miércoles, 1 de agosto de 2018

los perfectos

Creo que no hace falta un prólogo o explicación: los alemanes me resultan desagradables. Dicho esto, una amiga que ya mencioné en el pasado me sugirió, y de a poco se va volviendo insistente, que escriba un libro al respecto. Ahora que estoy dejando este manicomio para meterme en otro, el asunto va cobrando cada vez más sentido.
Hay cosas de la vida cotidiana que son diferentes. El lego piensa que la diferencia entre vivir en un país desarrollado y uno subdesarrollado estriba en el salario, el sistema de transporte o el de salud, el precio de los electrónicos de consumo, o la limpieza de una estación de trenes. Y es cierto... hasta cierto punto. En mi experiencia, lo que distingue fundamentalmente a un país bananero (aunque no tenga bananas) de uno civilizado es la diferencia entre la teoría y la práctica. Uno puede ser más pobre, pero si vive en un estado de derecho se es más feliz y todo se vuelve más predecible, en el buen sentido. Uno conoce las reglas y sabe que se respetan y puede adaptarse. En una sociedad donde cada uno se cree más inteligente que los legisladores y hace lo que se le cante el traste... la cosa simplemente no funciona. Es un hecho.
Una prueba de esto es los Estados Unidos de América, donde la población que vive por debajo de la línea de la pobreza es más grande que la población total de Argentina. No es un país desarrollado como lo son Alemania, Suiza o Suecia, aunque los números lo sugieran. Esos números reflejan promedios y no la distribución de la riqueza, y por lo tanto no me asusta comparar ciertas regiones de EE.UU. con países por debajo de bananeros. Las diferencias entre el más pobre y el más rico en Alemania es muy chica comparada con Argentina, México o Brasil, por mencionar las tres más grandes economías latinoamericanas. Y las reglas no se aplican para todos igual. En Alemania, uno coimea (porque se coimea) para que algo suceda más rápido, más expeditivo, como en un hotel donde quiere que el botones esté más atento; mientras que en Argentina, uno coimea para que sucedan cosas que no deberían, como aprobar una construcción que no cumple los requisitos de seguridad. En los países desarrollados, entonces, el apartarse de las reglas es básicamente para lograr cosas que en sí van a ser logradas, nada más que más rápido. Es para sortear la burocracia. Es una cuestión de forma. En países bananeros, en cambio, es de fondo: se ignoran las reglas para hacer cosas que no deberían hacerse.
Esto tiene un efecto muy profundo en cómo se forma la mentalidad de la gente que vive en esas condiciones, y cambia las interacciones. El sistema toma mucha más preponderancia y en algunos casos extremos, típicamente en los países germanos, el humano queda incluso por debajo, totalmente supeditado. Si uno sangra y no es el horario, pues no se lo atiende y listo, y nadie es responsable y, en consecuencia, culpable. Como dijo el conductor del camión que salía a dar una vuelta con la caja llena de judíos y el escape adentro: "yo era solamente el conductor". Y se lo creía.


Volviendo a mi libro, una de las cosas que me frenaban considerar la sugerencia era primero que nada la falta de tiempo, pero también la falta de ganas. El motivo es simple: ponerme a hacer eso significa agarrar una espátula y escarbar mierda, y no tengo la fortaleza emocional para hacer eso.
Pero mi situación actual, la coyuntura de estar en un barrio de gente muy pudiente y con una mentalidad particular, ponen el tema del libro de vuelta sobre la mesa y me está atrayendo mucho la idea. Y acá es donde las cosas cotidianas que mencionaba más arriba se vuelven centrales. Sentado en un café, con un BMW 507 plateado y tapizado rojo, un Mercedes de los años 50, y un par de Ferraris estacionados en la puerta, escucho a sus dueños fanfarronear y me pregunto por qué algunas personas son tan pero tan estúpidas. Algo que el resto del mundo no sabe de los alemanes es que no escuchan, sino que esperan que el otro termine de hablar para decir su parte. Muchas veces observé cómo mi mamá y sus amigas hablan de nosotros, los hijos, sin escucharse mutuamente, sino solamente retrucando e intentando superar a la otra. "Mi hijo está en Roma"... "hay, el mío está en Venecia". Idiotas. Una vez se lo mencioné a mi mamá y desde entonces no lo hace. Eso me gusta de ella: tiene cerebro y se empeña en usarlo.
Los alemanes, decía, y me refiero específicamente a los ejemplares sentados alrededor mío en el café, eran el prototipo de pendeviejos con 3ra esposa, 30 años más joven, ellos en edad jubilatoria, pantalón de lino, camisa blanca con las mangas remangadas y 1 ó 2 botones de más sin abrochar, y pelo tirando a largo (sin ser Slash, de los Guns & Roses), teñido, enrulado en las puntas y peinado para atrás con gel. Siempre caminan con las llaves del auto en una mano, con el llavero colgando, para que se vea, y la billetera y el celular tamaño A4 en la otra. El 50% también lleva un pulóver sobre los hombros y el 100% el cuello de la remera polo levantado. La novia en cuestión, que lo más cerca que estuvo en su vida de leer algo fue por feisbuc, lleva tetas tupperware y se ríe de todo lo que el dueño amorcito dice. Nunca me sentí tan superior a gente con tanto más patrimonio que yo. Y no es desdeño o arrogancia; simplemente eran seres miserables tratando de compensar con cosas lo que les falta en el espíritu.
En fin, el libro va tomando forma en mi cabeza y quizás algún día me siente a escribirlo. Siempre pensé que esas películas de escritores que se van a algún lado a despejarse y recién ahí les sale algo, eran una manga de vagos llenos de excusas para no hacer nada. Pero como tantas veces en mi vida, veo que estaba equivocado: para escribir algo que valga dos pesos, uno tiene que escucharse a sí mismo y eso requiere determinadas condiciones externas que hay que buscar. Y quién sabe si las encontraré en Argentina. Por ahora, el título más adecuado parece ser el de la entrada de hoy.

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