Hace días que quiero escribir sobre esto pero es difícil llegar al estado mental que necesito. Seguro lo he mencionado y seguro si alguien en este universo me lee, lo habrá deducido: no encajo. O estoy mal yo o está mal este planeta, pero en los dos rincones donde pasé un tiempo significativo algo me calló soberanamente mal y se siente como lo que en Fórmula 1 le decían show stopper.
Hay cosas que realmente podría pasar por alto. No sé... que si los argentinos son impuntuales. Me puedo relajar con eso, acostumbrarme (después de todo, crecí acá y debería pasar inadvertido). Por supuesto que podría armar un buen argumento de por qué eso es malo y no debería, ni yo ni nadie, aceptar ese comportamiento, que es mucho más que una falta de respeto, etc. Muchos más ejemplos de cosas que podría, haciendo mucha fuerza, tratar de ser menos sensible, no se me ocurren. En cambio, me vienen a la mente muchos más de los otros, los que invaden nuestra existencia y de a poquito nos la cagan. Ejemplo: los escapes de las motos, las alarmas, los insultos. Es raro que pase una noche en silencio. No me refiero a que todo tiene que cesar a las 8 de la noche: digo a medianoche, cuando ya el 99% de la gente intenta y necesita descansar. No es opcional, al día siguiente tenemos que poder ir a trabajar sin estar como un muerto viviente, o tenemos que arrancar temprano con un viaje, o cuidar de alguien o atender un asunto. O, el averno lo permita, queremos leer un libro, tener una conversación sin andar a los gritos, o ver una película, aunque todas estas cosas son secundarias comparadas con un sueño reparador. Eso, en mi cuadra, y estimo que en cada metro cuadrado urbanizado del país, es un lujo inalcanzable. Es horrible la situación. Y tener el atrevimiento de protestar al respecto a quienes contribuyen con el ruido lo único que genera es quejas, insultos, amenazas y hasta violencia.
Hace unos días un imbécil estacionó su auto frente a la cochera de una casa a pocos metros de donde vivo. Estaba perfectamente ubicado desde el cordón de la vereda hasta el frente municipal donde se ubicaba la reja de entrada a su propiedad, y pasó ahí toda la noche. Como peatón, no había posibilidad de pasar, había que bajar a la calle y arriesgarse a ser pisado por los autos que pasaban. Cuando pasé, se me ocurrió caminar por el capot (lo que en Argentina le llamamos a lo que tapa el alojamiento del motor; creo que en México y otros países le dicen "cofre"), o pincharle (o como mínimo desinflarle) las cuatro ruedas, o cosas así. Si hubiera tenido un equipo completo de rugby, los 15 jugadores, les hubiera pedido que lo dieran vuelta. En retrospectiva, analizándolo fríamente, hubiera sido justo, proporcional y necesario, rozando con el deber cívico. El que dejó el auto ahí se cagó soberanamente en todos los que tuvieron que bajar a la calle durante las 12 horas que estuvo, y como por lo menos en mi ciudad no hay ni policía ni departamento de tránsito, uno no puede ir por los canales formales que en otros lados sí están a disposición de los ciudadanos. No voy a decir nada sobre lo que hice o dejé de hacer, pero digamos que no pasé de largo. El gran problema en Argentina es que es sabido que uno puede hacer casi cualquier cosa sin sufrir ninguna consecuencia, y eso es exactamente lo que hay que cambiar.
Comentando esto con una amiga lo primero que le salió fue decirme que cómo iba a hacer eso, que a ver si alguien en la casa me ve y sale, y otras opciones más apocalípticas. Esta es la respuesta estándar que obtengo cuando señalo actitudes como las del que dejó ese auto, y el cómo creo que habría que actuar para contribuir a desanimar esas actitudes. El argentino, sin embargo, a sus muchas virtudes suma el que es muy de lavarse las manos, de no meterse. Todos tienen la solución pero pocos están dispuestos a asumir los costos, y no me refiero a los riesgos, sino a los costos. Jugársela, enfrentar a los que se cagan en el prójimo y hacerles la vida miserable. Muchas veces me han felicitado por levantar la caca de mi perro, pero ¿de qué sirve? Los dos estamos de acuerdo en lo que hay que hacer y lo hago, no veo el fruto posible de la felicitación. En cambio, lo que hay que hacer es tirarle la caca por la cabeza a los que la dejan. Eso sí cambiaría algo. Lo he hecho (y he tenido que salir corriendo), y lo seguiré haciendo. ¿O qué? ¿No saben lo que tienen que hacer? Lo saben, y se cagan en el prójimo. Contra ese hay que ir, no a favor de alguien que ya está de nuestro lado.
Estas cosas se aprenden cuando uno quiere criar un perro para que sea un buen miembro de la sociedad. Es el abc de la educación: premiar comportamientos que uno quiere ver repetidos, castigar los que uno no quiere ver repetidos. Si el comportamiento que uno quiere ver repetido ya está incorporado, no hace falta premiarlo más, ya se lo educó. Mejor concentrar los recursos en desanimar los que uno no quiere que el perro siga haciendo. Es tentador asumir que los humanos somos iguales, pero no es así: los humanos somos una mierda comparados con los perros.
Todo esto me lleva a un punto que es en realidad el motivo de sentarme hoy a escribir: la diferencia entre mi forma de pensar no está en las cosas que yo creo que están bien o mal, sino en lo que estoy dispuesto a hacer al respecto. Mis reacciones no son el problema, las reacciones de los demás lo son. Las que no tienen, su inacción. Su falta de determinación a lidiar con las cosas, poner manos a la obra, ensuciarse, y al final del día mejorar un poquito el mundo. No. Prefieren resignar sus derechos fundamentales, que justamente ayer escuchaba que, por lo menos según un filósofo del siglo XVII llamado John Locke, son tres: el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad. Yo sabía que tantas horas en Instagram algún día darían frutos.
Esta diferencia entre mi predisposición a asumir conflictos con tal de mejorar las cosas, y la actitud de los demás de no complicarse la vida (cada una de estas dos opciones con su respectivo precio), es fundamental y es lo que genera que la gente me eche miradas raras, como si yo fuera el problema. El precio de la opción que yo elegí es que tengo más conflictos, pero lo vale y los resultados están a la vista en países donde hacen ese mismo esfuerzo. El precio que pagamos en Argentina por este superávit de inoperantes y cómodos también está a la vista, pero no lo ven. O peor: no quieren verlo. Ya hace 30 años un amigo me dijo que si Argentina tuviera más tipos como yo, esto estaría infinitamente mejor. Ahora lo veo. Soy un poco lelo para absorber cumplidos.
Todo esto también es la base de por qué no consigo novia, junto con otro par de cosas. Pero eso lo dejo para otro día.
miércoles, 15 de enero de 2025
un poco lelo
viernes, 10 de enero de 2025
¿prioridad de paso o no?
A veces uso ChatGPT para buscar el origen, la etimología o la definición de alguna palabra y sus diferentes acepciones (como las de cinismo o ignorar) o para clarificar cuestiones filosóficas, o simplemente para cotejar ideas, aunque más no sea con una máquina sin ideas propias pero muy educada y con mucha más información de la que uno pueda llegar a absorber en su vida. Por ejemplo, siempre me chocó la famosa frase "respetame porque yo te respeto". Ya despotriqué (cómo no) antes sobre esto así que no me voy a extender ahora sobre el asunto, pero el corolario es que mi incomodidad con esa proposición de comerciar respeto estaba bien fundada. ChatGPT no es la última palabra, tiende a confundir fechas y cosas así, pero la (¿lo?) encuentro muy útil para conversar con una especie de espejo con una biblioteca vasta a su disposición y herramientas de análisis. Google sería el remedio a la ignorancia porque es una biblioteca monstruosa; ChatGPT es mucho más, pero no sólo en la forma en que uno puede formular lo que busca, con lenguaje coloquial y hasta con errores gramaticales, sino que, a diferencia de Google, que se limita a mostrarnos lo que encontró y uno tiene que analizarlo, ChatGPT analiza los resultados y saca conclusiones. Así, ChatGPT permite conversar interactivamente sobre las cosas e ir profundizando; no solamente regurgita lo que sabe, lo que "le dijeron", lo que "escuchó por ahí".
En fin, todo esto para lo del respeto. Al haberme educado un poco sobre el tema, ahora estoy más convencido que nunca de que los argentinos son unos imbéciles absolutos que no reconocerían el respeto aunque les pisara un testículo o una teta.
Hace unos días fui al Bosque Peralta Ramos, acá en Mar del Plata. Mi ruta es tomar la avenida Mario Bravo en dirección sureste, y al llegar a Las Margaritas doblar a la derecha para entrar en el Bosque. Las Margaritas es una calle de doble mano. En lugar de "calle", quizás "cinta asfáltica" sería una mejor descripción, porque no hay vereda ni línea demarcatoria ni un pomo. Pero ahí está, uno va y viene. Y como estamos en Argentina, uno va o viene por su derecha. O por lo menos eso dice la Ley.
Iba, entonces, por esa Mario Bravo y cuando voy a doblar en Las Margaritas, veo un camión descompuesto y detenido en una posición como que salía de Las Margaritas para incorporarse en Mario Bravo. Los autos detrás del camión, en lugar de esperar a que pasaran los que veníamos entrando al Bosque, se tiraban en contramano a salir, obligando a los que veníamos legalmente por la mano que nos correspondía, a dar marcha atrás. Un espectáculo tan paupérrimo y detestable que hoy, una semana después, se ha cementado en mi cabeza como el símbolo de todo lo que está mal con este pobre país indigestado de imbéciles. Como decía mi padrino de tesis en la carrera de grado: somos un hato de tontos voluntariosos, lo último que se necesita para progresar. En aquel momento entendí lo que dijo pero no fui consciente del espectro de cosas a las que se aplica ese principio. En mi cabeza, en mi corazón... en mi pasaporte, hace una semana algo terminó, nada empezó.
Bajo esta nueva luz empecé a ver cosas a las que hasta ahora estaba negado, como cuando uno empieza a entender el significado del llanto de un bebé o del repentino silencio en la selva. Algo pasa, algo que no consideramos, que nadie nos aclaró, y que de pronto aparece deletreado con toda claridad a cualquiera de nuestros sentidos. Ya no puedo desverlo, como dicen en inglés (unsee). Servimos para poco, y lo que lo hace imperdonable: por decisión propia. Preferimos esto a encarar el pequeño sacrificio de adoptar ciertas normas absolutamente gratuitas y sencillas que no traen más que ventajas. Las vemos por la tele, las conversamos cuando volvemos de vacaciones del extranjero y nos llamaron la atención como rarezas, las recordamos de nuestros abuelos (en el imaginario colectivo, porque en lo personal dudo que jamás las hayamos tenido, salvo en casos muy puntuales y nada representativos). Pero de adoptarlas no se hace cargo nadie. Demasiado trabajo. Patético.
Esta epifanía le metió un tiro en la nuca a cualquier esperanza de que esto vaya a mejorar, Milei o Cristina, Perón, Menem o Yrigoyen. O Merkel, para el caso. Esto simplemente no va a ningún lado más que al inodoro, y ni siquiera ahí va a llegar, porque hasta para eso nos joden las riquezas naturales. Una crisis tipo 1ra Guerra Mundial, algo bien darwiniano y sin miramientos, es lo mínimo que hace falta para eliminar el lastre que hemos venido sembrando, cultivando y regando con tanto énfasis como ceguera. Tengo cero ilusión de poder salir un día de mi casa y cruzar la única bocacalle que me separa de la cochera de mi moto, sin mirar si vienen autos ni sufrir ese salto de adrenalina de tener que defender mi derecho a cruzar de forma segura y conforme a la Ley 24.449, art. 41 inciso e, con la modificación de que detenerse sea extendido a la "intención" de un peatón de cruzar, cosa que Leyes como la alemana o la sueca sí hacen. La Ley argentina, así como está, a pesar de que en principio debería funcionar como las otras, en la realidad fomenta el ignorar la prioridad del peatón y lo deja librado al criterio y la buena voluntad de los conductores. Una soberana idiotez, tanto en la teoría como en la práctica.