domingo, 31 de octubre de 2021

el lobo, la vaca y el caballo

"El esclavo no sueña con ser libre; sueña con ser amo."

Probablemente la frase más jugosa que conozco. Algo que debería ser enseñado antes que la mismísima tabla del 2, y sin embargo pocos la conocen y menos la recuerdan. Y ni hablar los 2 o 3 que la entienden, así que como hace frío y está nublado, quiero ver si puedo darle un par de vueltas.
En psicología se usa un término, la introyección, que es el proceso por el que se hacen propios rasgos, conductas u otros fragmentos del mundo que nos rodea, especialmente de la personalidad de otros sujetos. Lo opuesto es la proyección, o sea, asignar rasgos propios a otros. Un ejemplo típico es el del padre que cela a su hija de los chicos que se le acercan; esencialmente, el tipo fue/es una larva y asume que el resto de los hombres también lo son.
Si uno es ajeno a este fenómeno, los errores en los que uno cae pueden ser graves, como cuando se afirma que recurrir a la violencia es signo de que no se cuenta con argumentos. Eso presupone que el interlocutor es racional, permeable a la lógica o de cualquier forma receptivo a lo que uno quiere transmitirle. Esto no siempre es así (qué forma más delicada de ponerlo) y a veces acorrala a personas buenas entre dos males: resignarse a ser pisoteado, o tomar acciones que por ilegales no dejan de ser justas o, quizás más apropiado, necesarias. Es un camino resbaladizo, obviamente (el pobre Batman se la pasa lidiando con esto), pero en demasiadas ocasiones quedamos abandonados a nuestros propios medios. Los ejemplos sobran: vecinos ruidosos, políticos corruptos, víctimas profesionales, leyes injustas. Es decir, no es que uno no tenga argumentos, sino que se le terminaron; ya probó con argumentos y razonar con la otra parte no funcionó. Antes de llegar a este punto, elegir hablar con alguien implica optimismo; pasado ese punto ya es ser necio. O idiota.
El populismo que carcome a mi querido país desde hace siete décadas hizo básicamente dos cosas: demonizar a los empresarios y robar a mansalva. Era necesario demonizar a los empresarios porque un enemigo común siempre une a grupos que de otra forma no se unirían para formar la masa crítica necesaria para tomar y sostener el poder. La demonización alcanzó tal punto que hoy en Argentina tener un auto que tenga cierre centralizado es ser un oligarca que obtuvo sus riquezas robando y exprimiendo a los de abajo, a los "trabajadores". Pero la cleptocracia que es el peronismo hizo que para avanzar en sus filas había que adoptar e interiorizar el sistema por el cual el mérito no cumple ningún rol, sobre todo comparado con la capacidad de establecer alianzas y chanchullos, donde cualquier ejercicio de un poder del estado en cumplimiento de sus deberes es una oportunidad para un rédito económico o de poder.
Churchill, ya lo cité alguna vez, dijo que "muchos miran al empresario como el lobo al que hay que abatir; otros lo miran como la vaca a la que hay que ordeñar, pero muy pocos lo miran como el caballo que tira el carro". Un concepto tan elemental y que a cualquier organismo multineuronal le alcanza con leerlo una vez para que la nariz se le empiece a mover sola de arriba para abajo, es a la vez tan incómodo para el populismo argentino (acá me permito por un minuto no mirar más allá de mi ombligo). Y sin embargo, todos esos rasgos que los peronistas, consciente o inconscientemente, proyectan sobre los empresarios son justamente los que ellos poseen, así que matan dos pájaros de un tiro: desvían la atención de sus actividades y fabrican un enemigo común. Pero, y esta es la clave, el daño se extiende más allá: los empresarios se van. Cierran, hacen las valijas y se van a otro lado a emprender sus actividades, a mover capitales, productos y servicios, y a dar trabajo y pagar sueldos e impuestos. A tirar del carro.
Felicitaciones, muchachos, lo lograron. Han remachado inseparablemente el concepto de empresario con el de alguien ruin, aprovechador y que tiene la sola intención de robarse todo explotando a los que lo rodean. Mmmm... me suena a algo, y no es a empresario. En la Argentina de hoy, y van ya varias décadas, alcanzar una posición económica holgada es sinónimo de pecado, mientras que "donde hay una necesidad hay un derecho", ese mamarracho de dogma tan borroso e indefinido que les permite justificar las barrabasadas que hacen, originó lo que hoy es la sociedad argentina: una manada insostenible y creciente de bebés de pecho y un esquema impositivo cada vez más abusador e injusto y, contra todo instinto de supervivencia, desgastante.

Tan triste como suena todo esto, una de las cosas que más inducen al vómito es escuchar a los que con su trabajo, y no con dádivas, logran progresar, pero piensan que es gracias al gobierno populista porque así los convencieron. La meritocracia erosionada desde el vamos. Esos pobres inimputables, cuando llegan a estar en posición de emprender algo por sí mismos, tener empleados y, en definitiva, ser empresarios, combinan todos los rasgos que demoniza la ideología populista. Ellos hacen todo lo que criticaban y más, y lo hacen peor; pero incluso en este punto no ven la realidad. Y si uno intenta mostrársela, dan vuelta la cara, se tapan los oídos y canturrean el arroz con leche... o la marchita.

No hay comentarios.: