miércoles, 7 de septiembre de 2022

puntos de vista

Laboratorio, dos científicos, una jaulita de acrílico con dos ratones. Uno de los científicos señala con orgullo la jaula y le dice al otro: "Mirá cómo tengo entrenado a este ratoncito. Cuando tiene hambre, tiene que tocar el botón rojo para recibir comida." Mientras tanto, en la jaula, un ratón le dice al otro: "Mirá cómo tengo entrenado a ese señor del delantal blanco. Cuando tengo hambre, aprieto este botón rojo y me da de comer."
El conductor promedio ve el trasladarse de un punto a otro como un montón de rectas donde se siente a gusto y seguro, interrumpidas y a la vez concatenadas por curvas. Los que amamos andar en moto vemos las curvas como orgasmos interrumpidos por esas molestas rectas, que por lo menos nos indemnizan dejándonos acelerar como si no hubiera un mañana.
Para algunos, la mayoría, supongo, la vida transcurre en los momentos de vigilia; empieza a la mañana cuando se levantan y dura hasta que se van a dormir, a descansar. Cierran los ojos y se terminó el día. Pero para otros, dormir, soñar, aunque sea despiertos, les permite moldear y sobrellevar el día y se interrumpe solamente por la insoportable realidad que toca a la puerta y pasa sin pedir permiso. En el mejor de los casos, la vida consiste en pequeños momentos de tranquilidad apenas espolvoreados sobre lo que parece ser un fondo permanente de despioles de todos los calibres.
En este punto, la moraleja cae sola: las cosas son una cuestión de perspectiva. Y de actitud. El dicho más elegante y contundente que encontré al respecto dice que en la vida es mejor no esperar a que pase la tormenta, sino aprender a bailar bajo la lluvia. En mis peores pozos depresivos pensaba en esta y otras frases que generalizan tirando la responsabilidad al que sufre, cuando a veces eso es simplemente una animalada (Anne Frank, anybody?). Pero hoy, ya mejor y con ganas y fuerza para las cosas más elementales como respirar, abrir los ojos cuando me despierto a la mañana e incluso levantarme, reconozco y abrazo con entusiasmo la validez del concepto, que aunque no sea universal, sí es una buena forma de encarar la vida.
Por más que quisiera pensotear sobre cosas más... ¿cómo llamarlas?... existenciales, no puedo evitar gravitar hacia el tema de estar sin pareja. Es algo que me duele, me falta. No parece ser una de esas cosas a las que conscientemente pueda renunciar, una picazón a la que le gane no prestándole atención, algo sobre lo que yo pueda decidir. El motivo no es siquiera mi repetida y no por eso menos válida razón de que la vida de a dos es simplemente mejor, donde lo malo es la mitad y lo bueno el doble. Es, simplemente, que me falta. Me falta el dar y el recibir amor, el calor en la cama, el abrazo de atrás cuando me estoy cepillando los dientes. La sal alcanzada, el plan para el fin de semana, la frenada anticipada, el jugo de naranja compartido. El chiste machista, el perfume, la llamada de 3 horas a las 2 de la mañana.
Una amiga de Alemania que revisó mi currículum, me preguntaba hoy si realmente estoy pensando en ir otra vez para allá, y le explicaba que a pesar de las cosas y las personas que extraño, me aterroriza la idea de caer otra vez en la depresión. Tengo la teoría de que no sobreviviría una segunda vuelta. Están Australia, EE.UU., Luxemburgo... Italia (sobre todo el norte). No sé qué tengo para ofrecer a los tanos que no encuentren entre los suyos, pero las ganas están. La inercia, también. Es que acá, con todo lo que anda mal, tengo una vida bastante idílica, con mucho tiempo libre y costa donde pasear y cafés para sentarme a leer un libro o escribir esto mismo, pero hay variables duras y objetivas que no son promisorias: no tengo seguro de salud, no parece que vaya a encontrar pareja, no logro despegar financieramente, no puedo cruzar la calle sin que equivalga a necesitar ese seguro de salud. Estar por encima del 90% de la gente en cuanto a estándar de vida (después de todo, tengo electricidad, agua potable y comida) no es poco y estoy genuinamente agradecido por ser así de afortunado, pero apenas me pone en el primero de los 5 niveles de la pirámide de Maslow. Nada más. Con o sin razón, mantengo relación con poca gente de mi familia y los de afuera, la sociedad, por un motivo u otro me resultan poco atractivos. En el extranjero aunque sea está la curiosidad. Acá, la vergüenza, el aburrimiento y la frustración.
Vivo al lado de un estacionamiento donde hay un cuidador las 24 hs que a la noche cierra, y me rasco la cabeza preguntándome por qué alguien que viene a medianoche, en lugar de bajarse, caminar dos pasos y tocar el timbre, hace sonar la bocina y despierta a todo el mundo 100 metros a la redonda. En mi mente, eso es incomprensible, como la física cuántica o la capacidad olfatoria de mi perro. Simplemente se me escapa, como debería escapársele a todos. Y ese ejemplo es demasiado común. Y a nadie le calienta un bledo. A veces me pregunto si no seré yo el que está muy, pero muy equivocado.
Ayer se cumplieron cuatro años desde que un LH510 me trajo de vuelta a... ¿casa? Sí, todavía lo veo como casa, aunque una versión deshidratada, escuálida, despojada, violada, mutilada y saqueada de casa.

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