miércoles, 6 de octubre de 2021

hígado mío

En 1996 escribía Umberto Eco a Carlo Maria Martini, obispo de Milán: "... me parece evidente que para una persona que no haya tenido jamás la experiencia de la trascendencia, o la haya perdido, lo único que puede dar sentido a su propia vida y a su propia muerte, lo único que puede consolarla, es el amor hacia los demás, el intento de garantizar a cualquier otro semejante una vida vivible incluso después de haber desaparecido." A continuación enumera un par de excepciones y agrega "La fuerza de una ética se juzga por el comportamiento de los santos, no por el de los ignorantes cuius deus venter est." Estimo que lo de venter no se circunscribe a vientre sino que hace referencia a cualquier instinto, pero por más que me atraiga despotricar al respecto, voy a tratar de no detenerme demasiado en esto. Me interesa más lo primero, que cristaliza muchas cosas que me han venido surgiendo en las últimas tres décadas, desde que me bajé del bote de la religión e hice puerto en la razón.
El libro de donde saco la cita se llama "¿En qué creen los que no creen?" y es la recopilación de un intercambio epistolar de ocho cartas entre el escritor y el obispo, ambos representando en cierta forma la posición laica y (no versus) la religiosa, la creyente. El libro agrega "las voces... de dos filósofos, dos periodistas y dos políticos". Trata, entre otras cosas, de la validez de las pretensiones de la Iglesia como brújula moral, y de sus discursos y expectativas sobre las personas. Desde mi punto de vista, la definición de religión es justamente esa: la de adoptar firmemente una posición sin la suficiente evidencia, basándose en fe y en dogmas inoculados por autoridad o tradición. Es decir, no la veo necesariamente relacionada a la creencia en una entidad sobrenatural, un dios creador, personal, etc. Tener una religión es creer en algo y usarlo como paradigma para vivir la vida sin plantearse honestamente si coincide con la realidad.
Para cumplir con el anhelo humano de descubrir y postular verdades, la ciencia, con su método basado en el estudio sistemático de la evidencia, se opone de alma a las religiones. La coexistencia de ambas es una de tolerancia, la que implica malestar; el barato consuelo que pueda ofrecer apelar a celebrar la diversidad, es entrar a un cul de sac moral y resignar la búsqueda de la verdad por la de la coexistencia pacífica. Como diría alguien con un doctorado en filosofía: una soberana mierda.
Y eso es el peronismo, en esencia: una religión. Es otras varias cosas, pero para los que no lo comprenden, esa hilacha es la que tienen que agarrar y tirar para empezar a deshilvanar el porqué, en un mundo que recién empieza a despertarse de las religiones para entrar en la ilustración, todavía quedan parches de tejido necrótico de ese calibre. No hay que ser Nostradamus para pronosticar que Argentina todavía tiene proyecto de Peronia para rato: dogma, verticalismo, caudillismo, autoridad. Y mucho chanchuyo y acomodo, y cero meritocracia. Si los masturberos mentales quieren plantearse el porqué el peronismo duró tanto, dándole vueltas a conceptos como el populismo, redistribución, hegemónico, oligarquía, tercera posición o el ciclo de apareamiento del unicornio, asunto de ellos. Solamente espero que lo hagan en voz baja y usen métodos anticonceptivos.
A consecuencia nada indirecta de lo anterior, el valor de la Ley decayó más que el de nuestra moneda. Cruzar la calle por la senda peatonal y con semáforo verde representa más probabilidades de visitar a un traumatólogo que cruzar corriendo la Str. des 17. Juni en Berlín un día de semana a las 8 am. Con los ojos cerrados. La Policía en Argentina no tiene ninguna función de policía, en el mejor de los casos. Además de usarse para bajar el desempleo a costa de nuestros impuestos, sirve de empleados a diferentes mafias. ¿Que eso pasa en todo el mundo? Ajá. ¿Y?
Por otro lado, no consigo novia. Novia como concepto, no como persona. Un concepto que engloba el encontrar una compañera, una cómplice y una degenerada sexual, que tenga hambre de mí en todos los niveles. Una vez desmalezado el campo de posibles candidatas, descartando extremistas políticas, drogadictas y princesas, recién ahí entramos en el ya complicado escenario común al universo femenino en cualquier otro lado, donde una mina apta para un tipo de mi edad tiene celulitis, hijos y pedos propios de cualquiera que no haya crecido en el gimnasio en el sótano de su casa. Y no es parte de este análisis el considerar mis pedos y defectos.
Teniendo estas tres cosas en consideración (la situación socio-política y el pronóstico que se desprende de mi querida patria, lo lejos que estamos de vivir en un Estado de Derecho, y lo solo que me siento estoy), no es raro que algo en mi cuerpo proteste de alguna manera, y ese algo, desde hace dos años, es mi hígado. Con el tiempo no ha hecho más que agravarse, al punto de que tengo que tomar mis 40 gotas de Hepatalgina si pienso pasar por la puerta de un local de Havanna. Dolor de cabeza, malestar general, malhumor, fotosensibilidad, irritabilidad... es horrible, y estoy constantemente medicándome contra los síntomas, o sea, haciéndome polvo el estómago.
A diferencia de la depresión, que puede rastrearse a cuestiones que pasan dentro de la cabeza, lo que está pasando con mi país es muy real, igual que el peligro que significa hacer las cosas más banales y cotidianas como cruzar una calle, repito, por la senda peatonal y con semáforo para mí. Ni hablar la tristeza que me invade cada vez que veo una pareja agarrada de la mano o cualquier cosa similar.
En estos dos años en que empecé con estos síntomas pasé por el proceso de rastrearlos hasta mi hígado, y de ahí a eliminar comidas grasosas y chocolate, intentar estar hidratado, y evitar alimentos ultraprocesados. También intento los conflictos, cosa que es difícil si estoy paseando a mi perro en la plaza y pasa una moto a 30 km/h. Realmente se me cae el alma al piso de pura lástima por nosotros mismos, por mi país, por mis compatriotas, cuando veo a una pareja de viejitos parados en el costado de la calle esperando para poder cruzar, con un profundo miedo en los ojos, porque ni ellos ni los irresponsables que manejan oyeron hablar del artículo 41 del Código de Tránsito. No estoy hablando de ponernos a discutir si Kant representa fielmente la Ilustración o Göthe tenía razón en sus observaciones al respecto. Estoy hablando de algo que regula la interacción entre nosotros millones de veces al día en cada ciudad del país. Y no tenemos idea de eso, mucho menos de a quién votar, o por qué. Y mi hígado parece ser el fusible de mi cuerpo. Antes era la depresión. Tengo que admitir que prefiero esta situación, pero... qué mierda. A dónde vamos a ir a parar como país, como sociedad, y yo como hombre, que no es difícil vaticinar que voy a terminar solo. Chiche bombón.

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