Saber qué y quién es uno parece ser una de esas cosas tan pero tan difíciles, que se torna filosófico discutir por qué no se puede lograr.
Cuando era un adolescente, o a lo mejor incluso antes, llegué a la conclusión de que los demás valen, y que no puedo usarlos arbitrariamente por más que en algunas ocasiones den su consentimiento, más basado en ignorancia mezclada con necesidad de aceptación, cariño o amor, que en una decisión informada. Y acá estoy, muchos años después, rehusándome a puentear el vacío entre una relación y la siguiente con sexo. Y aparentemente, esto me convierte en un marciano.
Conocí una chica muy linda, actriz ella, en una circunstancia algo formal, pero que después de un par de encuentros ella agradeció una ayuda mía invitándome al teatro. Esto derivó en ambos abriéndonos más y más el uno al otro, hasta que después de algunas salidas más le di un beso cuando nos despedíamos. Un beso hermoso, muy suave, chiquito, de algunos segundos, sin lengua, sólo en los labios. Perfecto.
O no.
Como dije, la señorita en cuestión es actriz, y aparentemente lengua o no lengua es justamente lo que en su profesión distingue un beso personal de uno profesional. Y yo con mis sentimientos... Ya lo sé, soy un ridículo.
Desde hace años lucho por salir de las ataduras de una educación rígida e intolerante, a veces con éxito, más veces fallando asquerosamente mientras mis miedos sabotean mi existencia sin piedad. A veces siento que evolucionar duele más que ser despellejado vivo, pero sigo insistiendo. No por cabeza dura o estupidez sino porque me parece que no tengo opción.
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