Por suerte, hoy en día las fuerzas armadas del mundo civilizado no son lo que sostienen un país. En el pasado, y lamentablemente todavía, esta forma ridícula de imponer la voluntad y los caprichos de los poderosos sobre los indefensos está siendo relegada a la historia, aunque el tacho de basura sería el lugar más adecuado. Y aunque esta forma de poder está siendo depurada hacia los intereses económicos, el hecho de que ya no se manden cientos de miles de personas al campo de batalla por cosas tan estúpidas como diferencias religiosas o un capricho sobre una mujer, ya es un adelanto.
Pero lo que hace que un país funcione es un montón de personas detrás de escena, yendo de acá para allá sin ton ni son para un espectador desinformado. Italia, 2016. Si uno recorre los caminos de esos pueblos que no figuran en las guías turísticas, donde la agricultura es imposible con tractores porque las parcelas son tan chiquitas y el terreno tan escarpado, hay un ejército de viejitos, mujeres y hombres, con manos arrugadas, la vista cansada, una guerra mundial sobrevivida, cocinando para sus hijos y nietos, limpiando, cuidando las plantas, alimentando los gatos, acomodando las flores, sacando la basura y pasando horas charlando con los vecinos de toda la vida. Gente son la espina dorsal de la Italia que todos adoramos y a la soñamos ir, que nunca vio un avión de cerca, y algunos ni siquiera un doctor. Para los cuales Roma queda demasiado lejos y donde los que titiritean sus destinos quieren incrustarse y deleitarse con los frutos del trabajo de otros.
Hay otro ejército, el de los proyectos fallidos de hombres con pelo rapado a los costados y largo en el jopo, con aro en una oreja, barba al mejor estilo Village People, pantalón dos talles demasiado chico, y anteojos de sol espejados de colores chillones. Podrían perder los genitales y no enterarse porque mucho más importantes son los pulgares con los que digitan eternamente en sus celulares. Un libro les es tan extraño como una escoba.
Hay un ejército de mujeres con el teléfono implantado en la oreja, que hablan durante horas de las cosas más banales e inacabables, a las que estar en el asiento del conductor de un vehículo en movimiento no las distrae en lo más mínimo de la conversación.
Y quién puede pasar por alto el ejército de nazis afeminados que son los carabinieri y sus corruptísimos primos frustrados y auto-ensalzados de la Guardia di Finanza, auténtico tumor del desarrollo económico de un país con posibilidades infinitas. El potencial de Italia es evidente sobre todo cuando uno mira las ridiculeces que salen de las escuelas de diseño escandinavas, que si bien en algunos casos son agradables, la realidad es que son apenas un suspiro comparadas con el huracán de estilo y sentido estético de los tanos. Y ni hablar de la cocina, la simplicidad de los ingredientes, la calidad en todo lo que se llevan a la boca, pero sobre todo el amor con que cocinan y el respeto a la comida. Excepto los cornetti, que son una bosta, signori, discúlpenme, pero ustedes no han probado una buena medialuna. Tampoco la pavada.
Hacer promedios es una tarea delicada. Un profesor de estadística una vez nos dio un ejemplo muy bueno: si uno quiere vender pantalones en una ciudad donde la mitad de la gente es muy flaca, y la otra mitad muy gorda, ofrecer un talle intermedio nos garantiza pifiarla olímpicamente. Así que lo que sigue, aunque de buena fe creo que refleja la realidad, hay que tomarlo con pinzas.
El italiano, entonces, es una persona abierta y dispuesta a ayudar, pero que le cuesta seguir las reglas, ya sea por una falta extraordinaria de interés, o la vieja y anárquica falta de confianza en quien las impone, sumado a la incapacidad de la autoridad de controlar su cumplimiento. Hay cosas más importantes en la vida que las reglas, como las relaciones humanas, la buena comida y poder hablar por el bendito celular todo el puto tiempo. El sentido estético está muy desarrollado, se aprecia la simplicidad, y la sexualidad es un trauma mayúsculo: tanto los italianos necesitan hacer alarde de sus proezas como las italianas necesitan ser cortejadas.
Tomando un café en la Piazza del Duomo en Cefalù, charlaba con una de las camareras (que habla cuatro idiomas) y me contaba que toca el piano, tiene tres hijos, y a la mañana enseña ad honorem en una escuela para minusválidos, y desde las 2 de la tarde hasta la medianoche es camarera en el bar donde yo estaba. Esa chica forma parte del último ejército, el de la clase media italiana que se levanta muy temprano y se acuesta hecha polvo muy tarde, que cumple con sus obligaciones y las de algunos otros, que soporta las idas y venidas de los de arriba que no la ven ni como a una hormiga, y que todavía creen que hay un futuro mejor, y que el único camino es construirlo trabajando. Pescadores, almaceneros, horticultores, hoteleros, camareros. Mis respetos a ellos y gracias por haberme hecho sentir como en casa una vez más.
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