miércoles, 9 de enero de 2019

made in Germany

Algunos sueñan con caminar con gigantes e impresionarlos con sus logros (títulos, autos, casas, parejas...); otros con caminar con los más chicos y hacerlos reír con sus ocurrencias o con servir a los demás de alguna manera. Yo y mi puta manera de ser necesitamos acordarnos más seguido de eso y poner mucha, mucha atención a cómo me relaciono con mis sobrinos, por poner un ejemplo. Es casi un hecho que no voy a tener hijos, por muchas razones; así que o me pongo las pilas, o me quedo rascándome la cabeza una vez más pensando que el mundo no tiene lugar para mí.
Cuando me fui a Suecia en agosto de 2002, no estaba buscando mi lugar en el mundo, o mejor dicho, no era eso lo que me motivó a irme. Lo que buscaba era salir a tomar aire y ver qué otras formas había de vivir un amanecer, un atardecer, y (aunque no necesariamente en ese orden) todo lo que está en el medio. Lo disfruté mucho porque los escandinavos son gente muy introvertida, respetuosa y ordenada, con lo que uno puede concentrarse en la gran tarea de encontrarse a sí mismo; y como dice en la pared de una pizzería en Mar del Plata, ese puede ser tu mejor momento o la más amarga de tus horas. Fue algo en el medio, pero más que nada fue un tiempo de tranquilidad. Me levantaba a las 6 y monedas para ir los 6 km del mi casa a la universidad en bicicleta, entre la nieve, con 20 grados bajo cero. Estudiaba lo que me gustaba, conocía gente de rincones del mundo que jamas figuran en los diarios (Mongolia, Islandia, Nueva Zelandia, Suecia) y comía rollos de canela y pizzas con albóndigas. Y aprendí a contar hasta 20 en 12 idiomas.
Un año y pico más tarde aterricé en Alemania y casi inmediatamente empecé a disfrutar de la asquerosidad que dispensan los teutones tan generosamente a los cuatro vientos. Y empecé a deprimirme. En los únicos lugares en que me recibían con una sonrisa era donde trabajaban extranjeros, y ellos también tenían sus propios conflictos y luchas internas. Como todos los inmigrantes, parecería, nos unía la falta de raíces, pero en el caso de Alemania se sumaba no sólo la intolerancia a lo foráneo, sino la insistencia en que lo foráneo es inferior. "Nada cambió, solamente falta la chispa adecuada", me decía mi jefe, alemán él.
Intento ser de esas personas que se esfuerzan para no morir en mi zona de confort, sino expandir mis horizontes y eliminar la intolerancia de mis prejuicios y estructuras internas Pero hay cosas que, si bien pueden haberse originado por los motivos equivocados, la experiencia me ha demostrado con muy poco margen de dudas que a veces simplemente hace falta ser exigente, intolerante o down right rompepelotas. En un país como Suecia, por ejemplo, ser puntual es una necesidad. Si uno llega tarde, el otro se congela, listo. Así que está bien ser puntual y pedir puntualidad. En Argentina, por lo menos donde yo vivo, no será tan terrible tener que esperar 10 minutos, pero es un tema de respeto, algo que nos falta en cantidades industriales; como también nos falta entender que hay una relación entre la teoría y la práctica y que no es cuestión de despotricar porque los demás no se ajustan a las reglas, sino que podemos predicar con el ejemplo. Y eso cuesta. Cuesta llegar a esa conclusión, cuesta intentarlo, cuesta mantener la conducta cuando la marea va en la otra dirección. Y cuesta más en el contexto político de la última década, donde el gobierno se encargó de desmantelar la relación entre esfuerzo y beneficio en la mitad de la población. Y cuesta más todavía en una cultura donde, si bien no es que cada uno sea un copo de nieve, la gente se toma las cosas demasiado personal y les nubla el juicio. La histeria, las anécdotas y el orgullo se anteponen a la razón y se interponen entre el nosotros y el estar mejor. Y, honestamente, decir que esas cosas se anteponen a la razón ya es optimista, rayando en lo delirante: en la mayoría de los casos la arrasan, si es que alguna vez siquiera la hubo.
Después de década y media aterrizo de nuevo en casa y, estoy seguro, no soy la misma persona que se fue. Evolucioné en muchos aspectos y me volví peor en otros. Lo peor es la depresión, indiscutiblemente, pero la poca paciencia para la mediocridad es una bendición o una maldición, depende a quién le pregunte. Estoy más dolido por haber conocido el lado obscuro de la naturaleza humana, ese que hace creerse superior a los demás y cagarse en el prójimo como su consecuencia más directa. Lebensraum viene a la cabeza.
Y acá estoy, tratando de entender por qué cuando le pido a alguien en un café, a 5 metros de distancia, que trate de que su hijo no grite tanto (con disculpame, por favor, sonrisa y todo eso) porque no escucho siquiera lo que me dice la persona con la que comparto la mesa, y me dan vuelta los ojos; o por qué cuando no puedo pasar caminando por una vereda porque alguien dejó su auto atravesado de cordón a pared, con espacio de sobra en la calle para estacionar, le toco el timbre y le pido que lo corra (con disculpame, por favor...) me grita "conchudo". O cuando un taxi llega a la entrada de un hospital y un auto bloquea la entrada, y cuando el taxista le pide de muy buena manera que no estacione ahí le contestan "¡¿por qué no venís y me lo hacés sacar?!". Algo está mal, y honestamente me cuesta entender qué es lo que tengo que hacer diferente si tengo la osadía de no elegir joderme.

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