lunes, 20 de diciembre de 2021

Juan

En realidad no sé el nombre, no sé cómo se llama. Pero en la plaza donde voy siempre con Perro a veces pasa un señor que es difícil adivinar la edad porque seguro que tiene menos de lo que aparenta, y en la infancia debe haber sufrido alguna desnutrición porque es chiquito. Lleva ropa vieja pero limpia y muy prolija, y zapatillas con agujeros pero con los cordones bien atados. Tiene estrabismo, y va empujando una silla de ruedas donde está su esposa, que lleva a un nene de unos 3 años a upa. La señora también tiene estrabismo. Tiene las piernas bastante flacas, no atrofiadas pero flacas y con algunas cicatrices que no parecen nuevas, no sé si de heridas u operaciones, así que debe llevar unos años en silla de ruedas. El nene no parece tener ningún problema: es curioso, simpático, limpio y bien educado.
El señor lleva una mochila enorme con forma de cubo, de esas que llevan los repartidores en motito o bicicleta que se han multiplicado en los últimos tiempos, sobre todo desde la cuarentena. Y en la mochila lleva budines (de coco, de chocolate, de limón), magdalenas, bizcochitos, o lo que sea que hayan preparado ellos mismos en su casa. O lo que sea el lugar donde viven, que no me imagino que es un quirófano de limpio.
Y cada vez que los veo les compro algo, que lo toman con las dos manos y me lo dan envuelto y me saludan y me agradecen con tanta humildad y respeto como casi no queda. Y saludan a Perro, y me preguntan de qué es el libro que estoy leyendo, o cómo estoy (no ese "¿cómo estás?" automatizado que se usa en Argentina y que ni siquiera espera respuesta, sino que realmente quieren saber cómo estoy). Parecen, y seguro lo son, más felices de lo que yo, con 1000 veces más patrimonio, chances y suerte, lo puedo estar.
Una amiga que además de quereme mucho y tener excelentes intenciones es sumamente inteligente, me decía la última vez que hablamos que parece haber gente genéticamente indispuesta (o lo que sea lo contrario de predispuesta) a ser feliz. Personas particularmente inteligentes y nostálgicas caen en esto y seguramente muchas otras, pero esas son dos características muy comunes entre los que encajan en esa teoría. Tenemos, llevamos, una obscuridad interna que parece succionar la energía positiva de todo lo bueno que nos pase o logremos y nos deja con un vacío inllenable, imposible de satisfacer y que así las cosas buenas empiecen a derramarse sobre nuestra vida. No hay suerte, lotería, mérito, premio o Everest escalado que nos deje un sabor duradero de felicidad. Como una canilla que por mucho que uno la abra, el desagote se lo lleva todo. Esto excede la típica insatisfacción humana con cualquier situación estacionaria. Me acuerdo de chico estar perfectamente contento con mi televisor blanco y negro de 11 pulgadas en la cocina donde miraba El Correcaminos. Hoy de pronto "necesito" un LCD de 55 pulgadas, lo cual sé perfectamente que no es cierto y simplemente por disponibilidad de recursos corro con los tiempos. O los 41 CV de mi primera moto, una Kawasaki 440 Ltd, que hoy apenas me subirían el pulso si los comparo con los 160 CV de mi moto actual. No, no se trata de esa necesidad de más rápido, grande, lejos... sino de una incapacidad de ser feliz que viene de una sombra que yo proyecto sobre toda mi vida, sin importar lo que mi vida proyecte sobre mí.
El otro día estaba haciendo una especie de balance de este año que llevo con mi negocio en marcha, y mirando los números veo que me ha dado más ganancias de las estimadas en su momento cuando me decidí a hacerlo. Y sin embargo, mirando esos mismos números es difícil no ver que en 2 o 3 meses en Alemania trabajando de ingeniero ganaba lo mismo que gané en estos 12 meses; si bien también trabajo menos, la inversión fue enorme. No sé. Realmente no sé qué pensar.
Y esto me trae a evaluar qué puedo esperar de mi vida acá, y que mire las dos cosas que más me pesan en el alma en este momento: la falta de pareja, y la incivilización en donde vivo. El compartir mi vida, querer y sentirme querido, y poder hacer cosas tan básicas como cruzar la calle sin arriesgar ser mutilado... quién diría que son más exóticos que vacaciones en Marte. Y aunque ambas cosas parecen haberse caído en picada desde que llegué, no soy tan estúpido como para olvidarme de por qué vine. En un balance hay cosas de los dos lados. La depresión, esa misma que me estaba matando, tiene algunas ventajas, y una de ellas es calibrar un poco mejor eso de que "el pasto es más verde del otro lado", así que ya antes de venir estaba al tanto de que esto no iba a ser el paraíso. Donde la cagué monumentalmente fue en creer que las mujeres acá tenían cerebro, y en pensar que el grado de civilización que dejé en 2002 todavía estaba. El populismo, se ve, no se limita a destruir instituciones: también destruye la civilización. Lo cual ahora que lo escribo me doy cuenta de lo obvio que es.
Estoy viendo a dónde ir. La temporada de mucho trabajo dura hasta abril y por un par de meses se muere. Buena época para tantear el horizonte laboral, que parece que con o sin pandemia pinta bien.
Mi rebautizado Juancito no parece tener estas dudas.

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