Es totalmente entendible hacerse un par de preguntas después de leer lo que escribí la última vez, la primera que se me ocurrió y que inspira esta entrada es la siguiente: ¿por qué estudié ingeniería? Y aunque incluso alguien que me conoce tan bien como ser mi mamá enseguida se llenaría la boca explicando mis talentos para matemática, física, manualidades y desarmar y armar juguetes antes de empezar a caminar, el hecho es que la motivación está en otro lado. Tan en otro lado, que me llevó años darme cuenta dónde.
Lo primero que me dio una pista fue una frase que se me ocurrió hace algún tiempo, cuando tuve que hacer uso de un abogado por un litigio laboral. Una cosa que mi empleador podría haber resuelto pagándome x, al final de unos dos años y medio le costó 5x. La cuestión era tan obvia, tan imposiblemente irrefutable, que al día de hoy no puedo entender por qué duró dos años y medio en lugar de dos años, 5 meses, 29 días, 23 horas y 15 minutos menos. O sea, llego a la bendita frase: lo que no se puede arreglar en 45 minutos, no tiene arreglo. Claro, esto se aplica a ingenieros, no a abogados, terapeutas o presidentes. Y me empecé a acercar. Un ingeniero es directo, y no desperdicia su tiempo. Pero hay otra cosa: los principios matemáticos y físicos que usa un ingeniero son siempre los mismos, y con los mismos datos se llega siempre a las mismas conclusiones o aunque sea a las mismas posibilidades. O sea, es predecible, estructurado, fiable. Y eso ofrecía traer orden al infierno que era mi cabeza frente a todo lo que pasaba en mi vida desde que tengo uso de memoria. O sea, la ingeniería me ofrecía un refugio de orden y previsibilidad por el caos que reinaba en mi universo. Dos más dos es cuatro, sin importar la opinión de nadie, ni su estado de ánimo, ni la hora del día, ni si es dictadura o democracia o monarquía o anarquía, verano o invierno, casado o soltero.
Además, la facultad tenía otras ventajas, como darme un propósito: asistir a clases, darme una vida social, pasar exámenes, resolver problemas, sacar buenas notas, aprender. Y me recibía. Me aportaba éxitos cuando en otras facetas fracasaba.
Una joyita que tuve en mi vida hasta hace poco fue a mi abuela materna, un alma resentida y viperina como pocas, que me decía perlas como estas:
- si seguís así (siendo "así" cualquier cosa que a ella le fastidiara) vas a terminar como tu padre
- si te portás así te vamos a meter en un internado
- te vi fumando (y al explicarle que no), ¡jurámelo!
- no te toques (por rascarme la panza, arriba del ombligo)
Por un lado no me acuerdo más, por otro no quiero dedicarle ni un segundo de esfuerzo a recordar. Sí me acuerdo que si alguien era homosexual, con tatuajes, hombre con aros o pelo largo, mujer con pollera o pelo corto, judío, negro, peronista, de River y quién sabe qué más, no era digno ni del aire que respiraba. Y si no fuera por mi madre, que hacía de pantalla entre toda esa mierda que su madre nos tiraba con manguera, sería un sociópata o algo así.
También mojaba la cama y hasta me hacía encima, y mis compañeros de colegio, tan tiernos, ejercitaban su deficiencia mental y de alma hasta límites indecibles con este tema. Menos mal que estaba en un colegio católico, donde nos enseñaban las virtudes de la piedad, la tolerancia y el respeto. No.
Es un milagro, entonces, que haya esquivado las drogas, el pucho y el alcohol. Tampoco me dediqué a las mujeres, salvo para buscar una relación de profunda conexión, con o sin noviazgo, no importa.
Quisiera cerrar toda esta ristra de cosas feas, oscuras, frías, con algo positivo, pero la verdad es que esta vez es para mí, es algo que escribí porque lo necesitaba, quería sacármelo de adentro. No sé si cumplí con esta necesidad, veré en los próximos días cómo me siento.
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