sábado, 17 de febrero de 2024

anatomía de mi desconexión

Caso de estudio: tengo novia, y hace un tiempo, 2-3 años, que estamos juntos. Ya pasamos la etapa más pasional y el embelesamiento va dándole lugar al amor perenne. Compañera de trabajo nueva, o de natación, o empezó a ir a la plaza con el perro. Alguien a quien veo regularmente. Atractiva. Inteligente. Disponible. Y atraída por mí, y me lo deja saber.
Uno sabe lo que está bien y lo que está mal, de eso no hace falta hablar. Somos grandecitos y sería insultar la inteligencia de mi hipotético lector.
Pero mis sentimientos... esos están tan accesibles como el centro de la tierra. Que está en otro sistema solar. En una galaxia muy, muy lejana. Surgida en otro universo.
Rebobinando un poco, siendo muy analítico, podría ver que el asunto está estratificado y analizarlo por capas: la primera es la de la simple atracción, esa que te genera ganas de reventarla contra la mesada de la cocina. Simple, previsible, manejable para los que, como me gusta pensar, somos más evolucionados que una bacteria. La siguiente capa es la de atracción mutua, genuina, la misma que sentí al principio por esa novia hipotética con la que empecé este ejercicio. La capa que le sigue es la que aún, quisiera pensar, tengo con novia y que se gestó a las pocas semanas de empezar a salir y ver que era realmente una chica a tener en cuenta para mi futuro. La última capa, que tengo ahora con esa novia y a la que aspiro a largo plazo, esa obviamente está bien a salvo en el castillo de nuestra relación, en la cima de una montaña que crece con el tiempo y las vivencias juntos. Y ahora cae esta terrorista y me tiemblan los cimientos de mi estructura. ¿Qué hago? ¿Qué hacer?
Así que vuelvo a lo de los sentimientos. Lo sexual lo manejo, eso no es misterio. Sé reconocer cuando siento atracción sexual por alguien pero no hay trasfondo, substancia, más allá de eso. Pero lo que le sigue, si se desarrolla en el tiempo, es lo que pone a prueba mi compromiso en la relación que tengo. Uno empieza a preguntarse si lo nuevo no será mejor que lo "viejo". Influye el misterio, lo desconocido. Inevitablemente, la cabeza teje y construye hipótesis y es injusto porque es una comparación entre realidad y fantasía. Pero además de injusto es inevitable. Lo que queda, entonces, es ver lo que uno siente. Porque por más subjetivo que sea, es lo que importa. Creo que, por más filosóficos que seamos, por más ánimos de justicia y todo eso, lo que uno quiere es ser feliz por sobre ser sabio u objetivo. Lo que uno siente es inapelable.
Ahí es donde cagué. Resulta que desde que tengo memoria no logro, más que en contadísimas ocasiones, acceder a esa habitación de la casa que es mi cabeza. Como si no tuviera la llave, no sé. En ocasiones muy contadas y excepcionales he logrado espiar por la cerradura, casi sin quererlo. Pero la generalidad de las veces me es un misterio saber qué siento, y en una situación de prueba como la que describí, no sabría qué hacer.
Por un lado, no confío en mi juicio subjetivo. Simplemente no logro decidir internamente qué quiero más. Termino apelando a métricas para ver si puedo inclinar la balanza para un lado o para el otro, pero parece soldada. Por otro lado, la depresión pone un velo sobre esos sentimientos que sé que están ahí, aunque no logre escucharlos.
En la madrugada, o cuando estoy (más) sensible, o en un estado emocional especial que no sabría describir (si supiera, lo cultivaría)... no sé, en situaciones muy especiales, donde no me siento amenazado, o si me siento particularmente en paz, logro breves momentos de visión y claridad acerca de lo que siento y quiero y necesito. Es absolutamente hermoso. Pero se me escapan, son prácticamente aleatorios, algo así como los eclipses para un mono. Es frustrante. Y como desde hace mucho me reprimo, todo el tiempo, me es difícil apagar ese chip que me implantaron cuando era chico donde todo lo que sentía era feo o malo. Sentía el dolor y la tristeza de las peleas de mis padres y el divorcio en que desencadenó el proceso y no sabía qué estaba pasando y nadie me lo explicaba, o cuando expresaba algo de lo que sentía me decían que estaba mal. Mi abuelo insistía en que los hombres no lloran, por decir algo, aunque hay ejemplos mucho más sofisticados y hasta difíciles de identificar. Como sea, eso de sentir lo que uno siente, valga la redundancia, es una habilidad que nunca cultivé, al contrario: me instruyeron para que me olvide de eso. No hacía falta, mejor no.

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