lunes, 26 de noviembre de 2018

mi amigo Tobías

Siempre quise un perro. ¿Quién no? Cualquier chico y la mayoría de los adultos nos enternecemos con un cachorro. Pero vivíamos en departamento así que me tuve que conformar con un hámster, que por supuesto se escapó a los pocos meses para ser encontrado flotando en la rejilla del lavadero, probablemente ahogado después de agotarse tratando de salir.
Era tan bonito. Me enseñó las primeras nociones de realmente compartir algo con alguien (mi hermana), y de las obligaciones que trae el hacerse cargo de una vida. A pesar de la furia propia de mi carácter hice lo posible para respetarlo y no obligarlo a hacer lo que yo quería, sino a observarlo y aprender de él. Por un lado entiendo que es un berrinche propio de todos los chicos eso de querer forzar a la mascota a hacer algo, pero en mí se sumaba ese enojo con la vida que se generaba en el divorcio de mis padres y una educación férrea y autoritaria en la que mis sentimientos no sólo no contaban, sino que ni siquiera se me explicó ni remotamente cómo lidiar con ellos. Literalmente, no aprendí a escucharme y mucho menos a aceptarme, con las consecuencias que son fáciles de ver ahora en mi vida adulta: intolerancia, perfeccionismo, depresión. Esta furia es algo que me marca en todo lo que emprendo, sean relaciones, aficiones, trabajos... lo que sea. Siempre tuve problemas para saber cómo me siento y articularlo antes de que me explote la paciencia. Pero más allá de la explicación detrás del fenómeno, siempre fue evidente, tanto para mí como para los que me rodean, que tengo que lidiar mejor con ese aspecto de mi personalidad que dificulta tragarse la píldora de mi compañía. Sí, soy un ser humano excepcional... para bien y para mal. Los cinco años de terapia que hice, motivados por la depresión y focalizados en sacarme de ella, se concentraron en conocerme y saber primero porqué llegué a mi situación y, una vez logrado esto, en cómo salir. Esta furia, entonces, es la que apenas ahora estoy aprendiendo a domar. Y vaya si hace falta.
El año pasado lo pasé lidiando con una loca que daba para encerrarla en un agujero y tirar el agujero, pero que tenía un perro. Un pastor australiano con casi más pedos que ella misma, pero un tesoro de criatura que me inspiró a pensar que quizás había llegado el momento, que no solamente estaba listo para comprar un perro, sino que además me hizo darme cuenta de que de hecho lo necesitaba. Y así es como Tobías llegó a mi vida. Y contrario a mi hábito de hacer un eterno preludio, voy a contar lo que obtuve de él y darme palmadas a mí mismo por haber tomado la decisión correcta.


Tobías se alegra de verme. Cada vez. Siempre. Cuando llego de viaje, después de haberlo dejado tres días con alguien para poder ir a BsAs a hacer trámites, o cuando bajo 2 minutos a atender al cartero, él me recibe como si hubiera llegado Papá Noel. Dicen que los perros no tienen referencia del tiempo, y en este aspecto parece que efectivamente es así. No importa si me voy un momento o un rato largo, para él es una alegría enorme verme volver y no se guarda nada para hacérmelo saber.
Tobías es incondicionalmente leal. No solamente responde a mis comandos como ningún otro perro de su edad (salvo que el dueño sea un entrenador profesional), sino que tiene un instinto para complacerme que es abrumador. Pareciera que su existencia dependiera de mi aprobación. Pero al margen de que yo le dé algo para hacer, él simplemente me adoptó como su amo y a la mierda el resto del mundo. Si estamos jugando, los que nos rodean pueden llamarlo hasta quedar afónicos y él ni siquiera pestañea. Es ajeno a casi cualquier distracción y solamente a mí me mira a los ojos y me mantiene la mirada. Soy el único que le puede tocar las orejas o las patitas a mi antojo y ni se le ocurre irse.
Tobías no tiene rencor. A lo sumo alguna desconfianza o miedo cuando lo reté fuerte por alguna macana que hizo, pero sistemáticamente se recupera de cosas que a mí me han hecho abandonar relaciones, sea de amistad o de noviazgo; y no le toma mucho tiempo. Tengo que reconocer que lo envidio, pero aprendo.
Me soporta mis berrinches, mi agresividad, mis reacciones dominadas por la furia, fuera de proporción o que no son conducentes a mejorar su comportamiento. Me refiero a dos situaciones en particular que son de vida o muerte: cuando salimos a pasear y come algo del piso, y cuando baja a la calle, donde están los autos. Conozco, entiendo y practico el principio de conservar la calma cuando hace esas cosas; la prioridad es que deje de hacerlo o que venga hacia mí, y no confunda mi grito con reto sino que lo tome como urgencia. Que sepa que no lo voy a castigar y así logre que deje lo que se lleva a la boca o que vuelva a subir a la vereda. Todo muy lindo, entiendo la pedagogía y confío en los expertos. Lo que no logro del todo, todavía, es dominar el pánico que me produce el mero pensar en que le pase algo. También acepto que prefiero dañar nuestra relación antes que lo pise un auto o se envenene. Pero quiero mejorar: quisiera lograr estar en ese punto en que logro tener toda su confianza y venga a mí cuando lo llamo, sea en el tono que sea. Hemos mejorado mucho, tanto él como yo. Puedo decir sin vanidad que me siento mejor conmigo mismo al ser capaz de desechar gran parte de esa furia que tanto me daña y controlar aquella parte que todavía conservo. Creo, dicho sea de paso, que no es realista esperar que se vaya completamente, algo así como un jedi que completa su entrenamiento. Pero el camino en esa dirección me está haciendo mejor persona y hasta el hecho de aceptar mis limitaciones al respecto hacen que me acepte un poco más a mí mismo así como soy, que es exactamente como me acepta Tobías. No solamente me acepta: me adora, al punto de que me pone hasta incómodo y desafía mi capacidad de aceptar la responsabilidad que significa, y "sé" positivamente que lo voy a defraudar. Pero también sé que él va a estar ahí y me va a perdonar.
Como resultado de todo eso, Tobías básicamente me está convirtiendo en un mejor ser humano, uno más empático, paciente, tierno, dedicado, responsable y con prioridades más claras. Me comporto mejor no solamente con él sino con mis prójimos humanos. Su capacidad para dejar de lado las ofensas y seguir con su vida, una mejor vida, es un modelo a copiar.

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