domingo, 4 de agosto de 2013

60/20

Tengo una compañera de trabajo que es también mi amiga. Nos conocimos hace 6 años y de movida nos caímos bien mutuamente. Tiene tres chicos: el más grande tiene 16, el mediano 40, y el más chico 9, en orden de madurez. A los efectos legales, el mediano también recibe el título de "marido", el muy guacho.
No puedo decir que esté enamorado de ella pero tampoco podría negarlo contundentemente. Hasta donde mi imaginación llega, este tipo de situaciones terminan mal salvo en las películas, así que hace años que simplemente disfruto de su amistad sin esperar nada más.
Pero hay un problema: fija el estándar para posibles novias. Y lo fija alto. Desde que tengo interés por las féminas y miro películas al respecto (Antes del Amanecer, por mencionar una) me queda claro que las relaciones más hermosas que me puedo imaginar son basadas en una amistad preexistente, cuando las dos personas se conocen en un ambiente donde la consumación sexual encuentra una barrera (tan agujereada últimamente) y los rasgos más profundos de un ser humano pueden descubrirse, sopesarse, digerir. Eso lleva tiempo y concentración, y el sexo apura y distrae. Quema etapas, confunde y decepciona.
Como decía, esta amiga que ocupa un lugar tan especial en mi vida no es para mí. La realidad, lo que las películas no tienen tiempo ni quieren mencionar (arruinaría la historia), no lo permite. Me costó mucho aceptarlo, pero por lo menos acepté que lo tengo que aceptar. Ya es algo.
Y sin embargo el problema mayor persiste: en mi vida tengo una mujer linda e inteligente, buena yerba, con la que disfruto pasando el tiempo, y menos de eso no quiero. Y no abundan.
Este fin de semana es el primero que paso en casa solo y sin distracciones. Quizás demasiado solo, y quizás las pocas distracciones sean perniciosas, pero ese es otro tema. La cosa que pude sentarme a organizar esa caja de zapatos que casi todos tenemos con mementos de nuestra vida. No la de las fotos de casamiento o de cuando se recibió un título. Más bien esa caja con una postal que no mandamos, una que nos mandaron de algún lugar exótico (no recibimos muchas postales estos días, ¿no?), una foto de una ex-pareja, un boleto de colectivo capicúa, una entrada al teatro con esa persona, un señalador, una carta de una ex-pareja de poco después de la separación contándonos cuánto nos extraña. Esas cosas que son tan personales que incluso negamos que existan. No se las mostramos a nadie. No son para mandarse la parte ni para ocultar una parte nuestra, simplemente son una extensión de nuestra psique, aquellas cosas que si se lo permitiéramos, el tiempo implacable como es las borraría. Son pruebas de que nuestra vida es como la silueta de una cordillera, y no plana y sin nada que mencionar más que un hijo, un libro y un árbol, importantes como son.
Esa caja abrí este fin de semana. No fue una experiencia fácil, revolvió profundo y con una cuchara grande, pero me trajo cosas hermosas a la memoria y me recordó quién soy, bueno o malo. Me mostró que avancé en muchos aspectos, que hay otros en los que fallé estrepitosamente, que hay gente que me quiere mucho y otra que me quiso hasta que las pateé lejos. Tonto Martincito.
Y mirando así atrás, las decisiones y las motivaciones, uno encuentra la confirmación de que hay dos palabritas clave que nos empujan en una u otra dirección: miedo y amor. El miedo es, garantizado, el peor consejero. No ayuda, paraliza. No guía, ciega. No busca, pierde. Al revés que el amor, claro.
A ver si logro capitalizar lo que viví y encontrar esa aguja en este pajar enorme, y nos perdonamos ser humanos. Como si hubiera algo que perdonar.

¿Y por qué el título? Porque esta señora amiga tuvo de chica una enfermedad que la dejó casi ciega de un ojo (20%, que apenas alcanza para distinguir un colectivo del viento) y bastante estropeado el otro (60%), que lo tiene que cuidar como al oro.

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