Como sea, mientras los minutos se estiraban como la última presidencia de CFK yo rumiaba sobre el hecho de que probablemente me quede un solo cruce sobre el atlántico: en unos meses pienso volverme a Argentina definitivamente. Cuando uno tiene dos dedos de frente, la necedad tiene cabida pero con los días contados. Llegó el momento de levantar campamento y volver a casa. Sin alguna otra oferta que me tiente a seguir probando suerte lejos de los míos (conductor de pruebas de Pagani, masajista en Victoria's Secret, cosas así...), llegó el momento de aprovechar el impulso que tengo y apostar a casa.
No me engaño: ni Argentina es el paraíso, ni Alemania el infierno. Pero uno tiene que saber lo que le pica y lo que le rasca mejor, así que es tiempo de aceptar el desafío y tratar de armar una vida en un lugar que me susurra a gritos que vuelva.
Es un poco una huida, lo reconozco y admito. Alemania no ha sido exactamente amable conmigo... ni con nadie. Logré juntar algo de dinero, eso sí, que voy a usar para hacer un par de inversiones y ver cómo me va. Siempre tengo la posibilidad de volver a Europa e intentarlo una vez más, pero por ahora es
Desde que tomé estas decisiones, y ya que afuera es invierno, apenas hay sol, sobra la nieve y hace un fresco de cagarse, mis días los paso frente a la computadora organizando la mudanza, comprando las cosas que quiero llevar, consultando opciones, desculando las leyes argentinas para ver qué es lo que puedo llevar y qué no, o no me conviene porque allá se consigue más barato, etc.
Eso me recuerda a un mito que de tanto repetirlo parece que fuera verdad: en Argentina todo es más caro. No es cierto. No lo es. Como tampoco es cierto que me interese saber cuántos pesos está el euro cada vez que le comento a alguien que me vuelvo. No me interesa. No es relevante. Por lo mismo, ignoro el peso como moneda. Una moneda tiene que expresar el costo de las cosas (y en un mundo ideal, su valor), y el peso argentino jamas cumplió esa función por más de algunas semanas en el mejor de los casos. Cuando vine a Europa hace 15 años, el litro de nafta súper costaba $1,75 en Argentina y €0,71 en Alemania. Como el euro estaba a $3,50, significa que pagábamos €0,50/litro. Hoy es así: un litro de nafta súper cuesta $27 en Argentina, con el euro a $26, o sea, €1,06/litro. ¿Y en Alemania? €1,30. Entiendo que el combustible no es como la leche o los cigarrillos o la hamburguesa famosa; depende de guerras, cuestiones políticas e impositivas como ningún otro producto, pero la cosa es ineludible: el euro describe como varía el costo de las cosas, el peso no. Ni cerca. Para que un argentino pueda comprar hoy lo mismo que en aquel momento con $100, tiene que gastar 600. Para que un alemán compré lo mismo hoy que en 2002 compraba con €100, tiene que gastar... €128.
Así que sencillamente lo voy a ignorar, incluso cuando esté viviendo allá voy a hacer mis cálculos de presupuestos en riales yemeníes antes que en pesos argentinos. Es lo que es.
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