sábado, 3 de febrero de 2024

emigrar

Hay tantos motivos para emigrar como gente que emigra. En el último libro que estoy leyendo está lleno de ejemplos. Es un libro con muy breves biografías de escritores, de apenas una página, la de la izquierda, y en la página derecha una foto del escritor en cuestión, hecha por un fotógrafo famoso: Henri Cartier-Bresson, Robert Doisneau, David Seymour, etc. O sea, no escatimaron para nada. El libro es italiano y cada biografía está escrita por una de 8 personas, 2 hombres y 6 mujeres, todos también italianos. Interesantísimo libro, un orgasmo literario y con fotos que acompañan perfectamente el texto sin robar protagonismo, sino que humildemente ensalzan lo escrito. Quizás la única excepción, para mí por lo menos, son las fotos de HCB. Ahí es como cuando algún actor (quien sea) y Anthony Hopkins comparten una escena: el otro desaparece.
Como uno esperaría en la profesión de escritor, hay muchos que emigraron, en particular, parece, de la Alemania pre-nazi y la Rusia pre-revolución, mayormente a Francia (París, generalmente) o a EE. UU. Obviamente, la mayoría huye de la persecución ideológica, aunque algunos simplemente como expresión de descontento y oposición. También los hay que buscan otros horizontes, personales o artísticos. O por razones médicas, como respiratorias, asociadas al clima. Hay gente que emigra por razones familiares, o para escapar del servicio militar obligatorio, o de la guerra, o de la posibilidad de que ocurra. Hay quienes buscan más o mejores posibilidades laborales. Los que buscan aventuras. Por amor. Por desamor. Para escapar de las consecuencias de un crimen que cometieron, o de alguien que quiere cometer un crimen contra ellos.
Aunque el libro tiene más de 500 páginas y apenas voy por la 88, lo que no encontré hasta ahora es un escritor que se haya ido de su patria huyendo de sus conciudadanos y su estupidez, su egoísmo, su visión infantil, su cagarse en el prójimo y su resistencia ultrahumana a hacer las cosas mejor.
Me encantaría poder mirar para otro lado, o que no me afecte (tanto), o tomarlo como irremediable, que dicen que ayuda a aceptar las cosas. Muchas personas, desde los que adoran el sonido de su propia voz, los que se creen cualquier consejito de Instagram escrito al pie de una foto con un viejo o un perro, y más sabia todavía si es en blanco y negro, hasta los que simplemente hablan por el culo sin tener la más puta idea de que pensar es, a veces, útil. Muy, pero muy raramente, los hay que honestamente están interesados en ayudar y le dedican tiempo al asunto, aunque lleguen a conclusiones equivocadas. Lo que no hay, o mejor dicho, hay pocos, es gente que entienda que con 4 alarmas a metros de mi dormitorio, borrachos y drogadictos en cada esquina, algunos ejerciendo política, manejando un vehículo en la vía pública o en uniforme de policía, y una población que insiste en ignorar o lisa y llanamente romper las reglas, es difícil ser feliz, sin importar la "buena onda" que uno ponga. De hecho, está todo tan pervertido y patas para arriba, que la mayoría de los argentinos ya ni saben lo que es normal y creen que lo que hay que hacer es contemporizar con esas cosas, adaptarse, hasta hacerles lugar, incluso, y no mover un puto dedo en corregirlas.
La felicidad o un mínimo grado de satisfacción en la vida (más allá de pequeños pseudologros que se olvidan al día siguiente, como haber conseguido un descuento en un par de zapatillas) son inalcanzables en semejantes condiciones, y es importante entender que no consisten en que esté todo bien, sino en que estén bien las condiciones para vivir. Una vez ordenada la sociedad, puestas en práctica las leyes y demás infraestructura, todavía quedan el cáncer, los desacuerdos, los terremotos, las dificultades para encontrar pareja, haberla pifiado al elegir la carrera y cosas así. Y para enfrentar eso con algo de resto primero tenemos que lograr ponernos de acuerdo en las cosas más básicas y respetar esos acuerdos. Nada de eso ocurre en Argentina.
En otros lados, sí.

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