miércoles, 22 de diciembre de 2010

¿qué te doy, el pescado o la caña?

Cuando tenía unos 20 años fui a comer a la casa de un amigo de mi hermana y, por unas lluvias bastante fuertes de la semana anterior, surgió una discusión respecto a lo que había que hacer para ayudar a los que tenían la casa bajo el agua por las inundaciones. Uno de los presentes comentaba que apenas se conoció la noticia salió a buscar colchones para los que no tenían dónde dormir; era parte de una organización que hacía ese tipo de cosas. Por mi parte, dije que me parecería mejor construir los desagües necesarios para que las inundaciones no pasen. Hubo un intercambio de argumentos y ahí quedó. Hoy, después de muchos años, entiendo que en un mundo ideal esas canalizaciones estarían hechas y solamente en casos extremos sería necesario salir a buscar colchones. Claro, no estamos en un mundo ideal. Pero, ¿por qué? ¿de qué depende que el mundo en el que estamos se comporte en la práctica tan lejos de la teoría que, desde un escritorio, con una computadora (o calculadora, o diccionario, o lo que sea) podemos ponernos a planear? La respuesta es demasiado simple para ser simple de digerir, valga la redundancia. La respuesta es: nosotros.
Dicen que el genoma de un mono y el de un ser humano difiere en menos del 0,1% y sin embargo los resultados saltan a la vista. Lo mismo pasa con la Ley en países como Argentina y Suecia, por ejemplo. Son muy similares. Espeluznantemente similares, y sin embargo los resultados saltan a la vista. Una vez más, el factor determinante somos nosotros. Tres ejemplos:
  • pagar los impuestos,

  • cumplir con el código de tránsito,

  • la cultura del mantenimiento.
Las primeras dos son demasiado claras, pero la tercera no es tan obvia cuando no hay con qué comparar. ¿Cuántas veces vemos que hacen una paradas de colectivos nuevitas y lindas, con señales iluminadas y publicidad, y un mes después ya no iluminan? Sí, hay vandalismo, pero también hay cero mantenimiento. En Alemania, los reyes del mantenimiento ponen unas calcomanías en los postes de alumbrado público con un teléfono al que llamar si la lámpara no funciona, y el que llama participa en un sorteo por un par de miles de euros. Parece cuento, pero es así. Sería lindo que las cosas duraran para siempre, pero eso no sucede, y además tendría la desventaja de que nunca cambiaría, con lo cual se haría aburrido, por lo menos para mí, que me gusta de vez en cuando renovar un poco. Sin embargo, sería lindo que cuidásemos más lo que tenemos, y eso incluye mantenerlo. Una manito de pintura, un programa de lubricación, consumibles, repuestos y renovación de la maquinaria es esencial. No es un lujo, o algo deseable o lucrativo: es una necesidad. Y además es más barato mantener las cosas funcionando que arreglarlas. Leí una vez una situación análoga en el campo de la salud, donde un estudio sobre distintas enfermedades comunes descubrió que resulta 400 veces más barato prevenir que curar. Cuatrocientas veces es mucho, pero cambiarle el aceite a mi moto cada los 6000 km que me recomienda Kawasaki me sale 70 euros, y un motor nuevo sale 3500 euros. Con una relación de apenas 50 a 1, todavía me quedo con cambiar el aceite.
Esta cultura del mantenimiento tiene muchas ventajas que vienen como efectos colaterales al simple de hecho de mantener algo funcionando:
  • profesionalización, capacitación, especialización, que pueden usarse a la hora de perfeccionar lo que ya existe. La gente que se dedica al mantenimiento aprende dónde es mejor invertir esfuerzo, tiempo y dinero en mejorar una máquina o sistema,

  • movimiento económico fluido, constante y predecible, generado por la compra planificada de insumos. Esto ocasiona una circulación de dinero importante que favorece al Estado y a la industria de insumos y repuestos,

  • puestos de trabajo, que además son puestos profesionales en los cuales la gente involucrada, guiada inteligentemente, mejora, aprende y cultiva conocimiento, que es la base de cualquier sociedad que funcione.
Pensándolo un poco más, este concepto del mantenimiento tiene que ver con la constancia, palabra tétrica en el léxico argentino. Como ejemplo se me ocurre este fenómeno del uso del cinturón de seguridad que cada dos por tres se le sube a la cabeza a alguno y empiezan a controlar un poco el tema. A los dos meses todo se evapora y de los 15 millones de autos que circulan en el país, un 1% más lleva cinturón de seguridad. Esto no solamente no es eficiente, ni siquiera es efectivo. No hay que ponerse de cuco de los automovilistas, con estaciones de control en donde se les arruine el día. Hay que hacer entender al ciudadano que debe cumplir la ley, que vive en un estado de derecho, y que uno puede hacer lo que se le dé la gana pero dentro de ciertos límites. Esos límites tienen que ser claros (la Ley), conocidos (la Educación) y aplicados (la Policía). Hasta ahora solamente tenemos el primer punto cubierto, mientras que la Educación hace lo que puede, y la Policía en su función de contralor es inexistente. Sería millonario si me dieran un centavo por cada vez que veo a una pareja de policías paseando patrullando y pasan caminando por al lado de las motos estacionadas en las veredas angostas de Mar del Plata, o de sus conductores sin casco (creo que en Mar del Plata está prohibido usar casco mientras se maneja moto), o de autos estacionados en las sendas peatonales. Si no se exigen estas pequeñas cosas de nosotros, queda pavimentado el camino para el viva la pepa. No es que haya cosas más importantes y yo estoy esperando que se ocupen de estas gansadas; es que estas cosas son reflejo y derrame de otros ámbitos en los que las consecuencias sí que hacen la diferencia. Y de todos modos, tampoco son tan “gansadas”: hoy por hoy, ya calentando motores para el fuerte de la temporada, caminar un par de cuadras en Mar del Plata viene a ser algo así:
  1. caminar esquivando las motos estacionadas en la vereda, alternando entre el lado de la calle y el de la pared (en un pasado no muy lejano también había que andar con atención por el tema de los regalitos de los animales que sacan a pasear a sus perros, pero eso ya está mejorando mucho),

  2. llegar a la esquina, donde hay una motito atada al poste (de esos con el cartel del nombre de la calle) atravesada de lado a lado,

  3. buscar un hueco por delante o por detrás del auto estacionado en la senda peatonal. Generalmente hay que pasar por el lado de la calle porque el imbécil lo estacionó cerca del último auto bien estacionado, así que hay que pisar por donde corre el agua,

  4. esperar al semáforo en verde para empezar a cruzar,

  5. recular, porque un retrasado apuró el ritmo y pasó con el semáforo ya en rojo,

  6. empezar a cruzar, tratando de que los que doblan ejerzan su obligación de dar prioridad al peatón,

  7. al llegar a la otra vereda, empieza otra vez el slalom de aventura.
El otro día escuchaba una entrevista a Marcos Aguini en la que se explayaba en el tema de la educación, y en cómo influye en el progreso de un país. Los beneficios de invertir en educación son tan obvios y triviales que, como que 2 más 2 son 4, es difícil explicarlo. Hay dos formas básicas de obtener orden en una sociedad: imponerlo o pedirlo.
Venir a casa una vez cada 6 u 8 meses tiene la ventaja de que veo los cambios en el país sin pasar por el día a día. En lugar de ser una rampa son escaloncitos y veo las diferencias y puedo apreciar que el país se mueve. Ese movimiento representa progreso en muchos casos (hasta hace 5 años era impensable cruzar la calle y que los autos frenaran, y hoy se está convirtiendo en la norma) y en otros un retroceso (la gente que no tiene dónde vivir, en un país que tiene 15 veces menos habitantes por km² que Alemania, o 35 veces menos que los Países Bajos.
En fin, una de esas tardes en que tengo un rato para delirar...

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