una cosa más a la que ajustarme, junto con que es vegetariana, y que come básicamente una vez al día.
Por ahora esta relación se siente como un poema que no rima. Busco y busco la forma de que funcione, pero en el fondo lo veo casi imposible. Ojalá no hubiera casi, así sería más fácil tomar una decisión. U ojalá rimara, así podría disfrutarlo.
Algo que testifica sutil pero irrefutablemente mi situación es el hecho de que no puedo tener un perro. En Europa no pienso quedarme, me siento agobiado, con gente por todos lados, todos ocupados con sus teléfonos en lugar de con su vida. En Argentina no me veo, por lo menos por ahora. Pero de uno a otro lugar viajo, y llevar un perro intercontinentalmente es una pesadilla. Ni siquiera podría irme a algún lado en moto por unos días. No tengo un solo amigo con el que pueda contar incondicionalmente para cuidar de mi perro si lo tuviera. Eso es el resultado de una persona que no tiene hogar. El hogar no es una casa, un lugar físico: es donde a uno lo extrañan, donde están los afectos, que si bien siguen con su vida y sus cosas y mirándose el ombligo, lo tienen a uno allá en algún lugar del pensamiento y de vez en cuando charlan con otro de "qué estará haciendo..." o "viste que fue a tal lado" o "se viene el cumpleaños de...". Esa gente existe en mi vida, están, pero desparramadas en dos universos tan diferentes que me agota pensar en compararlos.
No sé, esto así no está funcionando.
Leyendo la introducción al libro "Little Kids and their Big Dogs", de Andy Seliverstoff, no puedo evitar envidiarlo. Por más que nadie es realmente merecedor de envidia (uno no ve los sacrificios para llegar a donde están), el hecho es que el tipo por lo menos encontró su propósito, lo que disfruta y lo que lo mueve. Yo, mientras tanto, acá estoy, sentado escribiendo y maullando como un imbécil.
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